Alejandro Gaviria, el que fuera ministro de Salud del 2012 al 2018 en el gobierno de Juan Manuel Santos, habla en exclusiva para la revista Cáñamo sobre la regulación del cannabis medicinal y su temor al “fanatismo legalista”, la llegada del cannabis recreativo y cómo ve la regulación de la cocaína. Llama a los médicos a ser más protagonistas del debate, y dice que la guerra contra las drogas se ha basado en un uso deliberado y equivocado de la ciencia para disfrazar los prejuicios.
Cuando estábamos haciendo la sesión fotográfica para este artículo, se acercó un joven estudiante de la Universidad de los Andes, donde trabaja Alejandro Gaviria, a decirle que aunque era de un partido político opuesto al gobierno en el que él había sido ministro de Salud, reconocía su gran labor en esta tarea. Cuando le dije al estudiante que había quedado retratado en varias fotos para la revista Cáñamo, la revista de la cultura cannábica más importante de habla hispana, respondió que era mayor de edad, que no tenía problema en salir, pero que si su mamá veía la revista, le iba a decir que no era él. Esta situación resumió la dificultad de apoyar los grandes cambios sociales, de asumirlos familiar y públicamente. Por eso hay que reconocer el valor de Alejandro Gaviria, un personaje que en su paso por el gobierno estuvo detrás de la regulación del cannabis medicinal, la suspensión del embarazo, la eutanasia, la suspensión del glifosato, la regulación de los precios de los medicamentos y otras tantas políticas progresistas.
El Dr. Alejandro Gaviria es de esos hombres que ya empieza a estar más allá del bien y del mal. Con su autoridad académica, técnica y ética, pone a reflexionar al país a cada instante desde su Twitter o con las declaraciones que ofrece. Tiene talante conciliador, pero no se amilana para cantarle la tabla al que le toque, siempre con palabras que por respetuosas no dejan de ser duras. A sus cincuenta y tres años, este ingeniero civil de profesión y economista de formación está ahora dirigiendo el Centro de Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Universidad de los Andes, con el ánimo de promover el debate político y las políticas públicas progresistas, asuntos en los que la guerra contra las drogas es una cuestión transversal insoslayable que afecta a los objetivos de paz, medioambientales, de salud y de lucha contra la pobreza, entre otras cuestiones palpitantes.
Como muestra de la singular personalidad de Alejandro Gaviria, durante esta entrevista, al fijarse en la portada de mi libreta, ilustrada con el logo de ATS y el hashtag #RegulateCocaIN, recordó entre risas haber tenido una igual años atrás: “Durante la reunión de la UNGASS 2016 en Nueva York me regalaron una libreta de esas y yo la llevaba a mis debates en el Congreso, escondiendo un poco la portada…; está llena de apuntes de los debates de esa época sobre el glifosato”. Así de atípico es Alejandro Gaviria, un ministro de Salud llevando una libreta con el hashtag de la campaña “Coca regulada, paz garantizada”.
¿Cómo vivió las drogas en la universidad cuando fue estudiante y cómo llegó a las drogas como objeto de estudio?
Con naturalidad, no tenía una posición política en ese momento. En los años ochenta se hacia la siguiente conexión: si usted consumía estaba alimentando el narcotráfico. Yo fui consumidor recreativo ocasional de cannabis, nomás. Mi interés comienza a crecer cuando llego a Bogotá al año 90, la época dura del narcotráfico, y empiezo a tener un interés académico en el narcotráfico; era el problema del país, el tema de todos los días. Recuerdo las primeras propuestas de legalización de Ernesto Samper desde ANIF. En el año 1993, en el Departamento Nacional de Planeación (DPN), con Carlos Esteban Posada como líder, empezamos a estudiar la economía del crimen y el narcotráfico, la manera en que el narcotráfico había congestionado la justicia, había creado un círculo vicioso de violencia e impunidad, una dinámica de refuerzo mutuo. Estudiando mi doctorado, en el año 95 escribo un primer artículo que se llamó “Rendimientos crecientes y crimen violento: el caso de Colombia”. El artículo dilucida cómo el narcotráfico había convertido a Colombia, en muy poco tiempo, en el país más violento del mundo. El artículo presenta al mismo tiempo una historia empresarial, trata de explicar por qué Colombia pasó a convertirse en el principal exportador de cocaína. Cuenta, asimismo, cómo Medellín pasó de ser un pueblo de costureras que tenía un desarrollo textil a finales de los cincuenta a convertirse en la ciudad más violenta del mundo en los noventa, con cerca de cuatrocientos muertos por cada cien mil habitantes. Llego a Colombia en el 2000 después de mi doctorado y comienzo a trabajar en Fedesarrollo y sigo haciendo trabajo sobre violencia y narcotráfico. Para entonces, ya tenía una opinión formada, y comienzo mi aventura como columnista, como promotor de ideas liberales, de un enfoque distinto a la absurda guerra contra las drogas.
