Transgresión y compromiso, 35 años de música en directo
Entrevista a Daniel Negro, propietario del Harlem Jazz Club
Daniel Negro es un resistente que lleva más 35 años al frente del Harlem Jazz Club, un pequeño templo barcelonés de la música en directo menos comercializada y probablemente el más antiguo de Cataluña con programación ininterrumpida desde su apertura.
El Harlem acoge a artistas consolidados que buscan intimidad con su público y es una estupenda plataforma para incontables músicos que se abren camino. Aunque, según Daniel, la cosa va más bien al revés: “El Harlem existe porque hay músicos que tocan y un público que disfruta de su música. Y en medio estamos unos señores que compran cerveza, la enfrían, la ponen en una copa limpia y la venden aplicándole una plusvalía considerable”. Y es que el jefe de este clásico insustituible de la noche barcelonesa es un tipo humilde, al que le gusta ironizar y definirse como simple “bodeguero”.
¿Quitarte mérito es una forma de rehuir el dilema que supone regentar un negocio cultural, que se abre por pura pasión, pero que para subsistir necesita ser rentable?
Es que yo soy alguien que vende la cerveza tres veces más cara de lo que la compro, ¿eso es un negocio cultural? Una vez me llamaron “agitador cultural” y no me gustó nada, nada. Les dije que si insistían íbamos a acabar a hostias. Podemos llamar “cultural” a esos sitios alternativos, son pocos, pero los hay, llevados por gente con ilusión y capaz de hacer algo absolutamente no comercial. Pero el Harlem, en todo caso, vendría a ser un negocio amable. Porque da la posibilidad a músicos de ganarse la vida exponiendo su proyecto frente al público. Que también hay pocos espacios así.
Orígenes
Aparte de bodeguero, Daniel es un exiliado de la Argentina dictatorial. Poco después del golpe de 1976, pasa sin papeles a Brasil y desde allí consigue viajar a Suecia, donde vive seis años y conoce a Sonja, quien “todavía es mi socia”.
En tu periplo pasas también por la antigua Yugoslavia, ¿cómo acabas en Barcelona?
Venía aquí seguido por cuestiones de amistad y era una ciudad muy atractiva. Ibas por las Ramblas y pasaban tres tíos lanzando volantes [panfletos] y detrás venía la policía corriéndolos a golpes. No había números de identificación personal, ni nada. ¡Imagínate que los pisos se alquilaban hablando con los porteros de cada finca! Era una ciudad maravillosa, especialmente viniendo de Suecia, que es una sociedad muy compleja, que te premia si eres lo que se considera un buen ciudadano, pero que si te apartas ni que sea cinco centímetros, te reprime como cualquier estado fascista. Por eso nos mudamos aquí, donde la presión del estado sí existía, pero no era una carga que los ciudadanos llevaran sobre sus hombros. Primero, nos buscamos la vida abriendo una pizzería, La Bruixa, frente al ateneo libertario del barrio de Sant Andreu. Pretendía ser un bar para ellos y los cuatro progres del barrio, pero se convirtió en un negocio próspero al que venía gente de toda Barcelona. Aguantamos tres años, trabajando como bestias, que no era a lo que habíamos venido.
Aquello os facilitó el dinero para plantearos abrir una sala de conciertos.
“Yo soy alguien que vende la cerveza tres veces más cara de lo que la compro, ¿eso es un negocio cultural?”
Y escogimos Ciutat Vella, porque era el barrio más barato a mediados de los ochenta. De hecho, los barceloneses de bien alardeaban de no bajar más allá de la Plaza Catalunya. Esta era una zona abandonada por todos, salvo por la mano de dios. Había corrupción, drogas... Eran los tiempos del sida y el caballo. Venía un desgraciado con una jeringuilla y amenazaba con pasarle el sida a una panadera para robarle 150 pesetas. Cuando abrimos, nos decían que estábamos locos y esas tonterías. Pero luego, pasamos a estar bien vistos, porque traíamos a un tipo de público que no solía venir por el barrio... cosa sobre la que yo siempre preferí no opinar. Luego, claro, el centro de la ciudad pasó a estar de moda. Igual que en el centro y norte de Europa del que veníamos, donde el centro de las grandes ciudades es siempre el barrio emblemático. En Barcelona no era así, pero creímos que con el tiempo eso cambiaría. Aunque te digo, con el corazón en la mano, que abrimos aquí porque era lo más barato. No hay que colgarse medallas de batallas que no ganaste.
