Esta historia, aunque es puro underground almeriense, empezó exactamente mil quinientos nueve kilómetros al norte de Los Escullos, la minúscula pedanía de Níjar en la que se ubica el Bar de Jo. Allí, en la ciudad de Grenoble, la puerta de los Alpes franceses, nació en 1956 un bebé llamado Joseph Alfred Belle al que, posteriormente, el mundo entero conocería como Jo. O, más bien, El Jo. Aquel pequeño Jo creció en el seno de una familia humilde, en una casa “con sótano que olía a pipí de gato”, junto a su hermana Giselle. Una infancia que ahora camuflaríamos con alguna locución gilipollas, del tipo de “en riesgo de exclusión” o similar, por no decir pobre, que, como viejo, son palabras prohibidas de facto actualmente. El Jo, sin embargo, recuerda aquella dura infancia en el Grenoble de los sesenta como una época feliz de destrozar cosas, de pelearse, de colarse en el cine y de empezar a alucinar con los vehículos de dos ruedas. Las motos van a ser un puntal, el auténtico muro de carga de su vida.
Tras una serie de vicisitudes vitales bastante vistosas, desde escaparse de casa o casarse brevemente con una escultural yugoslava a librarse de la mili; de montar un desguace, conocido como “El Forúnculo de Tignes”, a hacerse portero de discoteca alpina; un condenado día de septiembre de 1989, recorriendo las carreteras de montaña del macizo del Vercors, el Jo se dio un galletón con la moto. Era una Honda Shadow 600, la primera moto nueva que se había comprado en su vida: “La carretera estaba un poco mojada, era una curva a la izquierda, una gran roca a la derecha, el coche que venía de frente bloquea las cuatro ruedas y se me viene encima como una piedra, ¡pluf!, y ya está. Salté como siete u ocho metros y, al caer, diecisiete fracturas del fémur, el tobillo hecho polvo…”. La cosa se agravó con una infección por estafilococo que ha tardado décadas en remitir. Aquel accidente, además de demostrar que el Jo es un héroe y que los moteros se dividen en dos tipos, los que se han caído y los que se van a caer, influyó decisivamente en la vida de varios miles de personas: por suerte para todos nosotros, tras recuperarse milagrosamente de aquel accidente el Jo decidió trasladarse a Almería.
El Cabo de Gata de principios de los noventa se parecía bastante a un paraíso en la tierra. Acababa de ser declarado Parque Natural Marítimo-Terrestre por el gobierno de Felipe González, pero estaba pésimamente comunicado y, por lo tanto, iba muy poquita gente. Más de cincuenta kilómetros de costa mediterránea virgen para cuatro gatos. Como en una película, el Jo aterrizó en aquellas polvorientas ramblas almerienses, entre pitacas, atochas y chumberas, a lomos de la jarlei que se había pillado con la pasta que le dio el seguro. Ya conocía la zona, pero en 1991 se estableció definitivamente por aquí, en los alrededores de San José. El Bar de Jo estaba a punto de nacer.
