Los ocho vigilantes del Museo Nacional de Antropología e Historia de la Ciudad de México no olvidarán nunca la Navidad de 1985. Durante la madrugada del 25 de diciembre, unos ladrones se robaron un centenar de piezas mayas del museo sin que nadie les detectara. Como el museo no abría el día de Navidad, los guardias decidieron que esa noche no recorrerían las veintiséis salas y los quince mil metros cuadrados del recinto cada dos horas, como debían hacer. Optaron por quedarse en una sala bebiendo hasta el amanecer para celebrar la Navidad. Fue a las ocho de la mañana, cuando terminó su turno, que descubrieron que alguien había sustraído ciento cuarenta piezas arqueológicas. El robo provocó el pánico de las autoridades mexicanas: las piezas eran de un tamaño pequeño, por lo que podían ser vendidas fácilmente. Además, como se supo posteriormente, ninguna reliquia estaba asegurada. Una de las piezas sustraídas era una vasija de un mono de obsidiana valorado en veinte millones de dólares de la época.
El presidente de México, Miguel de la Madrid, anunció un enorme despliegue para dar con la banda de criminales organizados que, aseguraba, estaban detrás del robo. El museo ofreció una recompensa de dos coma seis millones de dólares para dar con los autores. Al día siguiente, la Policía detuvo a los vigilantes del museo; estaban convencidos de que estaban compinchados con los ladrones. También detuvieron y catearon las propiedades de numerosos coleccionistas de arte prehispánico, convencidos de que el robo había sido planeado minuciosamente por traficantes de arte. Pero ninguna de las piezas aparecía. Y, de hecho, ningún coleccionista –ni los guardias de seguridad– tuvieron nada que ver con el suceso, así que a los pocos días los dejaron libres.
Quienes perpetuaron el robo del siglo no eran sofisticados criminales sino dos jóvenes de veinticinco años, de clase media y que estudiaban Veterinaria en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Se llamaban Carlos Perches y Ramón Sardina. Sus motivaciones no están del todo claras. Algunas fuentes sostienen que formaban parte de una peligrosa red de delincuentes encabezada por una vedete, apodada “la Princesa Yamal” (quien, posteriormente, sería fundamental para la detención de los jóvenes), otros dicen que lo hicieron por dinero o por drogas, mientras que otras fuentes más esotéricas apuntan a que cometieron el robo porque se sentían descendientes de Pakal (un rey maya, cuya ofrenda, de algunas decenas de piezas, fue robada en su totalidad).
"Otras fuentes más esotéricas apuntan a que cometieron el robo porque se sentían descendientes de Pakal (un rey maya, cuya ofrenda, de algunas decenas de piezas, fue robada en su totalidad)"
Las autoridades tardaron cuatro años en encontrar a los responsables, o al menos a uno de ellos, y en recuperar buena parte de las piezas. En su declaración policial, Perches aseguró que durante seis meses previos al robo, visitaron el museo alrededor de cincuenta veces para estudiar las medidas de vigilancia y encontrar la manera ideal de cometer el atraco. La vigilancia era irrisoria: las vitrinas donde estaban expuestas las piezas no tenían alarma. La noche del robo aparcaron un Volkswagen sedán a un costado del museo, saltaron la barda, cruzaron los jardines y entraron al sótano del recinto. Desde allí utilizaron los conductos del aire acondicionado para llegar a las tres salas que robaron. Una vez dentro, no tuvieron demasiados problemas en abrir las vitrinas, guardar las piezas en maletas y llevarlas al asiento trasero del sedán. Tardaron tres horas en sustraer las piezas, entre la una y las cuatro de la mañana. Después se fueron con el botín a casa de los padres de Perches, y guardaron las maletas en el armario de su habitación.
Durante el primer semestre de 1986, de lo único que se hablaba en la prensa mexicana era del robo del siglo. El gobierno había pedido la colaboración de la Interpol para encontrar a los ladrones y vigilaban las subastas y exposiciones por si llegaba a aparecer alguna de las piezas. Sin embargo, ese verano se celebró el Mundial de fútbol en México y el tema se olvidó. No está claro lo que hicieron Perches y Sardina en esos meses. Presuntamente, aprovechaban cuando los padres de Perches salían de casa para sacar las piezas del armario y admirarlas. Hacia 1987 se sabe que residían en Acapulco y que se habían enganchado a la farlopa. De hecho, trabajaban para un narcotraficante llamado José Ramón Serrano, quien vivía con su pareja, una vedete argentina apodada “la Princesa Yamal”.
Perches y Sardina se hicieron muy amigos de Serrano, tanto que le relataron que ellos eran los autores del robo del museo de antropología y, presuntamente, pagaron algunas dosis con piezas robadas. La Princesa Yamal recuerda que vio a Perches y a Sardina con su marido llevando collares que parecían artesanales. “Pero yo no sabía de esas cosas, pensaba que eran artesanías, cosas de los jipis, mariguanadas”, declaró a la revista GQ en el 2018. El propio Perches, con el que tenía cierta confianza, le contó que eran piezas auténticas, aunque no le dijo de dónde venían: “Cosas que ahora valen fortunas, él las usaba, se le rompían, hasta se le llegaron a caer cosas al mar. Era fanático de esas vainas”.
Serrano puso en contacto a Perches y a Sardina con otro narcotraficante, apodado “el Cabo”, quien, presuntamente, les iba ayudar a vender el botín, que estimaban en mil millones de dólares. El Cabo estaba preso en la cárcel de Matamoros, y los jóvenes se trasladaron allí para entrevistarse con él. Posteriormente, los delató para reducir su condena. El 10 de junio de 1989, tres años y medio después del robo del siglo, la Policía detuvo a Carlos Perches y a otras seis personas. En el armario de la casa de sus padres encontraron ciento once de las piezas arqueológicas.
La Princesa Yamal recuerda que la policía la detuvo en su casa y la llevaron a un lugar, junto a los otros detenidos y las piezas robadas, en donde había decenas de fotógrafas. Después de ser retratada por la prensa, la tuvieron incomunicada durante varios días. No la torturaron, pero la amenazaron con hacerlo si no firmaba una declaración en la que asumía su responsabilidad por el robo. Y vio las marcas de las golpizas que tenía su compañera de celda. “Te vamos a hacer lo mismo que a ella, y de todas formas al final vas a firmar”, le decían los policías. Así que finalmente lo hizo, y la condenaron a una pena de dos años y nueve meses de prisión.
Javier Coello, el fiscal que llevó el caso, aseguró en una entrevista en el 2005 que Perches robó las joyas porque “simplemente quería admirarlas” y, posteriormente, se le ocurrió vender alguna. El joven fue condenado a veintidós años de cárcel, pero fue asesinado tras pasar más de una década en prisión. Nunca se supo exactamente cuántas piezas se robaron, dado que el museo, en esos años, no tenía un inventario. Con el paso del tiempo, la Policía fue encontrando algunas de las piezas que faltaban. Sin embargo, a quien nunca encontraron fue al otro ladrón, Ramón Sardina, quien lleva treinta y ocho años prófugo, al igual que diez de las piezas que se robaron. El robo del siglo fue la inspiración del cineasta mexicano Alonso Ruizpalacios para rodar, en 2018, Museo, que obtuvo el Oso de Plata al mejor guion en la Berlinale de ese año.