Por pura necesidad
Francisco Nieva nació en 1924 en Valdepeñas bajo el paraguas de una familia burguesa que ejercerá cargos políticos durante la Segunda República. La infancia del futuro escritor transcurre en la localidad manchega, donde tomó clases del poeta Juan Alcaide, amigo de Antonio Machado, quien le imbuye de una sensibilidad poética que sus padres respaldan. Terminada la guerra civil, un Nieva adolescente se traslada a vivir a Ventaquemada, una quinta de Sierra Morena donde pretendían hacer olvidar el republicanismo familiar. Paquito, arrullado por su madre, es un niño con una imaginación desbordante. En aquel ambiente rural sórdido, de carencia y posguerra, fermentará su imaginario, que tendrá resultados en su dramaturgia.
Nieva tuvo una formación multidisciplinar: escribe, pinta, toca el piano e interpreta algunos papeles de teatro. A pesar de haber suspendido dos veces el examen de ingreso a la Academia de Bellas Artes de Madrid, logró entrar como aprendiz de escenógrafo en los estudios cinematográficos de CIFESA. Aquel jovencito solía desayunar café “y una copa de cazalla, que a veces eran dos”. A la vuelta del trabajo regresaba a casa por las trincheras que la guerra había dejado en el paisaje madrileño, donde “algunas fulanas que buscaban obreros […] ofrecían cigarrillos de marihuana”. Acabada su relación con el cine, comienza a ganarse la vida ilustrando periódicos del Movimiento. En la primera posguerra, Alcaide pone a su aventajado alumno en conocimiento del postismo. Nieva toma contacto con Eduardo Chicharro y Carlos Edmundo de Ory, influencias decisivas en su formación.
Siguió cultivando la pintura hasta que un golpe de suerte hizo que un excéntrico médico argentino, deslumbrado por su calidad, le prometiera una beca para viajar a París. Una vez allí, se casa “por pura necesidad” con Genevieve Escande, una mujer bien posicionada que le abre un mundo de contactos artísticos. En la capital francesa conocerá a Roland Barthes, Antonin Artaud, Henri Michaux, Alain Reisnais, André Masson, Jean Genet y George Bataille. Nieva se relaciona con el aburguesado ambiente de la intelectualidad parisina, que le pone en la senda artística de la Bienal de Venecia, ciudad donde pasó largas temporadas y donde conocerá a Allen Ginsberg y Gregory Corso.
El oxígeno del infierno
El escritor lleva en Venecia una vida de desenfreno con “largas y elaboradísimas fiestas de sexo”. Entre borracheras de grappa comparte amantes con Italo Calvino y conoce a Passolini, Ezra Pound y Yukio Mishima. Nieva acabó rompiendo la farsa de su matrimonio de manera brusca y decide regresar a Madrid. Continúan las orgías mientras su labor creativa como dramaturgo crece. En España también participó de la Barcelona nocturna, donde accedió “al paraíso de El Bosco”, como reconoce en sus memorias: “Usando toda clase de adminículos que pudiera brindar un sex shop, con el añadido de porros, perico, poppers y demás. ¡Qué digo! Una botella entera, llena de ácido, que aspirábamos como si fuera el oxígeno del infierno”.
Ya en la capital, entró en contacto con Carlos Bousoño, quien se convirtió en un “entrañable amigo-mentor” que le acerca a Vicente Aleixandre y le postula como académico de la Lengua. En compañía de Antonio Gala y Gabriel Celaya, volvió a tener contacto con Gloria Fuertes, con quien bebe “botellones de vino tinto”. Conoce y trata a los hermanos Panero, al pintor César Manrique, Francisco Brines, José Hierro y Claudio Rodríguez, así como a la órbita de poetas que pululaban por la calle de Velintonia. A principios de los años setenta comienza a ver representados sus propios textos teatrales, a la vez que introduce en España la obra de Ionesco, Beckett o Genet.