Trangresión
El Harlem Jazz Club abre en 1987, con un jam de músicos callejeros. Por aquel entonces, la ciudad aún no era parada habitual de grandes giras mundiales y disponía de pocos locales de música en directo, aunque los que había devinieron emblemáticos. Estaban las salas originales del Bikini y el Zeleste, esta última junto a la Via Laietana que daría nombre a la Música Laietana, alojando la fusión y el rock progresivo catalanes. También la añorada Cova del Drac, centrada en el jazz de raíz norteamericana y cuya desaparición a principios de los 90 Daniel lamenta que “no pareció importar a nadie”. Y “también había un bar afterhours, L’Eixample, donde acabábamos todos al cerrar, a las 3 o 4 de la mañana. Incluido Tete Montoliu que se ponía a tocar el piano”. Además, desde 1979 existía el Taller de Músics, la escuela pionera de música moderna de Catalunya, cuyo método se oponía al de los conservatorios de clásica porque partía del jazz y el flamenco, y que hoy es popular como el lugar donde estudió la estrella Rosalía. Este centro de enseñanza fue siempre un gran cómplice del Harlem. “Nosotros empezamos a programar jazz con los alumnos y profesores del Taller de Músics” recuerda Daniel.
Eran músicos blancos, ¿porqué le llamasteis Harlem?
“Queda muy bien hablar de los poetas malditos franceses, que bebían absenta y decir que aquello era genial, para luego mirar mal al borracho que tienes al lado. Una de dos, o aquello no era tan sublime o deja tranquilo al borracho, ¡que él sabrá porqué lo hace!”
Sí, es que entonces ¡lo transgresor era que el jazz también lo tocarán blancos! No sé, el nombre fue como una declaración de principios, para recordar un barrio que no era de clase alta, igual que el nuestro, donde sonaba muy buena música. Aunque acarreó sus problemas, porque quienes entonces dominaban aquí el tráfico de heroína eran africanos. Ni ellos ni sus clientes tenían ni idea de jazz, claro, pero más de un político sí creyó ver la conexión peligrosa con un local de música de negros, ¡donde el responsable encima se apellida Negro! [ríe]. Y con lo de “club” también pasaba una cosa divertida y es que la zona estaba llena de clubs de alterne y a veces la gente entraba esperando encontrar otra cosa.
Con el barrio neoyorquino también compartís ser un crisol de culturas. Porque aquí suena jazz, blues y swing, pero también soul, funk, hip hop, música africana, cubana, brasileña, flamenco...
Hay que tener cierto olfato comercial, pero nos gusta programar cosas que estén un paso por delante de lo ya aceptado. Lo hemos hecho siempre. Por ejemplo, aquí sonaba música brasileña antes de que la caipirinha y Carlinhos Brown se pusieran de moda en la ciudad. Mi asignatura pendiente es la rumba catalana, porque me gusta y no merece ser relegada al ámbito de las fiestas mayores.
Entonces, ¿porqué lo calificasteis de Jazz Club?
Por ese concepto americano de un local de dimensiones medias o pequeñas, donde la música está mucho más cerca del público. Nosotros íbamos a todo tipo de conciertos y, en las salas pequeñas, se produce una relación del artista con el público mucho más cercana. En detrimento del gran espectáculo de luces y colores, aquí gana protagonismo la comunicación directa. Muchos músicos me han dicho que se acojonan más que en un gran escenario porque a la que se equivocan un poco la gente lo nota. Aquí se perciben tanto las glorias como las miserias de quien tiene el valor de subir a un escenario. Por otra parte, meter el jazz en nuestro nombre fue porque es una música que se caracteriza por su permeabilidad. Nace en las plantaciones de algodón del sur de EE UU, es el blues, pero también el swing y las grandes orquestas. No hay un concepto cerrado. Gillespie se va de visita a Cuba y vuelve inventando el latin jazz. Astor Piazzola, que era bandeonista de tango, llevó su música mucho más allá al aportarle elementos del jazz, como cuando se juntó con el saxofonista Gerry Mulligan o con el vibrafonista Gary Burton. O Miles Davis, que no tenía ningún prejuicio en tocar un tema de Michael Jackson. Aunque él era especial, siempre por delante. Cuando él empezó a hacer bebop, le decían que eso no era jazz. Hasta que el género arraigó y él pasó a hacer fusión, que los puristas también le decían que no era jazz. Y aquí tenemos el flamenco, que mal que le pese a muchos es una música propia de todo el estado, y ahí tienes las colaboraciones de Paco de Lucía con Al di Meola y John McLaughlin. O al Chano Domínguez con la copla de Martirio. Esa es la idea musical que aquí tuvimos presente desde el primer día. Concebimos el Harlem como un espacio de libertad, transgresión y creatividad, que no estuviese encorsetado en ningún estilo.
