Bajos Fondos
La solera cinematográfica de Marsella se remonta a los Lumière, que en febrero de 1896 ya instalaron en la capital de la Provenza uno de los primeros cinematógrafos, y que rodaron allí varias películas.
La solera cinematográfica de Marsella se remonta a los Lumière, que en febrero de 1896 ya instalaron en la capital de la Provenza uno de los primeros cinematógrafos, y que rodaron allí varias películas. De la segunda ciudad de Francia, luminosa y emblemática, portuaria y mestiza, eran Fernandel e Yves Montand, y también Robert Guédiguian, ese Ken Loach francés empeñado en mostrarla tan entrañable como sus héroes proletarios y sus relatos humanistas. Pero la Marsella cinematográfica, para bien o para mal, es sobre todo la de los bajos fondos, la de los gánsteres y la conexión francesa, un nido de malhechores de todo pelaje fabricado como una suerte de versión europea y mediterránea del Chicago de la “ley seca”. Una Marsella exageradamente canalla y delincuencial que, siempre apoyada en una larga tradición delictiva real, todo sea dicho, se ha prolongado hasta hoy.
‘Justin de Marseille’ (1935): polar fundacional
Menos prestigiado que su hijo Jacques, Maurice Tourneur tuvo la feliz idea de importar a Francia el modelo de cine de gánsteres sublimado por Howard Hawks en Scarface y por William Wellman en El enemigo público. Y si el Toni Camonte que interpretaba Paul Muni en el film de Hawks era un trasunto de Capone, Tourneur y su coguionista Carlo Rim tomaron como modelos para sus capos de película a los verdaderos padrinos marselleses de la época: Paul Carbone y su socio François Spirito. Pero mientras Hawks usaba como coartada de su rutilante espectáculo la denuncia de la violencia que asolaba Chicago y mostraba al gánster como un asesino neurótico y egomaníaco, Tourneur inauguraba el polar, el policiaco francés, con un estereotipado cuento de gánsteres buenos y malos. El bueno, el Justin del título, marsellés y querido por todos; el malo, el napolitano y traicionero Esposito. Quizá el acercamiento en forma de entretenimiento ligero donde no falta ni la trama romántica no solo tuviera que ver con el gusto de la época: Capone ya había caído cuando se estrenó Scarface, pero el imperio de Carbone y Spirito en Marsella seguía al alza cuando Justin llegó a los cines.
‘Borsalino’ (1970)’: ‘charme’, códigos de honor y trajes impecables
Con Bandits à Marseille, primer libro que, a la manera de Herbert Asbury con Gangs of New York, recopilaba la historia del crimen organizado en la capital provenzal, Eugène Saccomano quería combatir la imagen idealizada que Justin de Marseille o la opereta Les gangsters du château d’If habían difundido del bandidismo que durante décadas había sangrado su ciudad. La paradoja es que acabaría contribuyendo precisamente a actualizar esa mitología azucarada. Alain Delon leyó el libro, quedó fascinado con el episodio dedicado a Carbone y Spirito y compró los derechos porque vio ahí el embrión de su esperado primer encuentro fílmico con Jean-Paul Belmondo. Pero Borsalino, en la que Jacques Deray puso su oficio al servicio del brillo de las dos superestrellas del cine francés de la época, apenas reciclaba del libro un par de anécdotas, que de lo que se trataba era de reventar la taquilla. Borsalino es a Delon y Belmondo lo que Dos hombres y un destino a Newman y Redford, de manera que, más que a policier, sabe a western juguetón; es una lujosa y colorista recreación de época y una versión fantasiosa y espectacularizada del milieu marsellés de entreguerras, en la que los héroes son matones y proxenetas, sí, pero, como aquel Justin en que se inspiran, también galanes encantadores que exhiben charme, códigos de honor y trajes impecables.
‘Un tal La Rocca’ (1961): Belmondo manda
El corso Joseph Damiani se dedicó durante la ocupación alemana al pillaje y la extorsión. Acabada la guerra, fue detenido por colaboracionista y condenado a la guillotina por tres asesinatos. Un indulto le salvó el cuello y cambió la historia del polar. A la salida de prisión, Damiani escribió firmando José Giovanni Le trou, basada en un intento de fuga en el que participó, y fue reclutado para escribir el guión de la adaptación, La evasión, cumbre del cine negro francés, del que él mismo se convertiría en un referente. Su cuarta novela, L’Excomunnié, se convertiría en Un tal La Rocca, ópera prima de Jean Becker, con Belmondo ejerciendo de siciliano desplazado a Marsella para ayudar a un amigo condenado por un crimen que no ha cometido. De paso, se enfrenta al cabecilla local que ha tendido la trampa al amigo, le mata y se queda sus negocios. Una década después, Giovanni dirigiría un remake en color que aquí se tituló El clan de los marselleses, en el que, quizá por influencia de Borsalino, la trama se trasladaba a los años treinta y cuarenta, y en el que aparecía como un fugaz matón Gérard Depardieu, que ya apuntaba maneras y mira dónde ha llegado: hasta la alcaldía de esa Marseille con la que Netflix se apunta ahora al culebrón de corrupción política, último grito de la serie negra.
