De saber y poder
Desde la conquista del fuego, las sociedades humanas han invertido grandes cantidades de sangre, sudor y lágrimas para dominar su entorno. El control sobre la realidad social se ha articulado mediante diferentes estrategias de dominación, especialmente, las guerras y el conocimiento, es decir, como dijo el filósofo francés –ahora renovado gracias a la crisis del coronavirus– Michel Foucault, a través de la dialéctica poder-saber. La imbricación entre poder y conocimiento ayuda a explicar la historia de los últimos siglos. Durante la Edad Media, la nobleza disponía del poder de la fuerza y los clérigos del poder del conocimiento. El saber de los eclesiásticos era estratégico para situarse en una posición de privilegio y con él dominar ciertos ámbitos de la esfera social; posición que se vio debilitada con la popularización de la imprenta de Gutenberg a finales del siglo XV. La imprenta, hoy en día una máquina tan cotidiana, representó un punto de inflexión en el proceso de civilización porque arrebató el monopolio del conocimiento al estamento religioso para difundirlo entre las clases seculares. Sin la imprenta no hubiésemos alcanzado el nivel de alfabetización de casi el cien por cien de la población. En otras palabras, gracias a Gutenberg, usted puede leer estas líneas y un servidor puede escribirlas. Poco se reivindica a Gutenberg y su imprenta, cuando representa un invento tan importante para el proceso de civilización como la agricultura, la rueda, la escriptura y la pólvora.
A lo largo de la Edad Moderna, gracias a la difusión por el Viejo Continente de manuscritos y libros de toda índole, la ciencia avanzó a pasos de gigante. O, como dijo Newton, “a hombros de un gigante”, porque el conocimiento acumulado por científicos anteriores a él le permitió, entre otros avances, formular la ley de gravitación universal. La ciencia progresivamente sustituyó a la religión para convertirse en el nuevo dogma de fe. Aunque parece que los procesos de hacer ciencia son objetivos, Foucault nos enseñó que las dinámicas de generación de conocimiento obedecen a una compleja red de relaciones de poder que permiten y catalizan cierto conocimiento e impiden y coartan otra manera de entender el fenómeno. Foucault era contundente: la ciencia no es democrática ni defiende los intereses de la mayoría.
A modo de detalle, recordar que más allá del Foucault filósofo y pensador hay un Foucault activista. El de Poitiers siempre fue un crítico acérrimo tanto de las instituciones penitenciaras como del poder coercitivo. Si ahora, con el recorte de libertades y la acentuación del control social duro, tuviese que escribir Vigilar y castigar (obra capital de su pensamiento, de lectura obligatoria para cualquier persona interesada en ciencias sociales), le saldría un manuscrito que precisaría de diez volúmenes. Entre sus múltiples acciones como activista, una tiene como contexto España, más concretamente, Madrid. En la que fue su única visita a la península Ibérica, Foucault –acompañado de Yves Montand, Jean Lacouture, Regis Debray, Claude Mauriac y el cura Laouze– quería provocar su detención para denunciar la inminente ejecución a garrote vil de cinco jóvenes político-militares a manos de un régimen agónico que, como el alacrán, moriría matando. Ya ven a qué curiosas sinergias te lleva las sendas del activismo para conseguir los objetivos del movimiento colectivo. Foucault –gay, de extrema izquierda y anticlerical a muerte– forjó alianzas con curas en sus antípodas ideológicas, o al menos morales. Tomen nota, amigos y amigas cannábicas.
Foucault y sus colegas querían catalizar una crisis diplomática que de rebote agitase la consciencia de la opinión pública de la comunidad internacional. No fue así. Cuando los intelectuales franceses llegaron a la sala de prensa del Hotel Torre, los gañanes de la brigada político-social, sin mediar palabra alguna, los detuvieron y los facturaron en el siguiente vuelo destino a la Ciudad de la Luz. Estuvieron menos de seis horas en Madrid. No consiguieron ningún conflicto diplomático, bien justo un mísero impacto en la prensa europea. Y, como cabía esperar, fue imposible evitar que cinco días después, el 27 de setiembre de 1975, el régimen asesinara a los cinco jóvenes. Al final fueron fusilados. Pero no piensen que fue gracias a un gesto de cierta misericordia para evitarles la agonía del garrote. No. Fue porque el Estado “solo” disponía de tres verdugos titulares. Estos fueron los últimos ajusticiados hasta la muerte por el franquismo, y por eso Salvador Puig Antich y Georg Michael Welzel (Heinz Ches) fueron los últimos asesinados a garrote el 2 de marzo de 1974. Si tienen curiosidad, y un poco de estómago, no dejen de ver la película dirigida por Basilio Martín Patino de 1977 Queridísimos verdugos, grabada de manera clandestina entre 1970 y 1972, en que hablan los tres verdugos (después de cobrar unos suculentos honorarios) y algunos familiares de personas ejecutadas por estos.