¿Y cómo le fue con esas primeras opiniones?
Sabe que no fueron muy leídas [risas]. La gente no me conocía mucho en esa época, pasaron como de agache; eran percibidas como las opiniones de un académico hablando mierda [risas].
Usted compiló con Daniel Mejía un libro de lectura obligatoria en el ámbito académico, Políticas antidroga en Colombia: éxitos, fracasos y extravíos, que va a cumplir diez años. De ese libro, en qué acertaron, en qué no acertaron y qué faltó.
Nadie me había hecho esa pregunta. Me parece que el libro pudo haber sido más arrojado, más vehemente. Fue un libro inspirado por una idea que hoy en día es poco frecuente en la academia, tratamos de romper la especialización dominante y hacer una publicación desde diferentes perspectivas; participaron abogados, economistas, politólogos, sociólogos, etc. Yo creo que ese enfoque plural es necesario. El libro es heterogéneo, a veces difícil de leer.
De este libro rescato, mirando ahora mi vida en retrospectiva, después de sufrir una enfermedad muy dura, después de haber pensado “bueno me voy a morir y qué putas fue lo que hice”, pues ese libro fue importante, me sirvió para llevar algunas ideas a los debates públicos, para tener más argumentos, por ejemplo, en el debate sobre glifosato. Le explico: usted está en la academia y de un momento lo arrojan a la función pública, a ese mundo un poco loco, a esa jungla que es la política. Yo fui capaz de ser consecuente con las conclusiones y las recomendaciones que traía el libro, demostrar, por ejemplo, que las aspersiones aéreas estaban acabando con la confianza en las instituciones democráticas y exacerbando el conflicto. Era satisfactorio llegar al congreso y que el libro sirviera en el debate público. Eso no le ha pasado a mucha gente; un académico que se la pasa escribiendo y que puede utilizar de manera directa sus investigaciones. He tenido ese privilegio, la coherencia en el tránsito entre la academia y la práctica, entre la reflexión y la acción.
“Tenemos que celebrar las victorias parciales; primero ganamos la batalla de la despenalización, después la del cannabis medicinal, ya vendrán otras. El cambio social es incremental”
Hace poco hablamos de la crisis de la evidencia, es decir, con tanta evidencia del fracaso de la guerra contra las drogas, ¿por qué la gente sigue pensando que el prohibicionismo y la penalización son las herramientas para abordarla?
Es tal vez uno de los temas más interesantes para cualquier persona que se preocupa de las conexiones entre la academia y el diseño de políticas públicas. Hay una frase en el libro de Mark Kleiman que siempre me inquietó. Le preguntan a un funcionario público en Estados Unidos que si cree que la ciencia ha tenido algún impacto en el diseño de las políticas públicas, y él dice: “Sí, la mala ciencia”. Hay un uso deliberado y equivocado de la evidencia: la “ciencia” sirve con frecuencia para disfrazar los prejuicios, para implementar políticas equivocadas. Esa ha sido una constante en la historia de la guerra contra las drogas, el uso oportunista de la evidencia parcial, manipulada. Es lo que estamos viviendo con el debate sobre la dosis mínima; una decisión contraria a cualquier cosa que haya dicho la academia. Este fenómeno nos dice que hay que seguir insistiendo; por ejemplo, el trabajo de ustedes, la experiencia acumulada, la etnografía de todos los días de trabajar con la gente, de estar más cerca de la comunidad, es fundamental. Hay que llevar la evidencia a ciertos sectores de la sociedad. Los médicos tienen que dar un debate mucho más fuerte, por ejemplo, sobre la clasificación en la lista 1 de la marihuana, el éxtasis, el lsd y la psilocibina. No hay evidencia que sustente esa clasificación. Yo creo que los médicos, en general, han sido excesivamente tímidos, en palabras más fuertes: han sido indiferentes; a ellos les toca participar en este debate, mostrar lo que dice la totalidad de la evidencia científica. La bata blanca les confiere mucha credibilidad. Hay una frase que oí hace poco y me gusta repetir: “si uno quiere entender cómo de abierta y tolerante es una sociedad, debe preguntar cómo de abierta es su política de drogas”.
