Se estrena T2 Trainspotting, tardía continuación del film que hace más de dos décadas cambió la forma de mostrar en la gran pantalla el uso y el abuso de las drogas duras y de contar la vida del heroinómano. Repasamos la gestación y el legado de aquel nuevo clásico que supuso la mayor sacudida generacional del cine europeo en esos noventa en que lo british, gracias en buena parte a Trainspotting, volvió a estar a la última.
“Elige la vida. Elige un empleo. Elige una carrera. Elige una familia. Elige un televisor grande que te cagas. Elige lavadoras, coches, equipos de compact disc y abrelatas eléctricos”. La voz en off de Mark Renton comienza su torrencial monólogo antisistema mientras le vemos corriendo como el demonio. Tras él, su amigo Spud. Y la poli. Y, de fondo, la salvaje percusión del arranque del Lust for life, de Iggy Pop y Bowie. Decía Cecil B. DeMille que una película tiene que arrancar como un terremoto y luego no dejar de subir de intensidad. Y así arranca y así sigue Trainspotting. “Yo elegí no elegir la vida. Yo elegí otra cosa. ¿Y las razones? No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tienes heroína?”. Ese inicio furibundo con huida a la carrera y la hora y media siguiente, en la que descubrimos que la huida de Renton y su grupo de amigos heroinómanos era hacia ninguna parte, fueron, siguen siendo, un terremoto que sacudió las pantallas y a las audiencias del mundo entero y que le dio la vuelta como un calcetín al cine británico y al cine sobre drogas, a nuestra concepción del cine británico y del cine sobre drogas. Y, de paso, a la cultura pop.
El terremoto aconteció en 1996, pero como pasa siempre con los deslizamientos tectónicos, llevaba años fraguándose. Primero en la mente y después en la pluma de Irvine Welsh, escocés de clase obrera que transitó por el laberinto setenta-ochentero del punk, la heroína y la pequeña delincuencia antes de convertirse en escritor, y que debutó contando como nadie había hecho hasta entonces ese mundo atiborrado de sombras oscurísimas pero también de luces deslumbrantes. Eso es Trainspotting, la novela sobre un grupo de yonquis que puso en órbita a Welsh, un retrato poliédrico, coral, episódico y escrito tal y como suenan las calles y los chutódromos de Edimburgo. Una crónica descarnada, sí, pero también furiosamente vitalista. Terrible en algunos momentos, pero también hilarante en otros.
Ni denuncia ni realismo sucio
El culto a la novela, publicada en 1993, todavía estaba restringido a connaisseurs cuando cayó en manos de Andrew MacDonald, el productor veinteañero que acababa de rematar su primera película, una pequeña perla de humor negro visualmente arrolladora. “Por aquel entonces había vendido dos mil ejemplares en toda Escocia”, dice. El flechazo fue inmediato, y MacDonald se la pasó a los que habían sido sus principales cómplices en Tumba abierta, los también debutantes John Hodge, guionista, y Danny Boyle, director. Ahí estaba la oportunidad de su segundo film. Y de hacer algo distinto a todo lo que el cine había hecho siempre con la heroína, una golosina sórdida y asesina con la que nadie se permitía las licencias que sí podía tomarse al hablar de otras drogas. O eso se suponía. Welsh había sido capaz de mostrar cara y cruz de la experiencia desde dentro, sin vocación didáctica ni distancias moralizantes.
Y eso era precisamente lo que buscaban MacDonald, Hodge y Boyle, alejarse al máximo del modelo deprimente de Yo, Cristina F., del realismo sucio y de denuncia de un Ken Loach. Y, sin esconder las consecuencias terribles de la adicción, el veneno, mostrar también las razones de su éxito, resumidas a la brava en esa comparación entre una corrida y un pico que pasó del libro a la pantalla y de ahí a todas partes: “Toma tu mejor orgasmo, multiplícalo por mil y ni siquiera habrás conseguido acercarte”. Un islote de felicidad en medio de un mundo podrido.
Boyle convenció a Welsh, reticente a vender los derechos de la novela, insistiéndole en que precisamente ese era el enfoque: subjetivo, inmersivo, lejos de cualquier vocación enjuiciadora y de toda tentación de cinéma vérité. Bueno, y prometiéndole al muy futbolero novelista que sus cómplices MacDonald y Hodge eran “los escoceses más importantes desde Kenny Dalglish y Alex Ferguson”.
Un apabullante cóctel visual y sonoro
Trainspotting cuenta la historia de cinco amigos en el deprimido Edimburgo de los ochenta. En la novela, se reparten el protagonismo. En la película, es para Renton, el más reflexivo del grupo. Ewan McGregor, el cuarto miembro del núcleo duro de Tumba abierta, fue el elegido para interpretarlo. Ewen Bremner, que había sido Renton en la adaptación teatral estrenada dos años antes, sería el desmadejado Spud en la gran pantalla. Jonny Lee Miller, para hacer del calculador rubio oxigenado Sick Boy, fue el único no escocés de entre el elenco protagonista. Kevin McKidd debutó encarnando al desdichado Tommy, el último en engancharse y el primero en morir. Y el más veterano, Robert Carlyle, asumió el rol de Begbie, el único que no se convierte en heroinómano, un psicópata que hecha pestes de las drogas ilegales pero que es un peligroso adicto a la bebida, el tabaco y la violencia extrema y gratuita.
