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Denuncia cainita

Los problemas entre los dos amigos no vinieron por el cultivo, en absoluto. Lo tenían todo pactado y bien decidido. No, los problemas vinieron por rencillas antiguas que se enconaron. En vez de respetar cada uno las opiniones del otro, se enzarzaron en agrias discusiones donde acabaron picándose en lo personal, y de ahí ninguno fue capaz de bajar.

El caso de este mes podría haberse evitado si los dos amigos, varones empoderados, hubieran tenido herramientas para tener una comunicación más asertiva, sincera y desde el reconocimiento de la propia vulnerabilidad. No fue así, y uno de ellos acabó en los calabozos investigado por un delito contra la salud pública, en otras palabras, por cultivar marihuana.

Todo empezó cuando eran buenos amigos y la complicidad hacía que formaran un buen tándem frente al mundo, así que decidieron realizar un cultivo compartido en un espacio que nunca sería descubierto. Uno de ellos, el que salió peor parado de la contienda, al que podríamos llamar Abel, tenía un almacén donde guardaba herramientas de su empresa de carpintería de aluminio. El espacio era amplio y, sobre todo, tenía unos techos muy altos. En un extremo del almacén decidieron hacer un altillo, aprovechando sus conocimientos en obras y reformas, y los materiales que iban sobrando de la empresa. Les quedó perfecto. La escalera de acceso, además, estaba detrás de una columna ancha, de modo que ni se veía desde la puerta de entrada del almacén.

El lugar era perfecto, y como eran veteranos del cultivo, en poco tiempo tenían ya en floración unas preciosas plantas de marihuana. Los problemas no vinieron por el cultivo, en absoluto. Lo tenían todo pactado y bien decidido. Los gastos habían sido por mitades y las tareas de cuidado las hacían los dos de buen grado. El producto del cultivo se dividiría en dos partes, y cada uno haría con su mitad lo que quisiera. La idea era hacer un par o tres de pequeños cultivos al año. No, los problemas vinieron por rencillas antiguas que afloraron por temas de política, en los que no hace falta entrar. Y se enconaron. En vez de respetar cada uno las opiniones del otro, se enzarzaron en agrias discusiones donde acabaron picándose en lo personal, y de ahí ninguno fue capaz de bajar.

Dejaron de hablarse y tuvieron que negociar la repartición de la inversión del cultivo a través de una tercera persona. Pero no quedaron conformes, ni uno ni el otro. Y ahí había quedado todo... O eso parecía. Un buen –mal– día, aparecieron nada menos que quince agentes de policía entre unidades de la Policía Nacional y de la Policía Local. Con palabras no del todo sinceras, convencieron a Abel, nuestro protagonista del mes, que era mejor que les dejara entrar por las buenas y que les enseñara dónde estaba la plantación de marihuana: “Sabemos que tienes una”, le dijeron.

Nuestro amigo no daba crédito. Era imposible que se hubieran enterado: no habían ni ruidos ni olores; no entraba ni salía gente de forma habitual; tampoco tiraban los restos del cultivo en el contenedor de delante, advertidos ya de que en ocasiones los sabuesos policías buscan entre las basuras indicios delictivos. Sin embargo, ahí estaban, bien motivados, seguros de que iban a encontrar lo que buscaban. Se dirigieron rápidamente hacia el final de la nave, y el inspector de la Policía Nacional, el que mandaba en el grupo, le preguntó directamente dónde estaba la escalera. Sabían lo que buscaban. 

Abel les indicó, y el resto ya lo sabemos: sonrisa en los rostros de los agentes y manos que se frotan satisfechas antes de la feliz poda. Cortes por la base, tocando la tierra, plantas en tristes bolsas negras de plástico, que se apilan luego en cajas de cartón, que se pesan con básculas oxidadas, intervención de ventiladores, extractores y otros aparatos, recuento de indicios, acta de decomiso, lectura de derechos, conducción policial y derecho a hacer una llamada. Pasó la noche en la comisaría y al día siguiente lo llevaron ante el juez. 

En comisaría no había declarado, pero su abogado de oficio le dijo que mejor sí declarar en instrucción, ya que lo tenían bastante claro. Unos minutos antes de la declaración ante el juzgado de instrucción, el abogado le proponía decir que era para su consumo propio, pero Abel no le escuchaba, lo que él quería saber era cómo la Policía se había enterado del cultivo. El abogado releyó el atestado y le dijo que había sido una denuncia anónima. El cielo se nubló para el pobre hombre. Qué triste... El que había sido amigo suyo había hecho una denuncia anónima. ¡Qué duda había! El abogado le insistía en preparar la declaración, pero Abel no reaccionaba. 

Al final volvió a la realidad y le dijo a su abogado que iba a declarar que el cultivo era para él y su familia, en concreto, su hermano, su cuñada y su padre, que eran todos ellos consumidores. La cantidad no era muy alta, sesenta plantas, y él calculaba que no contarían más de 10 o 15 g por planta, así que la cantidad total estaría entorno a los 700 g netos. 

Aquella misma mañana salió en libertad con cargos, fastidiado por la amenaza del proceso penal y por la pérdida de la marihuana que ya estaba a punto de caramelo, pero, sobre todo, por haber sido tan burro de haber gestionado de tan mala manera un conflicto con alguien que había sido su amigo. Decidió que, cuando llegara a casa, se fumaría un canuto y pensaría sobre ello. En unos meses tendremos el desenlace. Esperemos que la lección de vida no pase por cumplir una pena de prisión. 

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #323

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