La lógica de las neurociencias
En palabras de Foucault, la ciencia es un régimen de verdad, es decir, establece unos procesos inimpugnables de cómo generar conocimiento. Establece aquello que es verdad y aquello que no lo es, aquello que se puede pensar y aquello que no. Los procesos de la ciencia para mantener la hegemonía del saber-poder son complejos y capilarizan hasta los últimos resortes del conocimiento. En el ámbito de las ciencias de la salud, las técnicas para conocer el cuerpo humano y sus procesos de atención-enfermedad se han vuelto cada vez más tecnocráticas, es decir, el experto domina un conocimiento que los legos no alcanzamos a comprender. Foucault describe estas dinámicas como la retórica experta porque persiguen el objetivo de expulsar de la lógica del saber a las personas afectadas por los procesos expertos.
Entre las múltiples herramientas de que disponen las ciencias de la salud para someter a los cuerpos humanos, las neurociencias se han convertido en el ariete del conocimiento. Si el cerebro es el órgano fetiche para conocer al humano, las neurociencias se transforman en la única metodología válida para conocer por qué los humanos hacemos lo que hacemos. La premisa de las neurociencias es tan simple como aseverar que cualquier variación en la compleja red neuronal de nuestro cerebro afectará a nuestra conducta y a nuestra calidad de vida. La lógica es dar a entender que el cerebro domina nuestra existencia y nosotros mismos somos unos títeres en manos de la complejidad cerebral. No importan ni el contexto ni nuestra capacidad de agencia ni la dimensión cultural del género, entre muchos otros aspectos. Todo obedece a proceso genéticos, biológicos y fisiológicos que el cerebro, a modo de director de orquestra, gestiona de la mejor manera posible. Por tanto, conocer cómo reacciona el cerebro ante ciertos estímulos o prácticas es la piedra angular de las neurociencias. Con esta panoplia conceptual, parece lógico que cualquiera quiera subirse al carro de las neuro.
Neuropsicología, neuroeducación, neurologopedia, neuropsicoanálisis, neurofinanzas, neuromarketing, neuroeconomía, neurocoaching, neurofisioterapia, neuroarquitectura, neuromanagement e, incluso, neurocarisma. Todo este elenco de palabrejas con el prefijo neuro- creo que nos permite afirmar que también deben existir las neuropaparruchas. Lo importante de la lógica de las neurociencias es poner cualquier ámbito de la esfera social bajo el yugo totalitario del cerebro. Solo nos falta por ver neuroantropología, neurohumanidades y neurosociología. Al tiempo.
La neurociencia cannábica
El poder de fagocitación de las neurociencias no ha debajo libre el campo de las drogas, y menos el del cannabis. Las técnicas neurocientíficas son las herramientas predilectas para conocer cómo funcionan las drogas en nuestro cuerpo y cómo opera el cerebro adicto. Queda claro que las publicaciones científicas de los últimos tiempos dan una centralidad sin parangón a las neurociencias. Ellas nos permiten conocer cómo opera el cannabis en el cerebro y cómo esta sustancia secuestra nuestro cerebro a través del infausto problema de la adicción. Los argumentos neurocientíficos no admiten enmienda: las drogas funcionan en el cerebro de una determinada manera y contra esto nada puede hacer la persona consumidora. Las neurociencias de las drogas, aunque podrían funcionar de aliadas de los argumentos de la legalización, en la inmensa mayoría de publicaciones actuales operan de bastión de la prohibición.
Las neurociencias acreditan que las drogas estropean el cerebro. Como los legos no disponemos de las herramientas para rebatir en los mismos términos los argumentos de la ciencia del prohibicionismo, esta se convierte en una verdad incuestionable. Por tanto, debemos estar atentos a los argumentos cargados de verdades neurocientíficas, cuando en el fondo no dejan de ser argumentos prohibicionistas renovados. ¿El cannabis modifica los procesos cerebrales? Obvio. Como cualquier estímulo que procese nuestro cerebro. Otra discusión es la modificación de la estructura cerebral. Las neurociencias acreditan que las drogas modifican nuestro cerebro, pero cuando hablan de daños cerebrales estamos ante unos consumos supersónicos. La razón de las neurociencias no puede constituirse como argumento político para coartar las libertades individuales. Ni que el cannabis dejase el cerebro con unos agujeros como un queso gruyere, las personas debemos mantener nuestras libertades para dar forma a nuestro cerebro. Sin paternalismos escondidos bajo argumentos científicos. Sin relaciones de poder que esconden estrategias de dominación y control social.