Parte inherente de la historia de la humanidad, las drogas también lo son de su expresión escrita, la literatura, y por lo tanto, de la dieta neuronal de muchos de sus autores.
Parte inherente de la historia de la humanidad, las drogas también lo son de su expresión escrita, la literatura, y por lo tanto, de la dieta neuronal de muchos de sus autores.
Thomas De Quincey vertió sus reflexiones sobre los placeres y horrores que el láudano le proporcionaba en Confesiones de un inglés comedor de opio (1821), libro de cabecera de la drogoliteratura, como pueda serlo Los paraísos artificiales de Baudelaire, pentateuco del hachís. Contemporáneo de De Quincey, Coleridge también consumía extracto de opio en copiosas cantidades, lo que melló su salud pero también le inspiró poemas como Kubla Kahn y The pains of sleep. En El retrato de Dorian Grey (1889), Lord Henry, el seductor corruptor de Grey, fumaba cigarrillos tintados de opio e introducía al protagonista en el sórdido intracosmos de los opium dens londinenses. Varios escritores miembros de la Sociedad Teosófica de Madame Blavatsky, como lo era Wilde, o amigos de dicha dama –Yeats, D.H. Lawrence, George Bernard Shaw, H.G. Wells, Algernon Blackwood– dejaron constancia impresa de sus liaisons con hachís, cannabis y mescalina.
Amantine Lucile, esto es, George Sand, utilizaba el opio en Valentine (1832) como instrumento de seducción amorosa. Algo parecido sucedía en A contrapelo (1884), de Huysmans, donde el refinado decadentista Des Esseintes se transformaba mentalmente en mujer tras ingerir un bombón afrodisíaco. La protagonista de Villette (1853), de Charlotte Brontë, intentaba conciliar el sueño esquivo con auxilio del opio, induciéndole alucinógenas pesadillas. Conan Doyle introducía su célebre solución del siete por ciento en El signo de los cuatro (1890), mientras que Aleister Crowley finalizaba en Madrid la redacción de The psychology of hashish (1908).
Escritores de la Sociedad Teosófica de Madame Blavatsky, como Wilde, o amigos de dicha dama -Yeats, D.H. Lawrence, George Bernard Shaw, H.G. Wells- dejaron constancia impresa de sus liaisons con cannabis y mescalina.
Si bien no coincidió con el líder de la Ordo Templi Orientis, es más que probable que Valle-Inclán, teosófico a distancia, entrara en contacto con las drogas iluminadoras a través de ese conducto. Como fuere, tentado siempre por la suprasensorial dimensión de lo alucinado y el potencial inspirador de las drogas –en 1910 ofrecía una conferencia en Buenos Aires titulada “Los excitantes en la literatura. Peligros y ventajas”–, el escritor gallego ya habría referenciado antes su interés por la literatura enteogénica de la mano de los simbolistas franceses y de autores latinoamericanos como el uruguayo Horacio Quiroga, firmante del cuento El haschish (1903), o el cubano José Martí, responsable a su vez de Hashish (1875). No es ningún secreto que Valle consumía cannabis, ya fuera fumado o en píldoras, como lo hacían colegas suyos tales como el bohemio Emilio Carrere, Rubén Darío, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias o la chilena Teresa Wilms. Y si en Tirano Banderas ya aparecen personajes morfinómanos y cocainómanos, por citar una de sus obras con evocaciones narcóticas, su piece de resistance en ese sentido es el poemario La pipa de kif, según el filólogo José Francisco Batiste en su magnífico artículo Valle-Inclán y el cannabis, “el mayor monumento literario en castellano dedicado a la enteogenia cannábica”, aunque también se encuentren en él versos dedicados al opio y la cocaína.
Insensata pretensión devendría el intentar reunir aquí todos los casos que se han dado de escritura inducida por las drogas o vinculada a estas, pero no renunciaremos a ofrecer una selección que, producto de la subjetividad, tampoco se pretende representativa. De ahí que los lectores puñeteros, siempre los hay, mejor harán absteniéndose de expresar su desdén cuando adviertan la ausencia de Straight life –biografía del saxofonista de jazz Art Pepper–, La historia de Christiane F., Réquiem por un sueño –de Hubert Selby Jr.–, Bright lights big city –de Jay Mclnerney–, El libro de Caín –de Alexander Trocchi–, Gaseosa de ácido eléctrico –de Tom Wolfe–, Narcóticos –de Stanislaw Witkiewicz– o cualquier otro título indispensable según su docto criterio.