"No se ha logrado conseguir el testimonio de nadie que haya visto una pelea en el Bar de Jo. La razón es que no las hubo. Hubo, desde luego, algún conato rápidamente sofocado, y situaciones pintorescas al borde de la violencia, pero en las que nunca llegó la sangre al río"
En el principio de los principios, el Bar de Jo no era más que un chambao entre chumberas en el que tomarse una cerveza tras dar un paseíto a caballo. Por las noches, se juntaban el Jo y un grupo creciente de moteros y personajes variopintos a tomar cervezas oyendo rock and roll en una vieja pletina bajo la luna. “Entonces, bueno, fluf, fluf, fluf, uno te trae a un amigo, otro se lo dice a no sé quién; eso es como el escarabajo negro que hace una pelota de mierda y la va rodando, la misma cosa, ja, ja, ja”, recuerda Jo. Entre risas el Bar de Jo empezó a forjar la leyenda de su nombre: un bar escondido sobre una rambla al que era difícil llegar, un bar clandestino en el que los moteros llegaban con sus jarleis hasta la misma barra, un sitio increíble con viejos sillones cubiertos con jarapas y bobinas de cable haciendo las veces de mesas. Como comentó un cliente de aquella primera época: “Llegar al Bar era una puta odisea, aparcabas en la rambla y tirabas andando y luego terminabas bajando por unas cuadras hasta llegar al Bar y flipabas, de pronto aquello era ¡una puta nave espacial llena de malotes salida de la nada!”. Antes de acabar el siglo XX, el Bar de Jo era ya un lugar mágico, que el Jo, y las sucesivas tripulaciones que formaron en la cubierta del Bar, por momentos indistinguible de un barco pirata, fueron ampliando y dando su forma definitiva. Mesas con sombrilla, pequeñas haimas, cama, bañera, esqueletos de motos, huesos de mamut, botas usadas, instrumentos musicales donados por músicos enfebrecidos y todo tipo de parafernalia motera, además, por supuesto, de las múltiples esculturas creadas por el Jo a partir del hierro y la piedra, como sus célebres Guerreros, convertidas ya en parte indisoluble del alucinante paisaje del Cabo de Gata.
El Bar de Jo ya tenía una clientela variada y muy fiel, pero todavía no muy grande, hasta que un buen día del verano de 1997 apareció por el Bar de Jo un inglés con un sombrero de paja y la cara colorada por el sol español. Era el mítico Joe Strummer, carismático líder de los Clash, que se había enamorado de Almería cuando rodó allí la película Straight to hell (Alex Cox, 1987), y que juró amor eterno al Bar de Jo nada más conocerlo. Como nos cuenta su viuda, Lucinda Tait: “El Bar de Jo era el sitio favorito del mundo para Joe. Realmente apreciaba a Jo, podían pasarse toda la noche los dos hablando en franespanglish. Del primero al último de nuestros días de estancia en San José fuimos siempre al Bar. Joe amaba ese Bar y tenía un enorme respeto por Jo por haber creado un sitio tan maravilloso. Para él, estar en el JoBar fue siempre una aventura y disfrutó de cada segundo que pasó allí”. Strummer acudió fiel a su cita con el Bar de Jo desde entonces, confundido como uno más de los devotos clientes de este lugar tan especial. De hecho, departir un rato con “aquel inglés tan majo” sin saber que se trataba de Joe Strummer se acabó convirtiendo, por lo repetido, en una anécdota clásica entre incondicionales del Bar de Jo. Como le ocurrió al médico del Bar, el Doctor Larios: “Con Joe Strummer coincidí bastante al principio sin reconocerlo. En una de esas noches, un amigo de Madrid se acercó y me dijo que si sabía que estaba hablando con el cantante de los Clash, le dije que se equivocaba que era un extranjero muy majete que venía por el Bar, al insistir mi amigo, se lo pregunté directamente a Joe Strummer que me lo confirmó, como yo seguía dudando, me tuvo que cantar un poco del ‘Spanish bombs’ para convencerme y, tras este paréntesis, continuamos con nuestra conversación sobre temas importantes de la vida”.
Cosas normales que ocurrían en el Bar de Jo, como que se presentara de improviso un Grande de España y Jefe de la Casa Real a pasar una noche inolvidable entre jipis y moteros. De la mano de Joe Strummer empezaron a aparecer por el Bar otros iconos, como sus compañeros Mick Jones o Paul Simonon, Bez de los Happy Mondays o el enfant terrible del Arte finisecular, Damien Hirst. En el Bar de Jo celebró Joe Strummer su 50 cumpleaños, que desgraciadamente sería el último, el 21 de agosto de 2002. El Jo le regaló el mechero con la calavera del Bar en relieve que recibían todos los miembros de la Tripulación, enganchado a una larga cadena, “un peta de muchos papeles, como un cañón de la Primera Guerra Mundial” y los inevitables cincuenta chupitos del célebre elixir Tóxico del JoBar. Al final de aquella inolvidable noche, como siempre, Strummer acabó viendo amanecer sobre la costa de los Escullos. Un privilegio maravilloso al alcance de todos los clientes del Bar de Jo.
