La Ley de tráfico, mediante el drogotest, estigmatiza y criminaliza al consumidor de cannabis. No existe ningún criterio fiable para determinar en qué medida la sustancia afecta a la conducción. Y no parece que haya ninguna intención de subsanar el agravio que sufren los fumetas respecto a los bebedores. Lógico. El fumeta al volante, entendido como un peligro público, sirve para reforzar la legitimidad del prohibicionismo ante la opinión pública.
En la historia reciente, el relato del movimiento cannábico ha tendido al optimismo. Ciertos indicios, como la normalización social del cannabis, la extensión de los clubes sociales y la intensa actividad política, hacen pensar que la reforma de las políticas del cannabis está al caer y el día menos pensado la legalización se hará realidad. A pesar de esta situación, el prohibicionismo continúa operando impasible e implacablemente, por ejemplo, endureciendo la Ley sobre seguridad ciudadana, instrucción 2/2013 de la Fiscalía General del Estado, la reciente resolución del Tribunal Supremo o la Ley 6/2015, de 30 de octubre, sobre tráfico, circulación de vehículos a motor y seguridad vial. Diversos agentes sociales han levantado la voz para denunciar la arbitrariedad que supone la Ley de tráfico, aunque en gran medida esta ha pasado desapercibida por una parte importante de la opinión pública. Considero oportuno deslindar el binomio cannabis y conducción, porque solo así podremos evidenciar que la Ley de tráfico representa un andamiaje legal que castiga aún más al fumeta por el simple hecho de serlo.
El drogotest como herramienta de control
Es oportuno que el legislador tome las acciones oportunas para garantizar la seguridad de la población, siempre y cuando se abstenga de vulnerar libertades y derechos fundamentales. Desde que los accidentes de automóvil se convirtieron en una de las principales causas de muerte, las administraciones han invertido multitud de recursos para mejorar la seguridad viaria a través de las campañas de sensibilización, los controles de carretera y el endurecimiento de las sanciones. Poner bajo control al consumidor se conceptualiza como indispensable para reducir la siniestralidad, aunque huelga decir que nunca se nos presenta dato alguno que demuestre su efectividad. A partir del 2010, la Dirección General de Tráfico (DGT) consolidó el drogotest como método para controlar los posibles consumos de drogas entre los conductores. La intención manifiesta era perseguir a quienes ponían en riesgo la seguridad vial después de consumir sustancias psicoactivas. A partir de la reforma del 2014, las fuerzas de seguridad empezaron a sancionar la mera presencia de metabolitos en el organismo, provocando la funesta asociación entre presencia de cannabis con estar incapacitado para conducir.
La pregunta pertinente es: ¿cuáles son los efectos que impiden la conducción? O dicho de otra manera: ¿cuál es el nivel a partir del cual podemos considerar que el sujeto carece de las condiciones adecuadas para ponerse al volante? El drogotest, como bien sabe el lector, no sanciona a las personas imposibilitadas para conducir, sino que castiga aquellas que han decidido emplear determinadas drogas. El cannabis, al tratarse de una sustancia liposoluble, es eliminada lentamente por el organismo, en consecuencia, los metabolitos aún están presentes bastantes días después de consumir. Además, como la DGT dispone de aparatos cada vez más sensibles, es posible detectar un residuo marginal de cannabis; residuo que provoca en el drogotest un resultado positivo, y en consecuencia, las fuerzas de seguridad amonestan al conductor con una multa de mil euros y la retirada de seis puntos del carné. Algunas voces apuntarán que el drogotest es una argucia legal cuya única finalidad es el afán recaudatorio. Carecemos de suficientes evidencias para dar por válida la hipótesis netamente económica. Y, aunque así fuese, creo que debemos analizar un nivel superior, de corte ético y político, para explicar la funcionalidad de sancionar la mera presencia de sustancia.
Si lo que pretenden es mantener la seguridad vial…
La Ley de tráfico representa otro tentáculo legal del prohibicionismo. Este estigmatiza a la persona consumidora porque la conceptualiza como alguien con ciertos déficits, potencialmente problemática e, incluso, una amenaza para la convivencia. En el ámbito de la seguridad vial, el legislador considera que cualquier contacto con las drogas es motivo suficiente para impedir la conducción y sancionarlo. Bien sabemos que las estrategias de control difícilmente modifican las actitudes hacia la sustancia. Si un fumeta habitual sabe que dará positivo en un hipotético drogotest, puede pensar que de perdidos al río y conducir fumado como una coracha, ya que la hipotética sanción será la misma. Entonces sí que pondrá en entredicho la seguridad del tráfico. En ocasiones es peor el remedio que la enfermedad, por ejemplo, cuando un fumeta busca vías alternativas para evitar toparse con un control, aunque esto implique circular por carreteras de tercera o directamente por caminos de cabras; no hace falta decir que este tipo de decisiones son un peligro real de accidente. Nada nuevo bajo el sol prohibicionista, cuya característica definitoria es provocar más daños que los que evita.
