Era un club cannábico, sin duda. Había que investigarlo. La Policía Nacional, guiada por su impagable ánimo de proteger a la ciudadanía frente a los mayores peligros, asumió con valentía el reto de desactivar al grupo criminal que organizaba el fumadero de droga en la tranquila localidad de Valls. Para ello, realizó vigilancias durante días y días, anotando los agentes comisionados cada una de las entradas y salidas de las personas que acudían a tan espantoso lugar: hacían constar en fichas la forma en que llegaba cada persona, si andando o en vehículo, su descripción y la hora exacta de entrada y salida; si había llegado en vehículo, se describía también, anotando su matrícula, marca, modelo y color, y la identidad de su dueño. Averiguaron a nombre de quién estaba el local, si estaba alquilado, el nombre de la asociación, sus datos fiscales y registrales y miembros de la junta directiva. En días y horas distintas intervinieron a varios socios que salían del local para levantar acta de la posesión de cannabis. Los seguían unos kilómetros en coche y los paraban. Lo tenían todo controlado. Elaboraron un dossier muy extenso y lo presentaron ante el juez, quien les conminó a que ampliaran la investigación para averiguar el número de socios de la entidad y los requisitos para su acceso.
Para esto último, formaron un destacamento policial que, celoso de la ley y el orden, se presentó una tarde de otoño en el local. Llamaron a la puerta, pero no había nadie. Entonces avisaron al presidente, que acudió al poco rato. Le comunicaron sus propósitos, y este les dijo que sin orden no entraban. Su respuesta fue un fuerte empujón. De ese modo entraron y registraron el local. Encontraron en una planta superior una habitación con un cultivo de nueve plantas, y otra donde se secaban otras nueve más; en la planta baja, en una oficina, varios botes con cogollos de marihuana y con CBD. En total, según sus cálculos, decomisaron la barbaridad de 1.132 g de marihuana y 221 g de hachís. El presidente fue detenido y conducido a comisaría, si bien después de tomársele declaración se le dejó en libertad, pendiente de citación judicial. Asimismo, el secretario y el tesorero fueron llamados a declarar sin ser detenidos posteriormente. Ninguno de ellos declaró en comisaría.
Pocos días después, el presidente, asesorado por la letrada que les asistió en comisaría, decidió formular denuncia contra los agentes por entrada ilegal en la asociación. El juez la archivó, argumentando que el lugar donde se produjo el registro era una “nave industrial” y no un domicilio protegido constitucionalmente. Cuando el abogado privado asumió el asunto, decidió no recurrir y guardarse esa baza para más adelante, para solicitar la nulidad de la entrada y registro. No hacía falta que fuera un delito, bastaba con que fuera un acto ilegal de obtención de prueba. Además, no quería insistir por esa vía, ya que en el escrito de denuncia se había hecho constar que la asociación contaba con ciento ochenta socios, dato que no interesaba en absoluto mantener. Esta nulidad ya se presentaría en su momento, si fallaba la opción A. Y la opción A era presentar la asociación como una pequeña agrupación de consumidores que se llevaban la sustancia al local para consumirla entre amigos y de forma segura y, de vez en cuando, hacer pequeños cultivos de interior para su reparto. Por esa vía, argumentó el abogado, se podía conseguir el sobreseimiento de las actuaciones. Además, hacía poco había llegado el resultado del análisis por parte del Instituto Nacional de Toxicología y Ciencias Forenses sobre la cantidad de cannabis realmente intervenida, y que la rebajaba a un total de 758 g, una cantidad muy razonable para un pequeño grupo de consumidores, entre los que, cada cierto tiempo, se organizaban cultivos de interior en la propia asociación. Costó trabajo convencer al presidente de que era la vía adecuada. Este insistía en que su asociación era pequeña, no más de ciento ochenta socios, que llevaban más de veinte años, que nunca habían tenido ningún problema ni con vecinos ni con autoridades, que llevaban una contabilidad exacta, que la mayoría de pagos se hacían por banco, que todos eran mayores de veintiún años, que tenían lista de espera y desde hacía tiempo no aceptaban nuevas incorporaciones. El abogado estuvo de acuerdo con él en que si alguna asociación podía cumplir de verdad todos los códigos de buenas prácticas era la que presidía, pero que esta actividad, a pesar de todo ello, a día de hoy se considera delito. Le argumentó que, dado que no habían obtenido pruebas de registro de socios o de contabilidad y que la cantidad decomisada era pequeña, podían escribir la declaración desde un papel en blanco. Así lo hicieron, y lo corroboró uno de los testigos llamados a declarar. Después de las declaraciones, la juez, que no era la misma que al inicio de las actuaciones, acordó el sobreseimiento provisional y el archivo del procedimiento.