¿Era el Bar de Jo un bar de porreros?, se estarán preguntando ahora mismo muchos lectores. Pues no exactamente, pero sí. O sea, que también. El Bar de Jo, como buen antro motero, estaba más consagrado a Baco que otra cosa y la celebración etílica siempre fue su santo y seña. No obstante, como buen templo de la libertad bien entendida, las drogas jamás estuvieron proscritas. Escuchemos al propio Jo: “Yo siempre he dicho, ‘tío, en mi Bar puedes hacer lo que quieras, pero siempre sin provocar a los demás y sin molestar a nadie’. Y ya está. Tú te haces lo que quieres, te vas a un rincón y te haces tus cositas, discreto, y ¡voilá! Me acuerdo una noche que había un tío solo en el Bar, a un lado de la barra, pues el tío empieza a hacerse dos líneas encima de la barra. Le veo, voy para allá y le tiro todo al suelo, las líneas y el paracaídas también, ja, ja, ja. Todo tirao. El tío se volvió loco, que era su cumpleaños y que eso valía pasta, y le digo, ‘a mí me da igual lo que te cueste eso, así no’. Es eso, no provocar. Cada uno hace lo que quiere de su vida, se toma lo que quiere, yo lo respeto, pero nada de provocación, con discreción. No hay que hacer una ceremonia cada vez con eso. Yo cuando digo: al Bar, Respeto, es para todo. Con todo el sitio que hay al Bar, tío, te vas a un rincón, a una mesita, y fluf”. Queda bastante clarito, ¿verdad? Pues esa era la norma en el Bar de Jo: cada uno a lo suyo y sin molestar a nadie. Como debe ser.
Otro hito, en mi opinión muy reseñable, del Bar de Jo fue la total ausencia de violencia. Que no es cuestión sencilla en un lugar lleno de gente severamente intoxicada hasta las never de la mañana y más allá. Y mucho menos en un sitio como el Bar de Jo en el que se mezclaban alegremente todo tipo de gentes, tribus y clases sociales. Sin embargo, no se ha logrado conseguir el testimonio de nadie que haya visto una pelea en el Bar de Jo. La razón es que no las hubo. Hubo, desde luego, algún conato rápidamente sofocado, y situaciones pintorescas al borde de la violencia, pero en las que nunca llegó la sangre al río. Pese al aparente caos que se vivía noche tras noche en el Bar de Jo, la cosa estaba bastante controlada. Sin olvidar la recia presencia del propio Jo, de los miembros de la Tripulación y de unos cuantos curtidos moteros, que actuaban como eficaz presencia disuasoria ante cualquier intento de bronca. Como comentaba un cliente ilustre: “Es así, en el Bar planeaba muy claramente una línea de respeto, pensabas ‘aquí no te faltes, aquí te puede caer la del pulpo si te faltas”. Pues no, la gente no se faltaba.
Mención aparte, entre las abundantes anécdotas locas que recorren la historia del Bar de Jo, merece el Batismo. Se trataba de una suerte de bautismo, entre etílico y desquiciado, que se materializaba así: el futuro o la futura bautizada, de rodillas, se ponía un viejo casco del Jo, sobre el casco un grueso madero que servía para cortar los limones y arriba del todo una lata de cerveza, preferentemente Fink Bräu, que fue durante años la única cerveza que se servía en el JoBar. Enfrente, un miembro de la Tripulación enarbolaba un gigantesco mazo de madera con el que espachurraba brutalmente la cerveza del interfecto que quedaba, lógicamente, bendecido si lograba sobrevivir al Batismo. Afortunadamente, no hubo que lamentar desgracias personales. En cualquier caso, por favor, no lo intenten en casa.