Pero yo tengo una esperanza en el fondo que me da la evidencia y me da la tranquilidad. Y es que hay una alta probabilidad de salir victoriosos de esta transformación.
Vamos a salir victoriosos. Yo no sé si yo [risas], pero vamos a tener ciertas victorias. Tenemos que aprender también como sociedad civil a celebrar las victorias parciales, a celebrar también las contradicciones; primero ganamos la batalla de la despenalización, después el cannabis medicinal, ya vendrán otras. El cambio social es incremental.
Ahora cuénteme la historia del cannabis medicinal. ¿Fue muy complicado estar con la regulación del cannabis medicinal para el cáncer y padecer esta enfermedad? ¿Cómo vivió esa coincidencia?
Sin duda fue una de esas conexiones inquietantes de la vida. Pasó algo muy chistoso. Cuando yo conté el cuento del cannabis medicinal, cuando expliqué que había promovido la regulación y después lo utilicé como enfermo para las náuseas asociadas a la quimioterapia, se generó una gran curiosidad por el tema. Recibí correos electrónicos, mensaje de Twitter preguntándome cómo funciona, dónde lo puedo conseguir. Pero vuelvo al tema del cannabis: no era una de las cosas que yo pensaba hacer cuando entré al Ministerio, no era una de las prioridades; me llegó por casualidad. Empezaron a llegar algunas empresas interesadas en las posibilidades de Colombia, en la gran discrecionalidad regulatoria de la ley 30 de 1986, y decían: “Mire, señor, usted puede hacer una revolución por un decreto”. Y yo dije: “no me había dado cuenta” [risas]. No se necesitaba una ley; pusimos un grupo de gente a trabajar en eso, y sacamos un decreto antes de la ley. Desde el inicio me pareció una historia interesante. Colombia no ha tenido una historia agroindustrial significativa después de las flores. Chile había construido la del durazno, el vino y la manzana; Perú, la historia de la paprika, el esparrago y el brócoli; Brasil y Argentina son potencias agroindustriales, Colombia no. Allí había una oportunidad.
¿Qué le falto a esa regulación?, ¿qué ajustes le haría?
Le cuento qué miedo me da. Hablé con Ethan Nadelmann hace poco y dialogamos sobre las compañías grandes que están llegando a Colombia. Ethan me dijo que al principio son muy abiertas y son sus aliados. Pero una vez comienzan a conquistar el mercado, quieren sacar a todo el mundo, entonces cambian de opinión y empiezan a señalar a las demás. Entonces temo que, en algunos años, las compañías productoras de cannabis medicinal no van a ser aliadas en la lucha contra las dimensiones más aberrantes de la guerra contra las drogas. Solo van a exigir al Estado que garantice su mercado con policías, cámaras y más restricciones, van a exigir que impulsen la persecución a los que estén fuera de esta norma. Le tengo miedo al fanatismo legalista.
¿Cómo vamos a avanzar hacia la regulación del mercado recreativo del cannabis?
La opinión pública va a estar cada vez más a favor; el cannabis medicinal nos está mostrando el modelo de Colombia. Y están surgiendo dos modelos en el mundo, y lo voy a caricaturizar. El modelo de Uruguay, que es más estatizado, y el gringo o canadiense, que se sustenta en el sector privado. A mí me gusta un modelo más mixto. Los modelos privados tienen excesos, en diez años probablemente no vamos a estar preocupados por Big Tabaco, Big Soda sino por Big Weed. Los modelos públicos pueden derivar en corrupción. Siempre hay que hacer un balance entre fallas de mercado y de Estado. En Colombia se necesitan más esfuerzos locales, más respeto a nuestras tradiciones. Pero no creo que Colombia tenga la capacidad para administrar un modelo meramente estatal, como un monopolio, tal y como propuso el gobernador de Antioquia. No creo que sea necesario reproducir para la marihuana un modelo de la Colonia: los estancos del siglo XVIII es una aberración.