Arte y parte
“Aquí se perciben tanto las glorias como las miserias de quien tiene el valor de subir a un escenario”
Han sido centenares de miles los artistas que han tocado en el Harlem. En su escenario se han fogueado artistas luego tan laureados como el combo Ojos de Brujo o el pianista Brad Meldhau. Y bajo sus focos han sudado otros indispensables del jazz como Branford Marsalis, Jerry González y Javier Colina, clásicos de la música catalana como Pi de la Serra o Pau Riba, o del rap nacional como El Chojin. Pero también son habituales muchos músicos quizá poco populares pero reverenciados por los propios profesionales del sector. Y también muchos jóvenes que buscan su oportunidad. Antes de la entrevista, escucho a Daniel charlar con Yereh Yebadi, un adolescente barcelonés que se abre camino como rapero. Comentan los horarios del bolo, el precio de las copas, pero también escucha los sueños del muchacho de cantar en lugares como Argentina o Colombia, le habla de la vida en esos países y hasta le relata cómo al cineasta Fernando Trueba “le robaron un reloj de oro y una cámara en una playa brasileña” por lucirlas entre quienes no tienen nada. Treinta y cinco años después, Daniel sigue tratando a todo el que toca en su sala con la misma dedicación. “Es una cuestión de respeto y buena educación. No idealizo al artista, como en cualquier colectivo hay hijos de puta y grandes personas”. Y lo demuestra cuando en la siguiente pregunta no se vanagloria de los grandes nombres, sino que aprovecha para recordar a amigos que le llegaron al alma.
Haz memoria de bolos en el Harlem que recuerdes con especial cariño.
“Si el consumo de drogas entre músicos parece más habitual es porque en general son gente transgresora, que recurre a ellas para ir más allá”
En nuestros inicios, había un dúo llamado Cadaqués Connection, formado por Joan Fornés i Miquel Ferroni. Eran dos trabajadores de la música que actuaban todos los veranos en ese pueblo costero. Mezclaban lo brasilero con el jazz y, con la gente de vacaciones, era una cosa bárbara. Pero luego aquí eran unos incomprendidos. Cuando terminaban temporada, venían a tocar al Harlem y nos llenaban el bar con los pijos que les conocían de la Costa Brava. Nosotros alucinábamos y estos se mataban de la risa. Eran dos tipos de puta madre. Dijimos ¡esta gente tiene que hacer un disco! Era bastante caro, pero se logró que la Generalitat se implicara, aunque les obligaban a cambiar el nombre por Cadaqués Connexió, en catalán. Vinieron a preguntar qué opinábamos, y yo les dije que lo importante era que el disco se editara. Tristemente, a los dos años de estar abierto el local, se murió Miquel. Y un año después se murió también Joan, pobres. A Quico Pi de la Serra yo lo conocía personalmente y también actuó aquí bastante seguido. Por aquel entonces, el cantautor Albert Pla vivía en casa de Quico y se respetaban mutuamente, así que les propuse tocar juntos. Pla era tremendo, había adelantado a todos los cantautores por la izquierda. De hecho, recuerdo una vez aquí, tomando merca a las cuatro de la mañana, a Sabina diciendo que Pla era el único hijo de puta capaz de hacer una buena canción sobre mierda y sangre de menstruación y que encima le gustaba a la gente [se refiere al éxito “La sequia”]. Total, que aquí tuvimos el primer concierto de Pi de la Serra y Albert Pla. El segundo acabó un tema yéndose para el camerino, así despacito, diciéndole a los músicos que siguieran tocando un rato. También recuerdo a un bajista de Santa Coloma, Josep Pérez, acompañando a un guitarrista americano que vivía en Barcelona, Sean Levitt “El Chano”. El bar estaba repleto de gente y, sin embargo, nunca ha habido tal silencio en el Harlem como cuando tocaron ellos. Levitt no es que improvisara, es que bullía de música. Cuando terminaron, creo que la gente tardó por lo menos tres minutos en aplaudir, ¡de impresionados que estaban! A finales de los noventa, Sean Levitt era el mejor guitarrista vivo de bebop, pero era yonqui. Se llevaba muy bien con mi socia, porque ella tiene un gran corazón. Él venía a pedirle dinero con una receta médica arrugada, pobrecito, diciendo que no era para caballo si no para medicinas. Y ella, pues se dejaba engañar.
