Esto es lo que debieron pensar la juez y la fiscal. Y se equivocaron. Pero no empecemos por el final. Mejor nos remontamos al día en que esta historia comenzó, y eso fue mientras un porro de marihuana pasaba de mano en mano. Los tres compañeros de facultad estaban en el local del abuelo de uno de ellos. Se trataba de un viejo trastero, lleno de reliquias familiares y otros tesoros que tan solo acumulaban polvo desde hacía lustros. En un momento dado, y sin que nada viniera a cuento, David, nuestro protagonista del mes, propuso: “¿Y si cultivamos marihuana aquí mismo, en este trastero?”.
A partir de ese instante, las ideas no pararon de surgir, y al cabo de pocas horas ya estaba todo planificado y decidido. En los siguientes días compraron algo de material, recuperaron cosas que tenían y se hicieron con unos buenos esquejes. Tuvieron bastante trabajo para acondicionar el local e instalar todos los aparatos necesarios, pero como estaban ilusionados y eran bastante habilidosos, en apenas un par de semanas lo tenían todo listo, incluso les dio tiempo para cambiar la cerradura de la puerta, no fuera el caso que alguien de la familia propietaria le diera por viajar al pasado.
Durante dos meses todo fue bien: las plantas crecían alegres y ya sacaban bonitos cogollos y no había señales de vecinos insidiosos. Pero un buen día empezaron las señales de alarma. Un vecino les paró enfrente del local y les preguntó qué hacían ahí dentro. La respuesta de que el local era del abuelo de un amigo no pareció satisfacer al vecino. El tipo volvió a aparecer al cabo de unos días y les dijo que había un olor extraño. Otro día les preguntó ya directamente si tenían una plantación de droga.
David, nuestro protagonista, vaticinó que era cuestión de días que les denunciase, que se le veía con muy mala uva. Les propuso recolectar lo que pudieran y esconder durante unos meses cualquier vestigio de actividad delictiva. Sus compañeros le dijeron que no, que podían esperar un poco y acabar bien la cosecha. David aguantó un poco más, pero un día vieron al vecino insidioso parado frente al local, en actitud de perro de presa, con el móvil en la mano, y ya fue suficiente para él. Les propuso desmantelar en ese mismo momento todo y que si no lo hacían él desaparecía. Discutieron airadamente, pero los otros dos pasaron y él entonces decidió no aparecer más por ahí.
Al cabo de una semana se enteró de que, efectivamente, había llegado la Policía Nacional, había desmantelado la plantación y se había llevado detenidos a sus dos compañeros. Lo peor fue enterarse de que la Policía, sabiendo que eran tres, les convenció de que era mejor para todos que dieran el nombre del tercer implicado, que tenían fotos de todos ellos, que igualmente lo averiguarían y que, si lo hacían, les rebajarían la pena por colaboración. Así que lo hicieron, de modo que David fue también citado en el juzgado.
Comparecimos en el juzgado y, al sacar la copia del expediente, vimos que el denunciante anónimo –así lo denominaba la Policía– había hecho algunas fotos desde la calle donde aparecían los tres amigos. Le recomendamos que se acogiera a su derecho a no declarar contra sí mismo y decidir más adelante qué estrategia seguir. No parecía que la alegación del consumo propio fuera a prosperar, dado que no había buena relación con los otros acusados, y el abogado que los llevaba no parecía querer celebrar el juicio, sino ir a una conformidad. El juzgado de instrucción imputó a todos ellos y, una vez concluida la instrucción, el Ministerio Fiscal les acusó por la comisión de un delito contra la salud pública a la pena de dos años de prisión y multa de siete mil euros por los ochocientos gramos netos intervenidos.
No hubo manera de ponerse de acuerdo con el otro abogado para decidir una estrategia conjunta. Él consideraba que no había defensa posible, que sus clientes querían cancelar cuanto antes los antecedentes penales, y que no tenía sentido alargar el proceso para intentar conseguir una absolución que no llegaría nunca. Nosotros no estábamos de acuerdo, pensábamos que valía la pena luchar por una sentencia que absolviera por cultivo compartido. Entonces, había que elaborar una estrategia propia, diferenciada de los otros acusados. Recomendamos a nuestro cliente no presentarse en el juicio, con la idea de que ni la juez ni la fiscal ni los policías pudieran identificarlo a partir de las fotos del atestado. Además, como los otros querían una conformidad, era una manera de presionar.
Lo que ocurrió en el juicio fue de traca. La juez, la fiscal, el abogado y los dos otros acusados pactaron reconocer los hechos y conseguir a cambio una pena mínima con una multa muy reducida. La condición para ello era ratificarse también en cuanto a la identificación de su antiguo compañero. Con ello la juez y la fiscal calculaban que ya había prueba suficiente para condenar a David. Los coacusados reconocieron los hechos; al parecer sus padres se lo habían exigido, y querían viajar a Estados Unidos para hacer un máster, por lo que necesitaban cancelar antecedentes cuanto antes. Seguro que muy a su pesar, pero en una actitud muy poco fraternal, y podríamos decir muy poco cannábica, manifestaron que efectivamente eran tres los partícipes en el cultivo, y que el nombre de la tercera persona era el que dijeron en instrucción. Nosotros, como defensa, negamos su participación, y citamos jurisprudencia que negaba valor de prueba de cargo suficiente a la declaración de los coacusados.
La sentencia no tardó en llegar. Condenaba a los tres acusados a la misma pena mínima, a los otros dos por reconocimiento de los hechos, y a David, por la declaración inculpatoria de estos. Sin embargo, recurrimos en apelación y la Audiencia Provincial nos dio la razón. La declaración de los coacusados, en ausencia de otras pruebas que corroboren esa versión, no es prueba de cargo suficiente, dado que puede ser una declaración intencionada, que acuse a un inocente para encubrir al verdadero culpable.
Así las cosas, la estrategia de no presentarse en el juicio fue la adecuada, porque si lo hubiera hecho, podrían haberle identificado en sala a partir de las fotos, y haber obtenido así una prueba externa a la inculpatoria de los otros acusados, lo que sería ya suficiente para condenarlo. Se dice que no hay dos sin tres, pero también que la excepción confirma la regla.