‘The mystery of Edwin Drood’: Charles Dickens, 1870
El inopinado fallecimiento de Dickens dejaba inconclusa su última novela, El misterio de Edwin Drood, de la que solo llegaron a publicarse seis de las doce entregas mensuales previstas. Intriga policíaca, legaba a la posteridad un enigma irresoluble, la desaparición de su protagonista. Los indicios señalaban a varios potenciales culpables, uno de ellos Jack Jasper, tío y tutor de Drood, al que el autor atribuía inveterada afición al opio. Aspecto este referido sistemáticamente a lo largo de la narración, lo cual conduce al lector a los más sórdidos opium dens o fumaderos de Londres. La exactitud de las descripciones de dichos antros, así como los conocimientos que sobre el opio empuña el autor, parecen avalar la teoría de que Dickens también era consumidor habitual de la adormidera; por otro lado, un hecho nada infrecuente en el Londres del siglo xix, como señalaba De Quincey, donde el opio resultaba fácilmente obtenible, generalmente dispensado en barberías. Dejando aparte la repulsión que parece inspirarle ese vicio, lo único que a ciencia cierta se sabe es que, como Conan Doyle, Dickens había visitado un den del distrito londinense de Shadwell, en el que se inspiraría para recrear los que aparecen en la novela.
‘Baby Huey: A cautionary tale of addiction’: James Henderson, 2010
¿Están a salvo las personas “normales” de caer en el hoyo de la adicción? Según este escritor afroamericano y exmarine, en absoluto. Baby Huey radiografía la inmersión en el crac de un ciudadano corriente, negro también, que abrumado por las ínfulas de su esposa e incapaz de satisfacer sus demandas termina por sucumbir al crac hasta perderlo todo. A partir de su iniciación, intente lo que intente para recuperar el norte siempre vuelve a estropeárselo la pipa. Una fábula urbana que en principio nadie quiso publicar. Rechazada por editoriales y agentes, que creían inverosímil una historia tan extrema, la novela se inspiraba en hechos reales testimoniados por el autor. Finalmente y ante las continuas negativas, este autopublicaba cien ejemplares y la emplazaba en Kindle, donde sus ventas se consolidaban. El objetivo de Baby Huey era advertir sobre los peligros del abuso de las drogas, una moralina digerible gracias a su capacidad para inspirar sonrisas y compasión al unísono, tomando el patetismo moral como base de una tragicomedia satírica y sarcástica que en realidad reflejaba la lucha por la supervivencia en una sociedad absurda. Extremadamente realista, su lectura deja un poso que se revuelve desagradable en el fondo del estómago.
‘Valley of the dolls’: Jacqueline Susann, 1966
Con más de treinta millones de copias vendidas, El valle de las muñecas fue reconocido en el libro Guinness como el mayor best seller de todos los tiempos. Un roman à clef en el que tres mujeres relacionadas con el espectáculo y la moda –supuestamente proyecciones de las actrices Ethel Merman, Carole Landis y Judy Garland– dan cuenta de sus dificultades cotidianas y de cómo las anfetaminas parecen ayudarlas a superarlas momentáneamente..., hasta que transcurridos veinte años descubren que no pueden escapar del valle de las muñecas. Muñecas era como Susann llamaba a las anfetas, a las que se había hecho adicta a raíz del autismo de su hijo. Durante la promoción del libro, las ingirió sin descanso para permanecer activa e ingeniosa, y “dar lo mejor de mí”. Capote la describió como “un camionero travestido”, conectándola involuntariamente con un gremio también familiarizado con dicho agente adrenérgico. “Toma tres muñecas amarillas antes de acostarte si has tenido un desengaño amoroso”, rezaba una de las campañas publicitarias de Valley of the dolls, “dos muñecas rojas y un lingotazo de scotch si se trata de un fracaso profesional; toma Valley of the dolls en grandes dosis si pretendes afrontar la verdad sobre la glamour-set empastillada”.