Estos son los míos
Su obra, que bebe del esperpento de Valle-Inclán y la fonética de Alfred Jarry, tiene una fuerte personalidad onírica que la convierte en una de las más originales de la dramaturgia universal. La editorial Espasa-Calpe recogió sus Obras completas en la colección de Clásicos Castellanos, corregida en vida por el propio Nieva. Las drogas están presentes en su obra dramática, pero también en su narrativa. Ya en un cuento de juventud de los años cincuenta, titulado Dragón, utiliza para el cuidado de su mascota un “papel de toxina” que “sirve para hacerle dormir” y también puede hacerle beber su propia orina, rica en “adormideras para hacerlo callar”. En su magna Viaje a Pantaélica (1994) “un marino fumaba en una pipa cuyo perfume me pareció muy agradable”. Nieva especifica: “Es tabaco trabado. Se le llama así porque va trabado con hierbas de otra clase muy calmantes, muy resignadas y que sin embargo despabilan”. En el relato Un café súper, el escritor cuenta un episodio con visos de realidad donde unas ancianas se colocan tomando café, ya que manejan un molinillo que su vecina de arriba utiliza para “pulverizar la coca y luego cortarla”, algo que también hace con el hachís.
Como relato de misterio publicó Los mismos, donde sus protagonistas “bebían, fumaban cigarrillos turcos y hasta aspiraban de un kalumet [vapeador] bien cargado de kif”. En el mismo relato, uno de sus personajes reconoce: “Yo me emborrachaba hasta la inconsciencia a cada sesión. Fumaba kif y también me suministraban láudano –un opiáceo de viejos–, y veía desfilar ante mí una interminable comparsa de fantasmas”. En un artículo del año 1986, publicado en ABC, Nieva extrapola en las figuras de Rinconete y Cortadillo algunas opiniones propias acerca de la droga: “Sabed que el vicio tiene mucho de sagrado y que es humano servirse de él”.
En el 2003 firma en La Razón un artículo titulado “La dulzura de la mala vida” recordando su bohemia parisina, donde “el drogadicto se chutaba lo que quería o tenía a su disposición […] ‘Estos son los míos’, me dije por unos instantes”. Pero es en el 2006, con un Nieva ya octogenario, cuando firma un artículo con motivo de los muertos en accidente por desplazamientos en Semana Santa. Allí reconoce que en los años ochenta [cuando él frisaba los sesenta años] “yo era como un chaval y recuerdo un viaje de Madrid a Málaga donde se esnifaba coca cada media hora y se tomaban carajillos en los bares de carretera […] No digo más, sino que, para colmar nuestro delictivo comportamiento, íbamos fumando sin parar, fumando de todo”.
El mago lechuga
"Junto al popper, el hachís, la marihuana y la cocaína, también consumió durante algunas etapas de su vida anfetaminas y barbitúricos. Probó el LSD y el éxtasis y también la heroína, cuyo olor cuando se aspira, quemada sobre papel de plata, describe como “el ano pestífero de Satanás".
Pero es en su obra dramática donde las drogas tienen mayor presencia. El alcohol (champán, aguardiente, vino, cerveza...) está presente en varios de sus títulos y el kif aparece en El maravilloso catarro de Lord Bashaville (1971). En El rayo colgado (1975), uno de los personajes se llama Porrerito (apodo con el que llamará a su amigo y asistente José Pedreira). En Delirio del amor hostil (1978) se cultiva marihuana en la azotea; en El corazón acelerado (1979) se fuma madrágora, y en La señora tártara (1980) se fuma en pipa “violetas de Mongolia porque alucinan y apachorran”. En Catalina del demonio (1991) el personaje de Gallopinto hace referencia al acetato de morfina; en El espectro insaciable (1970) se alude a los alucinógenos y al peyote. En ¡Viva el estupor! (2005) se utiliza un calmante “que tiene opio con alcohol de mandrágora”; en Los mismos (2005) se alude al opio, y en El mago Lechuga (obra escrita para ser representada por los presos de Carabanchel) se tiene el motivo de las drogas como eje principal. En ella, el Tronco y el Lechuga dialogan en tono humorístico sobre su situación, se menciona el caballo “y la mierda fina que había traído de Pakistán”. Se alude al Sputnik, que lleva “cannabis, coca, caballo y aceite de churros”.