Pero el cachondeo, el esparcimiento, el Amor, el rock and roll y la exaltación de la amistad acabaron un mal de día de septiembre de 2017 tras las reiteradas denuncias de una vecina. Les pondré en antecedentes, la vecina de marras era una actriz secundaria española que vivió el culmen de su carrera interpretando a la salaz pescadera de Torrente, el brazo tonto de la ley (Santiago Segura, 1998). La citada actriz, para entendernos, la pescadera de Torrente, un buen día de principios de siglo se compró un cortijo muy cerquita del Bar de Jo. Durante tres o cuatro años fue una clienta fija, entregada y entusiasta cada noche en la barra del Bar de Jo. Pasado ese tiempo, y por causas que todavía casi nadie alcanza a comprender cabalmente, empezó a denunciar al que había sido su Bar favorito. Lo típico, ruidos, molestias… La retahíla habitual. Fueron muchas las denuncias y el asunto empezó a parecerse peligrosamente a una obsesión: conseguir el cierre del Bar de Jo.
Finalmente lo consiguió y el fin de semana del 15, 16 y 17 de septiembre de 2017 el Bar de Jo vivió la que, hasta hoy, ha sido la última fiesta de cierre de la temporada, dejando huérfanas las noches de verano para cientos de personas que viven pendientes de que vuelva a abrir un lugar absolutamente original y único. Se está intentando, claro, pero poner de acuerdo a tres administraciones distintas, Ministerio de Medio Ambiente, Ayuntamiento y Comunidad, es tarea ardua. Ardua pero no imposible. En esas estamos.
EL LIBRO
Esta historia, la increíble historia de la creación, la trayectoria, las mejores noches del Bar de Jo y su malhadado cierre, no podía perderse entre nubes de humo aromático y litros de alcohol, hasta volverse un borroso recuerdo intoxicado del pasado aún reciente. Por eso surgió la iniciativa de hacer un libro: El Bar de Jo (F. Lefer/Martín Bellaco, Los Libros de Mondo Brutto, 2021). El Bar de Jo, ya se lo van imaginando, no fue un bar cualquiera, por eso tampoco podía escribirse cualquier libro sobre el Bar de Jo. Para hacerlo, tomamos como referencia el imprescindible Por favor, mátame (Legs McNeil/Gillian McCain, 1996), una historia oral del punk neoyorquino convertido, desde su publicación, en modelo y referencia en el mundo entero de cómo se hace un libro coral. En lugar de cascarnos una chapa con nuestros floridos recuerdos del Bar de Jo optamos por dar voz a todos sus protagonistas. El esqueleto de la narración son más de cincuenta horas de entrevistas con el propio Jo, en las que se van insertando las intervenciones de hasta ciento cincuenta personas más: prácticamente todos los miembros de la Tripulación del JoBar de las distintas épocas, clientes famosos, clientes asiduos, clientes por accidente, amigos, conocidos, muchos de los músicos que allí actuaron, moteros de todas las partes del mundo y, en general, el cogollo de exiliados en el Cabo de Gata que, noche tras noche, se convirtieron en parte del decorado del Bar. Todo ello ilustrado con más de 600 fotografías en blanco y negro que abarcan todas las etapas del Bar y de la vida de su protagonista, el Jo. Porque el Jo no es una persona cualquiera. Como dice un buen amigo, de Jo y del Bar, “Jo es una persona especial. Ese sitio se llama el Bar de Jo no por casualidad, porque realmente es el Bar de Jo, los demás, al final, somos accesorios. Jo ha sido capaz de juntar alrededor suyo una panoplia de gente de todo tipo. Eso es algo que todavía le rompe los esquemas a gente con la cabeza bien puesta. Me parece que la magia de las personas es lo que ha mantenido este espíritu”.
El libro de El Bar de Jo es un homenaje y, desde luego, la celebración de un lugar único e inimitable. Pero quiere ser también un grito, un postrero intento de llamar la atención de las autoridades para que el Bar de Jo vuelva a abrir sus inexistentes puertas y para que vuelvan a rugir los motores y el rock and roll en el Cabo de Gata. Que buena falta nos hace.