Muchos jazzmen han tenido fama de adictos...
Es verdad que durante una época hubo grandes jazzmen consumidores de heroína, pero diría que eso acabó hace tiempo. En todo caso, si el consumo de drogas entre músicos parece más habitual es porque en general son gente transgresora, que recurre a ellas para ir más allá. Y es justo y lógico que así sea. Hay un nexo entre quien busca experimentar sensaciones a través de la ingestión de sustancias y quien gusta de disfrutar de sensaciones con un instrumento musical. No digo que todos los artistas deban tomar drogas. Pero hoy queda muy bien hablar de los poetas malditos franceses, que bebían absenta y decir que aquello era genial, para luego mirar mal al borracho que tienes al lado. Una de dos, o aquello no era tan sublime o deja tranquilo al borracho, ¡que él sabrá porqué lo hace!
Desde que abristeis, el consumo de drogas en público ha cambiado mucho.
Cuando yo llegué aquí en el 78, bajé a tomar un café matinal en un bar de taxistas ¡y todos fumaban porros! Me quedé alucinado, no era cosa solo de jornadas libertarias de la CNT o de fiestas del PSUC. Siempre me resultó muy atractivo de esta sociedad, al menos la catalana, que tiene muy asumidas las drogas como algo normal. Cuando se podía fumar en los locales, en el Harlem nunca pusimos problemas. Casi era peor que la gente fumara los porros en la puerta, porque los vecinos pensaban que si eso se hacía fuera, ¡dentro debía ser Sodoma y Gomorra! [ríe]. Yo toda la vida he tomado y experimentado con drogas. Es normal que las uses si quieres revertir de alguna manera el orden en que estás metido. No es que por fumarte un porro seas el Che Guevara. Pero veo a la policía multar a los chavales, que ya lo hacen hasta por beberte una cerveza en la calle... Y pienso que la sociedad está jodida si no es capaz de integrar la creatividad de los artistas o la necesidad de un adolescente de fumarse un porro o tomarse LSD. Es tan necesaria la música como la marihuana... Yo no voto, pero sería una utopía una lista electoral con gente orgullosa de haber tomado drogas, de haberse emborrachado, de haber participado en orgías y no ser celosos porque no consideran suya a la mujer ni al marido... Luego no les votaría casi nadie, pero yo les diría que conozco una masía abandonada donde podemos montar una fiesta ¡y pasárnoslo pipa!
¿Cómo os han tratado los políticos? Tu local está a dos minutos andando del Ayuntamiento y de la Generalitat.