¿Qué responsabilidad le cabe a la industria del cannabis medicinal y al gobierno en no haber transmitido de manera adecuada el mensaje del cannabis medicinal y haber provocado el aumento del cannabis recreativo?
Algún tipo de responsabilidad le cabe. No podemos repetir la historia del tabaco, una industria promotora de mentiras, una industria que esconde la evidencia. El tema de la marihuana medicinal transmitió un mensaje implícito de inocuidad y eso no es verdad. Lo estamos viviendo ahora nuevamente con el tabaco: el cigarrillo electrónico les permitió a las tabacaleras usar un argumento médico para impulsar el consumo, para meterlo con toda, están desbordados. Probablemente estamos siendo muy benignos en el cannabis. Ahí tenemos que poner cuidado.
Tenemos que empezar a hablar de abolir el término legalización. Vamos a hablar de una buena regulación. El tema de la regulación pone el debate donde es. Nadie se imagina el mercado de la cocaína en diez o quince años como un mercado abierto. El mercado de la cocaína será seguramente un mercado que deberá tener algunos dispensarios, supervisión médica, mucho control, lo que plantea, a su vez, un debate sobre informalidad y contrabando. Respecto a la regulación del cannabis, por ejemplo, tendremos que debatir sobre publicidad, promoción y patrocinio, ¿vamos a tener advertencias sanitarias? Habrá que advertir que el consumo de cannabis está asociado, por ejemplo, a psicosis en pacientes con enfermedades mentales de base; con problemas de desarrollo cognitivo en adolescentes. Hay cosas que hay que contarle a la sociedad y no ocultarlas.
No me puedo ir sin preguntarle sobre la regulación del mercado recreativo de la cocaína.
Lo veo difícil todavía. Francisco Thoumi dice que la marihuana ha sido domesticada por la sociedad. En cambio, la cocaína, consumida por mucha menos gente, con menos propiedades medicinales, impone un reto distinto. El debate hay que empezar a darlo desde la regulación. Decir, por ejemplo: yo propongo la siguiente regulación, va a ser de la siguiente manera, con fórmula médica, usted tiene que estar inscrito aquí y allá, etc. Pero hay que tener cuidado de no llevar a una regulación tan fuerte que se parezca a la prohibición, generando un mercado paralelo. No es fácil encontrar un punto medio. El tema de la cocaína, cabe señalarlo, es nuestro gran problema. Somos los principales exportadores desde 1978.
¿Qué opinión tiene sobre la política de drogas de Iván Duque?
Él hablaba mucho del caso de Portugal; había escrito columnas. Creo que él sigue pensando como cuando escribió en contra de la guerra contra las drogas, íntimamente no es un prohibicionista, pero la realidad política es otra. Uno comienza a repetir tanto un discurso en el que no cree que termina creyéndolo. Eso le puede estar pasando
¿Pudo leer la política pública de atención al consumo de drogas de Iván Duque?
Leí el documento por encima; no es un gran avance pero tampoco es un gran retroceso. Uno lee el documento y piensa: “no va a pasar nada”. Una inercia, acompañada de cierto discurso prohibicionista, pero la inercia hoy es perjudicial. Veo muy complejo el tema de la fiscalía, muy prohibicionista, muy perjudicial.
¿Y qué opina sobre Federico Gutiérrez y la política de drogas en Medellín, su ciudad natal?
Él responde a la opinión pública. Dice lo que piensa la gente, responde a las demandas sociales que exigen un mayor control. A los padres de familia no les gusta la locura [risas]. No les gusta, con razón, llegar a un parque y ver una olla. Desde nuestro lado, desde quienes promovemos una política distinta, tenemos que encontrar un discurso que le llegue al padre de familia, es ahí donde tenemos que llegar. Es una batalla de largo aliento. El cambio social es incremental, no lo vamos a ganar de un día para otro; esto no es una batalla de un artículo o un seminario. Vamos a envejecer con esta batalla usted y yo: prepárese, hermano, porque es largo. No ponga el escudo en el closet, no guarde la lanza todavía, preparémonos para una batalla larga, porque el cambio se construye poco a poco. Estamos luchando por una sociedad más abierta, tolerante, más respetuosa de la gente y sus derechos.