En el 2005, unos pescadores de una de las islas del archipiélago de Guinea-Bisáu encontraron fardos de cocaína en la playa. No sabían lo que era. Primero se la esparcieron por el cuerpo durante las ceremonias tradicionales. También lo rociaron en sus cosechas, aunque estas se murieron. También la usaron para marcar un campo de fútbol. Cuando descubrieron que se trataba de cocaína y que la podían vender, empezaron a comprar coches y a construir casas. Sus historias llegaron a la prensa, que empezaba a describir la manera en la que este país del África occidental se estaba convirtiendo en un narcoestado.
Guinea-Bisáu tiene apenas dos millones de habitantes y es del tamaño de Cataluña. A principios de la década de los 2000 llegaron los primeros narcos colombianos atraídos por su cercanía (relativa) con el continente americano y por la inestabilidad política que azotaba al país. En un tiempo récord convirtieron a esta excolonia portuguesa en el principal punto de entrada para buena parte de la cocaína que se consume en Europa. Desde que Guinea-Bisáu declaró su independencia de Portugal en 1973, solo ha tenido un presidente capaz de terminar los cinco años de mandato. Su historia durante los últimos cuarenta y nueve años ha estado repleta de guerras civiles y golpes de estado. Es uno de los países más pobres del mundo, se ubica en el lugar 179 del Índice de Desarrollo Humano, en el que están incluidos 187 países. Un setenta por ciento de la población subsiste con un dólar al día.
Nicolás Maduro tilda a todas las acusaciones de narcotráfico en su contra como un invento del gobierno de EE UU para desestabilizarlo. Sin embargo, miembros de su propia familia se vieron implicados en el escándalo de los “narcosobrinos”
A pesar de la miseria reinante, a principios de los 2000, cualquier visitante del país se habría sorprendido al ver la cantidad de vehículos de alta gama que inundaban algunos barrios de la capital, Bisáu. Los propietarios eran colombianos, que se instalaban en hoteles de la capital para supervisar la llegada de cargamentos y su posterior envío hacia Europa. En esos años no había cárcel en el país, según relató el periódico The Guardian en un reportaje publicado en el 2008. La policía tenía un puñado de patrullas, pero sin dinero para gasolina, radio, esposas o teléfonos. Sus trescientos cincuenta kilómetros de costa –y las ochenta y dos islas de su archipiélago– eran vigilados por un solo barco, que encima estaba en mal estado. Los barcos cargados de cocaína zarpaban de Sudamérica y solo viajaban de noche. Al amanecer, se quedaban quietos y cubrían la embarcación con una lona azul, para evitar ser detectados desde el aire. El viaje hasta llegar a las costas de Guinea-Bisáu les llevaba unas cinco noches.
Otra opción era llevarla por aire, dado que las autoridades de Guinea-Bisáu no vigilaban su espacio aéreo. Los aviones salían de Colombia y, tras repostar en Brasil o en Venezuela, cruzaban el Atlántico para aterrizar en alguna de las múltiples pistas clandestinas que quedaban libres durante la guerra civil. O tiraban los paquetes al mar, donde los recogían sus cómplices en lanchas de una gran rapidez. Una vez en tierra, la droga se almacenaba en bodegas, resguardadas por el Ejército y, posteriormente, se enviaban hacia Europa: en barco, a través de España o Portugal, o a través de Marruecos. También utilizan vuelos comerciales, como comprobaron las autoridades holandesas en diciembre del 2006, cuando detuvieron en un mismo avión procedente de Bisáu a treinta y dos mulas.
La Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) estima que el volumen de drogas que transita por el país es de mil ochocientos millones de dólares, aunque cuando el producto llega a Europa ese monto se multiplica por diez. La cifra supera el ingreso nacional del país. La organización lleva décadas trabajando en Guinea-Bisáu y la situación, aparentemente, ha mejorado. Al menos ya no se ven colombianos con coches de lujo, aunque esto también puede deberse a que han adquirido un perfil más bajo. El último informe del UNODC, del 2021, asevera que no tiene claro el papel que ejercen los países del oeste y norte de África en el tránsito de cocaína sudamericana.