‘Budding prospects’: T.C. Boyle, 1984
Peripatética odisea de humorísticos acentos, la de Felix Nasmyth expone los vericuetos por los que un joven perdedor llega a introducirse en el negocio de la marihuana. Persuadido por uno de sus escasos amigos, se trasladará a un terruño rural californiano, donde sus dos socios pretenden cultivar cannabis a gran escala, dos mil plantas por valor de medio millón de dólares. Nasmyth, que hasta entonces ha dejado inconclusos todos sus intentos de labrarse un futuro, decide esta vez continuar hasta el final a pesar de que todo presagie que la iniciativa acabará como el rosario de la aurora. La chismorrería de los vecinos, sequía, incendios, ratas, lluvias torrenciales, un oso y el inesperado enamoramiento del protagonista irán convirtiendo paulatinamente el sueño en pesadilla. De la cosecha calculada, solo ochocientas plantas sobreviven y la mitad resultan ser machos. Realizador de Ghost world, Bad Santa y el documental Crumb, entre otros títulos, Terry Zwigoff ha trasladado recientemente esta historia a la pantalla, en el largometraje televisivo del mismo título producido por Amazon; en realidad, un capítulo piloto del que podría surgir una serie en el 2018.
‘The basketball diaries’: Jim Carroll, 1978
Inscrito en el género memorialista, este referente de la literatura punk estadounidense resume el crudo diario adolescente de un precoz wise guy neoyorquino. Basado por tanto en hechos reales, cubre las callejeras andanzas del protagonista entre los doce y dieciséis años: desde sus prometedores primeros pasos en el baloncesto hasta, previamente iniciado en yerba y LSD, su zambullida en la heroína, a los trece, y consecuente prostitución para costeársela. Suerte de exorcismo, pues se publicaba mientras Carroll concluía un programa de desintoxicación, daría paso a una apreciada carrera en el rock que apadrinaba Patti Smith. Con una secuela que rastreaba el resto de su trayectoria heroinómana, The downtown diaries, y una descafeinada adaptación cinematográfica fechada en 1995 y protagonizada por Leonardo DiCaprio, The basketball diaries, relata la búsqueda de la pureza en un pozo de fango. Descarnado pero divertido, ofrece así mismo una detallada relación de la emergente subcultura de la droga en el Manhattan de los sesenta, moderna revisitación de Junkie, cuyo explícito coloquialismo encubre una eulogia del adicto. “Se suele considerar a los yonquis como la peor basura de la sociedad, pero, señores, no es así. El yonqui auténtico tendría que ser adorado por atreverse a mandar a la mierda a todo el coñazo de la ciudad, por hacer su vida en medio de tanto riesgo, trapicheos y chanchullos, sin esconder la cara nunca”.
‘The diary of a drug fiend’: Aleister Crowley, 1922
La primera novela publicada del ocultista y bon vivant británico Aleister Crowley, también conocido como La Bestia, y politoxicómano hasta avanzada edad, es otro diario novelizado donde el libertino autor enumera sus propias experiencias con las drogas, cuyos efectos físicos y psíquicos estudió en profundidad, añadiendo sus conclusiones a la narración. Esta, dividida en tres libros –paraíso, infierno y purgatorio–, detalla el viaje al fin de la noche de un aristócrata y su esposa, cautivados por la cocaína primero y, posteriormente, en la luna de miel durante la que recorren Europa, atrapados en una continua bacanal de heroína. Arruinada y deteriorada, la pareja intentará librarse de la adicción recurriendo a la magia, para recaer al poco. Su intento de acabar de cuajo con el problema suicidándose, ingiriendo ácido prúsico, tampoco da resultado. Finalmente, la redención llega después de que el protagonista sea tentado para formar parte de un cártel suizo de cocaína, cuyos socios son la antigua camella de la pareja y uno de los juristas que ilegalizan la coca en Gran Bretaña. Instalado en la Abadía de Thelema, donde en la vida real Crowley celebraría sonadas orgías drogosexuales, el matrimonio vuelve a recurrir a la magia, esta vez con éxito.
‘Taipei’: Tao Lin, 2013
Taiwanés criado en Nueva York, en su tercera novela Tao Lin extrapolaba El guardián entre el centeno, On the road y Miedo y asco en Las Vegas a tiempos contemporáneos. Una crónica de la primera década del siglo xxi y de las tecnologías y drogas que ayudaron a definirla, profusamente presentes estas en sus páginas. Alguien dijo que Taipei era una enciclopedia de los hábitos de drogadicción del presente siglo, y de los daños neuronales causados por la new age psicofarmacológica. Setas, Adderall, LSD, Seroquel, codeína, oxicodona, Percocet, Flexeril, Ambien, coca, metadona, heroína, Xanax, Klonopin y MDMA irrigan sin morigerarse un pelo la aventura vital de la pareja protagonista y sus metaalucinaciones: empapado en psilocibina, uno de los personajes cree ser adicto a la heroína y experimenta una psicosomática muerte por sobredosis. Según el New York Times, la peor de las drogas que aparecen en Taipei es el mundo virtual, “más alucinatorio y quizás más destructivo que cualquier sustancia que puedas encontrar en una farmacia o comprar a un camello”. Ah, qué distinto menú al de La verdadera historia del camello Xiangzi (1936), clásico de la literatura china y parte del ciclo de los ocho inmortales.