“La sociedad está jodida si no es capaz de integrar la creatividad de los artistas o la necesidad de un adolescente de fumarse un porro o tomarse LSD. Es tan necesaria la música como la marihuana”
¡Y también de la Catedral! [ríe]. Aunque con la iglesia no hay mala relación, porque hemos montado conciertos en una capilla que hay aquí a la vuelta. ¡Pero te faltarían páginas para hablar de todas las trabas municipales y autonómicas que hemos encontrado! Cuando empezábamos, fui con Lluís Cabrera del Taller de Músics a hablar con el responsable de Cultura de la Generalitat, a pedir apoyo económico para un ciclo de conciertos de jazz, y nos dijo literalmente que ellos solo subvencionaban música culta. Entonces Lluís le contestó, “vale, pero esto nuestro es ‘música oculta’, ¿por una letra nos vas a negar la subvención?” [ríe]. Y a nivel municipal ha sido similar. Desde el distrito nos han llegado a decir que no subvencionan “baretos”, esa fue la palabra. Tiene gracia que en pleno siglo XXI los políticos sigan pensando como en el franquismo, que si tu local está abierto hasta las cuatro de la mañana es pecaminoso y seguro que algo de ilegal tiene, y hacen lo posible para que no exista. Ahora los políticos son gente aburrida, no como en tiempos de los grandes como Jordi Pujol, Pasqual Maragall, inclusive Narcís Serra. Los de ahora parece que nunca pecaron ni se drogaron y creen que los de la noche andamos con cuchillos. No estoy diciendo que no recibamos ninguna ayuda, pero cualquier sala de teatro alternativo con el tamaño del Harlem recibe diez veces más subvención. Y lo digo desde el cariño y el respeto por los teatros. Pero nosotros celebramos 364 conciertos, por hablar del año pasado, en los que participaron más de mil músicos y asistieron unas 40.000 personas. ¡Y como ayuda municipal recibimos la astronómica cifra de 7000 euros! Luego financian a macrofestivales, que amenazan con irse a Madrid, pero como nosotros no podemos irnos, no podemos asustarlos. La diferencia entre un festival y el Harlem es que creen que si hay 40.000 jóvenes juntos en un evento subvencionado por ellos, les acabarán votando. Pero como en el Harlem son cien o 150 personas cada noche y les cuesta mucho ponerse a sumar...
¿Cómo resististeis la pandemia, que fue especialmente dura con negocios como el vuestro?
A quien la pandemia golpeó realmente fue a los más vulnerables, como siempre. Entre ellos, los artistas, no porque sean pobres, sino porque es un colectivo en el que no hay estabilidad laboral. Si de 1100 euros que te sacas tocando aquí y allí, pasas a ganar cero, tienes un problema. Y las administraciones tardaron demasiado en darles ayudas específicas. Yo no podía poner en ERTE a los músicos, porque no eran mis trabajadores. Pero mi principal preocupación fue resolver la situación de los trabajadores del Harlem y, en la medida de lo posible, de los músicos. Hicimos muchísimos conciertos con aforo de 25 personas, en los que por supuesto no cobrábamos nada. Lo que la gente pagaba iba a los artistas. Porque el Harlem es un negocio próspero, ¡hemos enfriado muchos hectolitros de cerveza! Y llevábamos ya treinta y pico años abiertos. Si después de ese tiempo, no tienes un pequeño colchón para ir viviendo... Por eso, me daba mucha vergüenza escuchar declaraciones de salas de conciertos inmensas, donde durante años y años han tenido llenas las actuaciones y las discotecas, decir que con la pandemia su situación era límite. Hubo muchas ayudas para las salas, tampoco para descorchar champán, ¡pero no nos engañemos!
Compromiso
“Tiene gracia que en pleno siglo XXI los políticos sigan pensando como en el franquismo, que si tu local está abierto hasta las cuatro de la mañana es pecaminoso y seguro que algo de ilegal tiene”
Daniel cuenta que “un orgullo inesperado” fue que el Harlem Jazz Club alojara el último concierto antes del confinamiento en Barcelona. Fue uno a favor de las mujeres refugiadas, junto a la ONG Open Arms y la comisión catalana de ayuda al refugiado. Y es que el local suele dar cabida a eventos en pro de la solidaridad con diversas causas sociales. También fue impulsor del Festival de Música Popular de Barcelona - MPB, que ofrecía bolos gratuitos con intención de “dinamizar el barrio y ofrecer algo distinto al circuito comercial habitual”.
Aunque no alardee de ello, Daniel tiene una evidente vena activista. Fue miembro fundador de SOS Racisme, de las primeras ONG antirracistas nacionales. Y con ella, organizó durante años La Festa de la Diversitat junto al puerto de Barcelona, un evento que reivindicaba la diversidad cuando la palabra aún no llenaba la boca de los políticos.
Tú conociste a Nelson Mandela.
Entre el público del Harlem había varios ingleses residentes aquí y un par de sudafricanos y montamos una asociación que se llamaba Acció contra el Apartheid e hicimos algún concierto en solidaridad con la causa. Cuando Mandela sale de la cárcel, viene a Europa a buscar apoyos. Pero siendo negro, expresidiario y considerado aún terrorista, ¡al llegar a Barcelona, no le recibe nadie! Sin embargo, nosotros convencimos al Ayuntamiento de dejarnos montar un acto donde habló él en la plaza Sant Jaume. No vendría más que un centenar de personas, pero luego acabamos todos en el Harlem ¡y yo tuve el honor de darle la mano a Mandela! Al año siguiente, ya recibió el Nobel de la Paz y se le llenó la agenda con instituciones que reclamaban su presencia.