En sus Obras completas el autor cuenta como anécdota que su “ayudante [José Pedreira, Porrerito] se fumaba tranquilamente unos porros con otros reclusos en una sala anexa” en las dependencias de la propia cárcel; presos que cumplían condena por delitos de tráfico de drogas. El abanico de sustancias que Nieva trató en su dramaturgia se completa con el ácido lisérgico. Nieva lo advirtió como premisa para encarar la lectura de algunas de sus obras, ya que por entonces convivía “con las experiencias alucinógenas del LSD”, ambiente que dio pie a la escritura de Nosferatu (1975): “Era la época del ácido, y si Nosferatu no está hecho con LSD, también está hecho para jugar con mucha gente que lo tomaba y eran bastante más interesantes que los serios. Nosferatu está concebido en Venecia y en un año que Allen Ginsberg y Gregory Corso andaban por allí, acogidos por Jacques Lebel y Alain Jouffroy, que eran mis amigos”. Sin embargo, para conocer la concepción que Francisco Nieva tenía acerca del mundo del arte y la farándula, habremos de acudir a Salvator Rosa o el artista (1988), de esclarecedor subtítulo. En esta obra, el dramaturgo se identificó con el polifacético creador italiano del siglo xvii, lo que otorga al texto paralelismos autobiográficos.
El ano pestífero de satanás
En torno a los setenta, Nieva reconoce en sus Memorias: “Me acostumbré a fumar hash, y es costumbre que he conservado hasta el día de hoy [2003]”. Más de treinta años de hábito que le ayudaron a indagar en su subconsciente: “Buscaba los orígenes de mi carácter o mis problemas, en una investigación ‘hacia abajo’, hacia lo más hondo de mi ser, y descubría las luminosas vergüenzas, que tanto empeño ha puesto la vida consciente en olvidar”. Junto al popper, el hachís, la marihuana y la cocaína, también consumió durante algunas etapas de su vida anfetaminas y barbitúricos. Nieva probó el LSD y el éxtasis (MDMA), cuyos efectos reconoce en sus memorias que “no estaban nada mal”. También probó la heroína, cuyo olor cuando se aspira, quemada sobre papel de plata, describe como “el ano pestífero de Satanás”.
Nieva recuerda: “A mí me han interesado las drogas, como a tantos de mi generación. […] Es increíble la cantidad de entes, en el mundo de los negocios y del arte, que ‘le pegan’ diariamente a la cocaína”. Su consumo confeso le granjeó la amistad del poeta Eduardo Haro Ibars, a quien dedicó su obra Carlota Balsifinder (1991). Nieva contó alguna de las visitas ocasionales que le hizo el hijo de Haro Tecglen: “Una vez estaba yo en la cama, aquejado de gripe, y en torno a ella hicimos la reunión. Esnifamos, para ‘recuperarme’, lo que se llama ‘una paloma’, una mezcla de perico y de caballo a partes iguales”. Los tratos de aquella amistad los detalla Benito Fernández en Los pasos del caído (2005), la trabajada biografía del poeta, a quien Nieva rendirá un sentido homenaje en el número que Mariano Antolín Rato coordinó para Los cuadernos del norte.
En el 2015 –un año antes de su muerte–, un nonagenario Francisco Nieva participó en la película Droga oral, de Chus Gutiérrez, donde habla sin tapujos sobre las sustancias que consumió. Reconoce que probó de todo, y detalla: “Yo cogía un gramito de cocaína y me lo administraba […] y le sacaba mucho partido”, para rematar recordando: “Todo el mundo lo hacía, hasta las divas”. También confesó que había escrito “cantidad de cosas” bajo los efectos de la marihuana y el hachís. En la entrevista que le dedicó el Ministerio de Cultura en el 2011, sentenció: “Yo era en una época de los grandes yonquis”.