Corría el año 1973 y estudiaba mi segundo curso de químicas. Aquel piso de la calle Córcega lo ocupaban cuatro chicas de diferentes poblaciones, obligadas a residir en Barcelona por estudiar en sus universidades, únicas en Cataluña por aquel entonces. Teóricamente yo residía en otro piso, aunque, en la práctica, hacía vida en aquella casa.
En el pasillo se pintaban pancartas para la “próxima mani”, naturalmente ilegal, y un montón de gente pululaba por allí cual piso franco: músicos, artistas, estudiantes, algún escondido perseguido por motivos políticos y muchos “fantasmas”.
Realmente yo no tenía ninguna intención de fumar hachís. Nunca me lo había planteado. Era cosa de lejías (legionarios) y de unos pocos a los que llamaban hippies, que teóricamente fumaban kifi, no hachís. Yo lo que quería era tomar LSD-25. La llamada contracultura entraba en España de un modo tímido de la mano de autores como Jack Kerouac, con su On the road, Huxley, Ginsberg, Burroughs, Whitman, Bukowski, Miller y algunos cómics de los Freak Brothers (de G. Shelton) o de Robert Crumb, todos americanos. Toda la bibliografía de la época sobre “el hijo de Hofmann” había pasado por mis manos. Contaban maravillas del ácido.
Mis colegas me convencieron para que fumase con el argumento de que era una droga más suave, y que así tendría ya una base psiconauta (término desconocido en la época) para afrontar con éxito el primer viaje “serio”.
Un par de personajes que frecuentaban el piso trapicheaban con “de todo”. Un tal Pedro de la Barceloneta y el Too-much. De este último, del cual se podría escribir un libro entero, obtuvimos mil pesetas o un talego, como lo llamaban. Unos seis euros actuales, pero que entonces era una pasta; valga decir que una cerveza en el bar eran quince pesetas (nueve céntimos).
El hachís era bueno, o al menos así lo recuerdo. Era un libanés rojo. El hachís habitual provenía de Marruecos, era la época de “bajarse al moro”, y podía encontrarse material de todas las calidades, según contactos o amigos. Supe después que Howard Marks pasó por Barcelona por aquellos tiempos. Las pequeñas cantidades de afgano que llegaban a la calle eran delicias cotizadas al alza.
El primer canuto fue a media tarde.
Hacía media hora escasa que el Rafa (yo) había fumado por primera vez junto a otras tres personas, Carmen una de ellas, otro era el Too-much, y no recuerdo el cuarto. Me enseñaron que los canutos siempre se pasaban por la izquierda, normas de buena educación.
Cuando le comenté: “¡No me ha hecho nada!”, nos encontrábamos en la calle. Supongo que la chica se encontraría incómoda o claustrofóbica en el piso y decidió salir a tomar el aire para expansionarse. Me llevó cual mamá cuida de su vástago y me dijo: “Tus ojillos dicen otra cosa. Cuando pasemos frente a un espejo, vas y te miras”. Un poco más allá, un escaparate me devolvió una mirada enrojecida y una sonrisa peculiar. “Las próximas veces ya te irás enterando”, me aseguró Carmen mientras me hacía observar la mayor brillantez de los colores. Creo recordar que paramos en una granja y nos zampamos sendos suizos con bizcochos. Eso sí lo noté: el apetito desmesurado hacia lo dulce.
Al rato, ya en el piso, puso Echoes, de Pink Floyd. Sublime. Nos fumamos otro. Si bien todo era divertido, me desagradaban las risotadas que hacían algunos al fumar. Lo encontraba soez. En cuanto a música, acababa de salir el Brain Salad Surgery, de ELP. Los que nos creíamos en la cresta de la ola casi no seguíamos la música “nacional”, excepto lo que se llamaba canción protesta: Paco Ibáñez, Llach o Pi de la Serra, entre otros. Además, prácticamente nadie dominaba el inglés suficiente como para entender las letras y, los discos, normalmente, no las traducían.
Por último, Carmen me hizo notar la amplificación del sentido del tacto.
A pesar de todo, aquella primera vez sentí una pequeña frustración; digamos que esperaba una droga visionaria, más contundente. Con los años he aprendido que es muy difícil explicar con palabras los estados de ánimo y los efectos provocados por enteógenos. Así, los libros que los explican suelen magnificarlos o entran en numerosos detalles marginales, para intentar una descripción lo más precisa posible, aunque pobre por definición.
Supongo que mi frustración vino por hacer demasiado caso al moralista de Baudelaire.