‘Roman avec cocaïne’: Mark Aguéev, 1934
Seudónimo del escritor ruso Mark Lazarevich Levi, Aguéev parece haber sido el verdadero autor de Novela con cocaína, después de que se descartara a Vladimir Nabokov como responsable de esta misteriosa obra. Inicialmente publicada en ruso en la revista parisina para emigrados Cifras (1934), no sería traducida al francés hasta 1983, apareciendo su versión inglesa al año siguiente. Rechazado por una amante, el mujeriego estudiante Vadim Maslenikov inicia una tormentosa relación con la cocaína para paliar el vacío que ese desengaño le ha dejado. Amoral y cínico, el aspirante a cocainómano se verá envuelto en una psicológica trama de complexión dostoievskiana que transcurre en el Moscú prerrevolucionario, edificando un universo paralelo, el de ese otro yo en que le desdobla la droga. Libro de confesiones y reflexiones, y de autodescubrimiento, la cocaína no goza en él de excesiva presencia, pero no es óbice eso para, a partir de que el narrador pierde su “virginidad nasal”, se desprendan de su lectura dramáticos apuntes sobre la sustancia y la lucidez de pensamiento que en su caso activa: “Antes de entrar en contacto con la cocaína, asumía que la felicidad era una entidad, cuando de hecho toda la felicidad humana consiste en la inteligente fusión de dos elementos: la sensación física de felicidad, y un evento externo que proporcione los ímpetus físicos para esa sensación”.
‘Crank’: Ellen Hopkins, 2004
Autora especializada en obras juveniles, Hopkins conoció el problema de la adicción adolescente en carne propia, pues su hija era víctima del crank o cristal de metanfetamina. Esa contingencia le inspiraba la creación de Kristina Snow, una joven de diecisiete años que es introducida en la metanfetamina durante una visita a su progenitor, un padre ausente y crapuloso, cuando conoce un entorno distinto y excitante, también a su primer amor. Una vez seducida por esa droga, creará un peligroso alter ego, el de Bree, una muchacha desinhibida y sexi que gusta de las compañías peligrosas y es capaz de cualquier cosa con tal de obtener su dosis. Dominada por el “monstruo”, Kristina se diluye en su némesis y descubre que no es la hija perfecta que creía. Escrito en verso libre, esto es los poemas realizados por la propia protagonista, Crank pretende, y a veces consigue, que su lectura refleje la súbita emoción del subidón y su veloz reflujo sanguíneo. “¿Quién quiere caminar penosamente por la vida, haciendo todo bien? –se pregunta la esclava del monstruo–; no correr riesgos significa desperdiciar tus sueños”. Una doble moral, pues, que quizá sea lo más relevante de una narración que se pretende profiláctica, intimidante y tentadora a la vez.
‘Speed’: William Burroughs Jr., 1970
De las tres obras escritas por el malhadado hijo de Burroughs, todas autobiográficas y la tercera inacabada al fallecer prematuramente por cirrosis, la primera, esta, ha sido la más popular de una producción escueta y fatalmente eclipsada por la desbordante universalidad de su padre; hasta el extremo de que todavía hay quien incurre en el error de atribuir Speed al responsable de Junkie. Relato especular del currículo toxicómano de su narrador, Speed se retrotrae hasta el periodo adolescente en el que Burroughs Jr. vivió con sus abuelos, descubriendo la anfetamina y transformándose fulminantemente en un speed freak que roba talonarios médicos y falsifica recetas para obtener el producto. Arrestado por ello, su edad y antecedentes familiares jugarían a su favor, suspendiéndose su condena de cuatro años e ingresando en la infausta Narcotic Farm de la penitenciaría de Lexington. Allí se desintoxicaba, pero al precio de contraer un alcoholismo crónico que acabaría con su hígado primero y después con su vida en 1981, a los treinta y tres años. Publicado con reservas por Olympia Press, Speed exhala todavía un aliento propio que el tiempo no ha podido erosionar.
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