Dime cómo ves a la juventud de ahora. ¿Tu sabes por dónde salen de noche?
En general, y hablo por mis hijas, tratan de ir a eventos gratuitos o muy masivos como las fiestas de la Mercè. O puntualmente a alguna gran gira, de esas de 80 euros la entrada, aunque para permitírselo tienen que pasarse mil horas trabajando en una hamburguesería... No sé donde van, pero ¡cómo se van a divertir los jóvenes en una sociedad dominada por viejos! Que si les dejan divertirse es solo como quieren los viejos que lo hagan. Esa contradicción debería haber generado un movimiento de repulsa. Deberían estar tirando piedras e incendiando cajeros.
¿Contra Franco vivíamos mejor? ¿Crees que lo tienen más difícil ahora?
¡Contra Franco cantábamos mejor! Y sí, lo tienen mucho más difícil. Digamos que el Estado siempre tiene grietas por las que colarse. Pero hoy la represión es más sutil que el poli con porra. Es una represión que nos ha creado necesidades que determinan tu cotidianeidad. Si tú estás pensando en lo que puedes gastar, en el móvil y demás, vas a estar más preocupado porque no te echen del trabajo o aceptarás un trabajo de mierda para ir cubriendo. En este momento, el estado no necesita reprimir como históricamente. Imagínate cómo está la cosa que los ejércitos van en misiones de paz. ¡Tienen tiempo libre, ya no les hace falta dar golpes de estado! [ríe]. Hay dos frases muy ejemplares de cómo han cambiado las cosas. En la transición, tú ibas a un amigo con un problema y él te decía “¡Pasa de todo, tío!”. Ahora vas con el mismo problema y te dice “Bueno, es lo que hay”. Al que pasaba de todo podías tratar de convencerle de hacer la revolución. Pero la resignación que conlleva ese “es lo que hay” es muy triste. Es una aceptación resignada de la opresión. Cuando el estado consigue que el cuerpo social acepte su existencia de mierda como algo bueno, te mataron las ilusiones. No puedes imaginar que haya otra cosa. Que tú puedes ser artífice... ¡inclusive del peor de los errores! Porque siempre es preferible equivocarse que no hacer.
Oye, ¿que perdería Barcelona si cerrara el Harlem?
“El Estado siempre tiene grietas por las que colarse. Pero hoy la represión es más sutil que el poli con porra. Es una represión que nos ha creado necesidades que determinan tu cotidianeidad”
Se perdería la oportunidad de la música en vivo, que es algo cada vez más a contracorriente. También se perdería la oportunidad laboral que aportamos a un colectivo que no nada en la abundancia. Y a mí y a muchos se nos perdería un sitio donde vivimos grandes momentos. Eso es lo peor de que cualquier sitio similar desaparezca. Socialmente, es otro paso atrás. Aunque tampoco sería ningún drama. Es como cuando se muere alguien. Da tristeza, pero la vida sigue. Lo que sí puede pasar es que alguien coja el local y se ponga a hacer karaoke y estriptís, porque una vez averigüé que por permisos es posible. ¡Ya nos lo plantearemos más adelante! [ríe]. En serio, si desapareciéramos, no creo que a la sociedad le importaría mucho. Y francamente, veo más preocupante que he visto desaparecer un río en poco más de veinte años, el Tordera, que durante muchos años era un río de verdad, que incluso se desbordaba, pero ahora ya no existe, nunca lleva agua. Frente a eso o al hecho de que desaparezcan especies de animales, ¡que desaparezca un club de jazz tampoco es gran cosa!
Acabemos dándole la vuelta, ¿porqué debería continuar el Harlem?
Porque es divertido y hay gente que lo necesita. Es una necesidad pequeña, pero nosotros cubrimos la cuota que nos corresponde. Es decir, si mañana se dejasen de recoger las basuras, ¡imagínate la que se armaría! Y si dejase de hacerse música en vivo, no sería tan dramático, pero generaría una sociedad donde poco a poco se elevaría la frustración y la esquizofrenia. ¡La música es algo maravilloso!
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