Todo esto no quiere decir que estemos negando que los efectos del cannabis alteren el tiempo de reacción, la coordinación perceptivo-motora, la atención, y sean los responsables de algunos accidentes. Estamos apuntando que debe establecerse un baremo fiable para castigar las acciones que ponen en peligro la seguridad vial. ¿Por qué con el alcohol disponemos de un límite a partir del cual consideramos que una persona está incapacitada para conducir pero no tenemos ninguno para el cannabis? A todo el mundo le parece obvio que no es lo mismo conducir después de beberse hasta el agua de los floreros que después de tomarse una cerveza. Quien se sitúa en el primer escenario se expone a la retirada del carné, una fuerte multa e incluso penas de cárcel. Quien se ubica en el segundo puede conducir tranquilo porque en ningún caso será sancionado. Por la misma regla de tres, debemos admitir que es diferente conducir después de fumarse Jamaica entera que después de unas caladas que apenas producen efectos. Es lógico reclamar en un estado social y democrático de derecho que los consumidores de ambas sustancias rindan cuentas ante los controles policiales en las mismas condiciones y garantías. Por tanto, deviene una necesidad discernir las personas imposibilitadas para conducir de aquellas que, aunque estén bajo los efectos del cannabis, no suponen ningún peligro.
En busca del índice fiable
Un artículo científico del 2015 publicado por Grotenhermen y colaboradores considera que la merma de habilidades se produce entre los siete y diez nanogramos de THC por mililitro de sangre. Los resultados de diversas investigaciones apuntan que este número no refleja la complejidad de la dupla cannabis y conducción. El conocimiento actual sobre la cuestión apunta tres aspectos que deben estudiarse si queremos establecer un criterio objetivo y fiable.
El primero, el cannabis, a diferencia del alcohol, no provocan ni baja percepción de riesgo ni temeridad al volante. Los estudios con simuladores de conducción apuntan que los conductores fumados son conscientes de la merma de sus capacidades, asumen menos riesgos, conducen con suma cautela y en ningún caso realizan prácticas irreflexivas. Aunque estén colocados, incluso intensamente, una proporción de fumetas mantiene la noción de seguridad en todo momento. Infinidad de investigaciones apuntan que es más peligroso conducir borracho que fumado, conclusión a la cual el sentido común llegó hace décadas.
El segundo aspecto es el ritmo en que cada persona metaboliza el cannabis. Algunas, a pesar de fumar intensamente y presentar una concentración alta de THC en sangre, pueden experimentar unos efectos suaves que les permiten mantener unas capacidades cognitivas óptimas para conducir. Otras, aunque fumen pequeñas cantidades y presenten una concentración mínima de principio activo en sangre, experimentan potentes efectos con el consecuente deterioro psíquico y psicomotor, que las invalida para conducir.
El tercero: hay que dar cuenta del índice de psicoactividad, es decir, la ratio entre THC y CBD (y de bien seguro entre otros cannabinoides). Un fumeta puede presentar unos niveles altísimos de THC en sangre pero sin estar colocado, porque el CBD aplaca la psicoactividad del THC. En consecuencia, las facultades mentales se mantienen intactas y la conducción se desempeña con normalidad.
Estos tres elementos suponen un quebradero de cabeza a la hora de establecer un criterio objetivo. Colorado y Washington han marcado el límite en cinco nanogramos de THC por mililitro de sangre, pero diversas voces apuntan, otra vez más, que este criterio es una arbitrariedad. Por tanto, la única solución para alcanzar un baremo fiable es investigar en profundidad las múltiples variables que condicionan la intensidad de los efectos del cannabis. Tal vez esta sea la mejor estrategia. Pero establecer un criterio objetivo deviene una quimera mientras el prohibicionismo sea hegemónico y las drogas funcionen como chivo expiatorio. Cabe recordar que el culpable de cualquier accidente siempre es el conductor que da positivo, sin que se permita plantear un escenario alternativo que evalúe objetivamente el siniestro. Además, el pasado 22 de febrero el Tribunal Constitucional dio la razón a la DGT y desestimó un recurso de inconstitucionalidad de los artículos referidos a las drogas de la Ley de tráfico. Esta resolución da portazo a cualquier intento de implementar un índice objetivo que permita discernir los consumidores aptos de aquellos mermados. Solo una revolución copernicana en el ámbito de las políticas de drogas pondrá punto y final a la sinrazón que supone la continua estigmatización del fumeta.