A los actores les asesoraron los miembros del Calton Athletic, un equipo de fútbol integrado por exadictos; McGregor perdió doce kilos para interpretar a su personaje y el exreticente Welsh acabó encarnando a un camello. Boyle imprimió un estilo visual colorista, de impacto y repleto de citas visuales, de las películas de los Beatles –o la mítica cubierta de Abbey Road– a los vídeos de los Beastie Boys, de las pinturas de Francis Bacon a La naranja mecánica, con la cual luego se exprimiría una forzada comparación en la agresiva campaña promocional de la película. Las imágenes se completaban, con encaje de precisión scorsesiana, con una paleta sonora en la que desfilaban, entre otros y más o menos cronológicamente, Iggy Pop, Lou Reed, Primal Scream, New Order, Pulp, Elastica, Blur o Sleeper. Un cóctel apabullante.
El abrasivo mensaje del film sobre la felicidad que proporciona el veneno alcanzaba el cénit en la memorable escena onírica en la que Renton, tras vaciar sus intestinos, se sumerge enterito en un inodoro infecto en busca de los supositorios que ha cagado antes de que hicieran efecto y se encuentra buceando en unas aguas cristalinas al ritmo del Deep Blue Day, de Brian Eno. De eso se trata: rodeado de mierda por todas partes, condenado a una vida pestilente en un entorno irrespirable, sea el Edimburgo más marginal o esa casa de apuestas cochambrosa que atesora el peor aseo de Escocia, el jaco suministra un punto de fuga de efectos anestesiantes, casi terapéuticos, aunque la evasión, el buceo, implica volver luego a la misma irrespirable superficie lleno de mierda hasta el cuello.
La joya de la corona
El terremoto sacudió primero Cannes, donde se estrenó fuera de concurso, y concitó entusiasmos entre crítica y público, a la par que encendidas controversias de esas que los polemistas se traen cocinadas de casa. Verbigracia, Bob Dole, candidato republicano a la presidencia norteamericana en 1996, que en campaña, donde todo vale, acusó a Trainspotting de glamourizar la drogadicción, reproche que hizo extensivo a Pulp Fiction, para admitir más tarde no haber visto ninguna de las dos películas.
Pero las polémicas son siempre oro puro para los departamentos de márquetin. Y, en todo caso, el terremoto les pasó por encima. Trainspotting, que había costado tres millones de dólares, recaudó más de setenta y un millones en todo el mundo, convirtiéndose en el estreno del año en Gran Bretaña y en la cuarta película con mayor taquilla de la historia del cine británico. Más allá de Bob Dole, la comparación con Pulp Fiction y la presentación de Danny Boyle como un nuevo Tarantino made in Britain se convirtieron en recurrentes. Y el pelotazo se extendió a la irresistible banda sonora, que se vendió como churros. Al cabo, y a efectos de hype, ese palabro que entonces por aquí nunca habíamos oído y del que ahora no hay manera de escapar, Trainspotting, enmienda a la totalidad de ese cine británico academicista embarrancado en docenas de comedias suavonas y de atildadas adaptaciones literarias de qualité, venía a ser la versión cinematográfica del britpop que atiborraba su pista musical. El espíritu del Swinging London sesentero, ese orgullo pop British patriótico y molón, renacía, o eso se vendió. Cool Britannia, le llamaron esta vez los medios, con la película de Boyle como joya de la corona. La dominación cultural USA podía ponerse a temblar. Hollywood incluido.
Por supuesto, el subidón fue –¿acaso no lo son siempre?– fogonazo, y la película, más isla que clave de bóveda de una nueva industria cinematográfica. Eso sí, influyó hasta en las pasarelas, contribuyendo a popularizar definitivamente los skinny jeans para hombre, y de sus imágenes han bebido desde entonces cineastas como el Guy Ritchie de Lock and Stock o Snatch; Paul McGuigan, que en 1998 debutó versionando otro libro de Welsh, The Acid House, o Nick Love, que en la celebrada The football factory adaptaba el modelo al mundo de los hooligans y copiaba directamente el monólogo de Renton. Hollywood, lejos de temblar, abrió las puertas de par en par a McGregor, nuevo Obi Wan Kenobi, y a Boyle, que, tras recodificar el cine de zombies con 28 días después, ganaría el Oscar con la inenarrable Slumdog Millionaire.
La celebración del veinte aniversario del terremoto fue acompañada el año pasado con el anuncio de la secuela, con todos los miembros del reparto original, incluido McGregor, que ha hecho las paces con Boyle, del que se distanció hace más de tres lustros, cuando el cineasta escogió a DiCaprio para protagonizar La playa. Vuelve a producir MacDonald y Hodge repite igualmente como guionista. La base, esta vez, es Porno, la continuación que Welsh –que después ha escrito también una precuela, Skagboys– publicó en el 2003, aunque desde el principio avisó Boyle de que se tomarían muchas más licencias respecto al libro que en el film original.
Claro que los antiguos trainspotters son ahora cuarentones, como sus intérpretes, y cincuentones los artífices del artefacto, que, por su propia naturaleza derivativa, está inhabilitado para ser en ningún caso el terremoto rompedor que fue el film original. Conviene, por ello, acercarse al cine con cautela y sin esperar demasiado, más allá de un reencuentro con viejos amigos, de una evocadora caja de resonancias de aquella felicidad venenosa que amortiguaba el infierno.