Parte inherente de la historia de la humanidad, las drogas también lo son de su expresión escrita, la literatura, y por lo tanto, de la dieta neuronal de muchos de sus autores. Thomas De Quincey vertió sus reflexiones sobre los placeres y horrores que el láudano le proporcionaba en Confesiones de un inglés comedor de opio (1821), libro de cabecera de la drogoliteratura, como pueda serlo Los paraísos artificiales de Baudelaire, pentateuco del hachís. Contemporáneo de De Quincey, Coleridge también consumía extracto de opio en copiosas cantidades, lo que melló su salud pero también le inspiró poemas como Kubla Kahn y The pains of sleep. En El retrato de Dorian Grey (1889), Lord Henry, el seductor corruptor de Grey, fumaba cigarrillos tintados de opio e introducía al protagonista en el sórdido intracosmos de los opium dens londinenses. Varios escritores miembros de la Sociedad Teosófica de Madame Blavatsky, como lo era Wilde, o amigos de dicha dama –Yeats, D.H. Lawrence, George Bernard Shaw, H.G. Wells, Algernon Blackwood– dejaron constancia impresa de sus liaisons con hachís, cannabis y mescalina.
Charles Baudelaire
Aunque Cocteau lo desmintió afirmando que se trataba de una coincidencia, lo cierto es que escribiría Les enfants terribles durante una maratón opiácea que se prolongó por espacio de una semana.
Permanentemente alquilada por el pintor Bonnard, a mediados del siglo xix la última planta del parisino hotel Pimodan servía una vez por semana de punto de reunión al Club des Hachichins o Club del Hachís. Entre otros, allí se congregaban escritores aficionados al costo como Théophile Gautier, Charles Baudelaire, Gérard de Nerval, Eugène Delacroix, Alexandre Dumas y Honoré de Balzac. Lo consumían en estado líquido, mezclado con café y especias en una bebida que llamaron dawamesk. Gautier aludió a esas sesiones en el libro Le club des hachichins, pero fue Baudelaire quien mayor partido literario extrajo a dichas liturgias, tanto en Los paraísos artificiales, depósito también de su relación con el opio y traducido al inglés por Alesteir Crowley, como en Las flores del mal. El tomo de Gautier no debe confundirse con El club del hachís, antología prologada por Escohotado que recoge escritos de los asiduos al club pero también de Herodoto y Alejandro Magno.
Jean Cocteau
El fallecimiento en 1922 de su amigo y amante Raymond Radiguet fue al parecer el desencadenante del exilio en el opio en que se refugió el polifacético creador francés. Aunque este lo desmintió afirmando que se trataba de una coincidencia, lo cierto es que escribiría Les enfants terribles durante una maratón opiácea que se prolongó por espacio de una semana. Posteriormente, en 1929 se desintoxicaba, consignando los detalles de esa experiencia en el diario Opium, journal d’une désintoxication.
Stephen King
La prolificidad y rapidez de King a la hora de fabricar best sellers a peso necesitó en ciertos periodos de combustibles ajenos a la imaginación. Entre 1979 y 1987, el industrioso maestro estadounidense del terror se ayudó de productos farmacéuticos varios –Xanax, Valium, dextrometorfano–, pero sobre todo de marihuana y cocaína. Mezclada con abundantes regadíos alcohólicos, la segunda casi le cuesta la vida. Una vez desintoxicado, reconoció no recordar en absoluto cómo había escrito Cujo.
Philip K. Dick
Otro caso de laboriosidad artificial. Los años 1963 y 1964, el coloso de la ciencia ficción consumió fabriles cantidades de alucinógenos, así como Semoxydrina y otras variedades metanfetamínicas. Once novelas y varios ensayos y relatos cortos fueron el saldo arrojado por esa grand bouffe narcótica, entre ellos The three stigmata of Palmer Eldritch, donde los colonos del sistema solar disponen de un transmigracional alucinógeno recreativo llamado Can-D. En A scanner darkly causaba estragos la sustancia D, adictivo euforizante cuya resaca sembraba la mente de psicosis y confusión.
Aldous Huxley
Es sabido que, en su agonía, Huxley pidió que le inyectaran dos dosis de LSD. Incansable perseguidor de la expansión mental, en vida se sintió atraído por la mescalina al leer un informe del psiquiatra Humphry Osmond sobre el tratamiento de la esquizofrenia con peyote. Guiado por este, el escritor probaba esa droga en 1953 y posteriormente redactaba el influyente ensayo Las puertas de la percepción (1954), de lectura obligada durante la contracultura. En la novela distópica Un mundo feliz (1932), especulaba con una fordista sociedad futura que, psicológicamente condicionada y manipulada, era amansada con soma, poderoso alucinógeno con el que los ciudadanos podían tomarse unas vacaciones de la realidad.
William Burroughs
Todo lo que se diga sobre el más epicúreo de los beats será redundante, pero eso no justifica la omisión. Probablemente el escritor que a mayor profundidad ha pensado e interiorizado la droga, Burroughs es el literati yonqui por excelencia, y el que con más claridad percibe que la ley y la criminalización de droga y adicto son las causas de la complejidad de un problema que no debería serlo, o al menos no de tan vastas dimensiones. Aunque su visión del asunto no estimule la emulación, en tiempos pasados fueron muchos los que se iniciaron en la heroína tras leer Yonqui, subtitulada Confesiones de un drogadicto irredento y piedra de Rosetta de la cultura de la droga. En la novela El almuerzo desnudo se da cuenta de la rutina tóxica de este Pantagruel de la ebriedad: morfina, majoun –una explosiva variedad de hachís–, Eukodal y naturalmente heroína, en el libro conocida como la Carne Negra.
Jack Kerouac
Descubierta en 1920 por el químico y farmacólogo americano Gordon Alles, la Benzedrina, nombre bajo el que fue comercializada, básicamente sulfato de anfetamina presentado en forma de inhalador para combatir procesos bronquiales y gripales, fue el combustible, mezclado con vino, de la desatada verborrea con que Kerouac patentó el lado más mundano de la literatura beat. On the road es prácticamente un diario de viaje en el circuito de la fórmula 1 de los estimulantes. Tan solo tres días tardó en escribir el también autobiográfico Los subterráneos, gracias a las benzas.
Lovecraft debía mucha de la inspiración a su condición psicótica, pero se especula con la posibilidad de que su cerebro produjera endógenamente DMT.
Robert Louis Stevenson
En su caso con ayuda de la cocaína, el escritor escocés batía otra marca redactando El extraño caso del Dr. Jeckyll & Mr. Hyde en apenas seis días. Enfermo crónico con devastadores accesos de tos y asomos de tuberculosis, el alcaloide era uno de los muchos remedios empleados por Stevenson para amortiguar el dolor. Psicólogos reputados han afirmado que Dr. Jeckyll es un metafórico manual de la dependencia de sustancias, y lo cierto es que la misteriosa poción que transforma a Jeckyll subiendo a la superficie lo peor de su interior parece responder a los mismos síntomas de una metamorfosis de cocaína.