‘Hasta el último aliento’ (1966): a sangre y fuego
Adaptada de otra novela de Giovanni –de la que Alain Corneau rodó otra versión en 2007–, Hasta el último aliento supuso el encuentro de este con otro maestro del polar, Jean-Pierre Melville. El protagonista, Gu Minda, fiera acosada a quien regala rostro y gestualidad marmóreas el gran Lino Ventura, se basa en un atracador cuyo hit había sido robar un tren que llevaba 180 kilos de oro, y su amante responde al mismo sobrenombre, Manouche, que el del infame Carbone. Minda escapa de la cárcel y se esconde en Marsella, donde prepara un golpe que le ha de proporcionar el dinero necesario para huir a Italia. Por supuesto, el asunto se complica y entran en juego los códigos de honor entre asesinos y la venganza, tradición marsellesa que se remonta al menos hasta los tiempos en que Edmond Dantès maquinó la suya tras los muros del castillo de If. Seca y asfixiante, la película elude, pese a su adscripción al imaginario caballeresco que Melville y Giovanni asocian a algunos criminales, el uso de edulcorantes. En manos del fatalista Melville, los personajes de Giovanni son hombres violentos que habitan el infierno y que mueren como viven, a sangre y fuego.
‘French Connection 2’ (1975): a la caza
Creada en los años cuarenta, la llamada French Connection inundó durante tres décadas Estados Unidos de heroína turca que hacía escala en Marsella. William Friedkin ilustró la sórdida lucha a pie de calle contra ese tráfico en Contra el imperio de la droga, en la que Popeye Doyle, el violento detective encarnado por Gene Hackman, persigue a cualquier precio al enigmático capo Charlier (Fernando Rey). En su fabulosa secuela, la oscura jungla humana que es Nueva York es sustituida por la luminosidad bulliciosa de una Marsella anciana y vitalista, fotografiada como pocas veces y que apenas se había visto en la primera parte. Capturado por su archienemigo, al policía lo convertirán en adicto al jaco del mismo modo que en la secuela de Borsalino sus rivales alcoholizaban al personaje de Delon, Roch Siffredi (sí, de ahí sacó su nombre artístico la inconmensurable estrella italiana del porno). Después, recuperado, se entregará otra vez a la caza. Que, cómo no, culminará en la localización inevitable en cualquier película ambientada en Marsella: el puerto viejo. Ahí es donde acaba una persecución final trepidante y agotadora, literalmente: Frankenheimer, para evitar comparaciones con la canónica secuencia del coche y el tren elevado del original, hizo que fuera a pie.
‘Un profeta’ (2009): la forja de un capo
Desde Carbone, y pasando por la familia Guérini, que dominó el cotarro en los sesenta, la mafia corsa ha tenido siempre un papel preponderante en el crimen organizado marsellés. Corsos eran los gánsteres protagonistas de Los secuaces (Yves Boisset, 1971), historia de guerra de bandas con implicaciones políticas, y corsos son los que controlan la prisión de Brécourt, donde va a parar el jovencísimo Malik El Djebena en esta película torrencial de Jacques Audiard, la mejor muestra francesa de cine carcelario desde La evasión. Solo un breve episodio transcurre en Marsella, pero es capital. El chico hace encargos para el clan aprovechando sus salidas de doce horas. Uno de ellos es viajar en avión a la capital provenzal para negociar con un capo italiano. Será allí, tras superar gracias a la astucia y el azar una situación de vida o muerte con la que culmina su aprendizaje de sangre, donde empezará a cuadrar la forma de dar la vuelta a la tortilla. De pasar de chico de los recados a ser el que tiene la sartén por el mango.
‘Conexión Marsella’ (2014): un héroe contra el crimen
Desde que a mediados de los noventa el escritor Jean-Claude Izzo parió a Fabio Montale, Marsella tiene su Carvalho, más que su Maigret. Pero a falta de una buena adaptación (Delon encarnó a Montale en una serie que no convenció a casi nadie), el gran héroe cinematográfico de la lucha contra el crimen en Marsella es el juez Pierre Michel, que ya lo fue en la vida real en los años setenta. Michel hizo encerrar a setenta traficantes y desmanteló media docena de laboratorios de heroína gestionados por italianos y marselleses antes de ser asesinado en 1981. La película que le ha dedicado Cédric Jiménez con Jean Dujardin de héroe trágico, uno de los mayores éxitos del último cine francés, espectaculariza su enfrentamiento con el padrino marsellés de la época, Tany Zampa. Jiménez, más que del polar patrio, bebe de modelos hollywoodienses y, de entre estos, más que de Friedkin o Frankenheimer, se nutre de Michael Mann y Scorsese. Del primero toma la idea de un único pero clave cara a cara –dialéctico, además– entre cazador y presa. Del segundo, el cocktail musical y la vigorexia narrativa. El cine negro marsellés sigue siendo cine negro americano.