Venezuela
El narcoestado más peligroso del mundo, al menos según el gobierno estadounidense, es Venezuela. Según la DEA, desde la década de los noventa opera el llamado cártel de los Soles, compuesto por militares de aquel país (los generales venezolanos llevan dos soles en el uniforme). En la actualidad, es encabezado por el presidente Nicolás Maduro (por quien ofrecen una recompensa de quince millones de dólares) y por el expresidente de la Audiencia Nacional, Diosdado Cabello.
Desde hace al menos dos décadas, Venezuela ha sido utilizada como base para repostar los aviones o para enviar buques con cocaína hacia Estados Unidos o Europa. El origen del cártel de los Soles se remonta a la época de Hugo Chávez, cuando los militares aceptaban sobornos –principalmente, de las FARC– para dejarles operar. Tras la muerte de Pablo Escobar, en 1993, Colombia empezó a perseguir al narco con más interés, y muchos narcos colombianos directamente se mudaron a Venezuela, donde sabían que no serían detenidos y podían obtener pasaportes de aquel país. Poco a poco los militares empezaron a tener un papel más activo en el tráfico de drogas.
El gobierno de Nicolás Maduro tilda a todas las acusaciones de narcotráfico en su contra como un invento del gobierno de Estados Unidos para desestabilizarlo. Sin embargo, miembros de su propia familia se vieron implicados en el escándalo de los “narcosobrinos”. El 10 de diciembre de 2015, la DEA detuvo a dos sobrinos del presidente Maduro en Puerto Príncipe (Haití) mientras intentaban enviar ochocientos kilos de cocaína a Estados Unidos. Los condenaron a dieciséis años de cárcel y, en la sentencia, el juez aseveró que el dinero de la droga estaba destinado a “mantener a su familia en el poder”. No fue un caso aislado. Actualmente, hay en torno a un centenar de miembros y exmiembros del gobierno, las Fuerzas Armadas, la Guardia Nacional y jueces que son señalados por las autoridades estadounidenses por narcotráfico. Algunos tienen una orden de aprehensión y sus cuentas bancarias en el extranjero congeladas.
Una de estas órdenes internacionales de captura se cumplió en España el pasado 12 de abril de 2019, cuando la Policía Nacional detuvo a Hugo, “el Pollo”, Carvajal, quien había sido el director de la Inteligencia Militar venezolana entre el 2004 y el 2014. Carvajal está en la mira de Estados Unidos desde el 2008, acusado de proteger los envíos de droga y de “proveer armas e identificaciones del gobierno venezolano a las FARC”. En el 2014 fue nombrado cónsul en la República Dominicana, aunque nunca llegó a ocupar el cargo, dado que fue arrestado en Aruba. Antes de que le pudieran extraditar, logró fugarse. En el 2019, en una serie de tuits y entrevistas, rompió con el gobierno de Nicolás Maduro, a quien acusó de tener vínculos con los cárteles de la droga.
Carvajal se fugó, aunque fue reaprendido en mayo del año pasado. Se encuentra preso a la espera de su extradición a Estados Unidos. Sus abogados pretenden evitar que esto ocurra pidiendo a la Audiencia Nacional que le abra un proceso por narcotráfico en España. Para ello, según ha publicado la prensa, Carvajal ha proporcionado información sobre los pagos del gobierno venezolano a diversos políticos, como Lula da Silva, José Luis Rodríguez Zapatero, el Movimiento 5 Estrellas en Italia y Podemos. No queda claro si se trata de información veraz o de un intento desesperado para que no lo extraditen a Estados Unidos. Es algo que la justicia tendrá que decidir en los próximos meses.
El primer narcoestado