27 de septiembre de 1962. Al día siguiente de aterrizar en el Aeropuerto Central de México, el suizo Albert Hofmann (1906-2008), padre del LSD y su esposa Anita Guanella (¿1913?-2007) embarcaban en un Land Rover que, atravesando la serranía sur del México profundo, les conduciría hasta la región mazateca en el estado de Oaxaca. ¿El objetivo? Identificar una planta conocida como María Pastora o Ska y que era utilizada por los nativos como alucinógeno. Guiaba la expedición alguien que conocía muy bien aquella zona: el norteamericano Robert G. Wasson (1898-1986) quien, siete años antes, descubriera al resto del mundo civilizado el uso del teonanacatl u hongo alucinógeno mexicano y se convirtiera así en uno de los primeros divulgadores de la etnobotánica, que es como se ha dado en la llamar la disciplina que estudia la relación del hombre con aquellas plantas que inducen estados alterados de conciencia.
Integraba el grupo la profesora Irmgard Johnson-Weitlaner (1914-2011) quien dedicara su vida al estudio de la artesanía textil mexicana. Irmgard era viuda del malogrado antropólogo Jean B. Johnson (1915-1944) auténtico pionero de la etnobotánica. Ambos fueron los primeros extranjeros que participaron en las herméticas ceremonias donde los hongos psilocybe o la planta Salvia divinorum (conocida como hierba maría), son dispensados por los chamanes mazatecos como pasaporte que facilita el contacto con lo invisible.
Partiendo desde México D.F., el Land Rover atravesó la bella ciudad de Puebla hasta llegar al valle de Orizaba (estado de Veracruz). Luego, cruzaría en balsa el Papaloapán o río de las mariposas que, desde el Golfo de México, penetra en la serranía de Oaxaca desembocando en el primero de sus pueblos: San Felipe Jalapa de Díaz. Allí fueron recibidos por un alcalde a quien Wasson le mostró los documentos rubricados por los estamentos del gobierno certificando el objetivo científico de su viaje. Para alguien que no sabía leer, fue suficiente contemplar los membretes oficiales para recibir a la comitiva y proporcionarle el mejor lugar disponible para pasar la noche: una amplia choza que servía de granero.
A la mañana siguiente, el grupo expedicionario, guiado por tres nativos, iniciaría su periplo cabalgando en mulas durante varios días. En su itinerario, dejaron atrás los poblados de Ayautla, y San Miguel de Huautla hasta llegar a Río Santiago. Allí les esperaba doña Herlinda Martínez Cid, una maestra de Huautla de Jiménez “el pueblo de los hongos alucinógenos”, que, invitada por Wasson, les serviría no sólo de intérprete (aún hoy muchos mazatecos no hablan español), sino también de contacto con los chamanes y curanderas de la zona. Finalmente, la expedición alcanzó su meta: la pequeña localidad de San José Tenango.
Bienvenidos a San José Tenango
“Situado en un valle profundo –escribe Albert Hofmann en su diario de viaje-; un poblado en medio de vegetación tropical, con naranjos, limoneros y platanares. Aquí, de nuevo el típico cuadro de pueblo: en el centro una plaza de mercado con una iglesia semiderruida de la época colonial, dos o tres tabernas, una tienda de ramos generales y cobertizos para caballos y mulas. En la ladera del monte descubrimos en la densa selva virgen una fuente, cuya hermosa agua fresca invitaba a bañarse en una piscina natural en las rocas. Fue un goce inolvidable, después de tantos días sin poder lavarnos con comodidad”.
A través de doña Herlinda, los investigadores se entrevistaron con varios chamanes, pero todos ellos se mostraron esquivos. Ofreciendo evasivas, ninguno quiso facilitar información concreta referente a dónde podía encontrarse la planta María Pastora y, mucho menos, permitirles participar en una ceremonia. Hubo que esperar a la exhibición del primer billete de cincuenta pesos, a cambio de una cesta de hojas de María Pastora, para que los forasteros dejaran de ser percibidos como gente extraña…
Fue así como los investigadores lograron las primeras muestras de una planta de grandes hojas ovales de color verde y flores azuladas que serían posteriormente analizadas en el Instituto Botánico de la Universidad de Harvard en Cambridge (Estados Unidos). Los botánicos Carl C. Epling (1894-1968) y Carlos D. Játiva (1934-) las identificaron plenamente y por vez primera como una variedad, hasta entonces no conocida, del género salvia, bautizando la planta como salvia divinorum.
Trituradas las hojas secas en un metate o mortero facilitado por una niña, Hofmann extrajo el jugo, que diluyó en alcohol como conservante, para su posterior análisis a su regreso a Basilea (Suiza). Sin embargo, el compuesto químico resulta tan inestable que, cuando llegó a Suiza, en un autoensayo realizado por el propio Hofmann, ya había disipado todo su potencial psicoactivo.
El 9 de octubre, los investigadores, desalentados ante la imposibilidad de participar en una ceremonia chamánica, preparaban su equipaje para abandonar San José Tenango. Apareció entonces un familiar lejano de doña Herlinda, Roberto Carrera, quien se ofrece a brindarles ayuda. Pero debían ser lo más discretos posible. Así lo relata el propio Hofmann: “Un hombre de confianza de la parentela de Herlinda, que había promovido este contacto, nos llevó al caer la noche por un sendero secreto a la choza de la curandera, situada más arriba del poblado, en la ladera de la montaña. Nadie del pueblo debía vernos o enterarse de que éramos recibidos en esa choza solitaria. Evidentemente se consideraba una traición punible hacer participar a extraños de los usos y costumbres sagrados. Ése debe de haber sido el verdadero motivo por el que los demás curanderos se habían negado a permitirnos el acceso a una ceremonia con las hojas de María Pastora”.
Hubo que esperar hasta la despedida del sol para sumergirse entre las sombras de la flora silvestre y el eco de los cantos de pájaros y ladridos de perros. Sigilosamente, los miembros de la expedición fueron guiados por aquel hombre a través del sendero que ascendía hasta lo alto de una colina cuya silueta se desdibujaba en la negra noche. Allí, en una solitaria choza de madera y tejado a dos aguas de paja, les aguardaba la protagonista de nuestra historia…
Una ceremonia secreta
Descalza, ataviada con la típica blusa blanca o huipil con motivos bordados, les recibió Consuelo García. Consuelo es descrita por Wasson como una mujer vigorosa y de buena apariencia, que debía rondar entre los treinta y cinco y cuarenta años (en internet, un error en la transcripción de las fuentes originales convierte a Consuelo en una mujer de ochenta y cinco años). Nada más entrar los forasteros, la mujer cerró con escrupuloso celo el portal de la choza apalancándola con gruesos troncos de madera. Ningún vecino debía enterarse de lo que iba a ocurrir allí aquella noche…
Consuelo no hablaba castellano, por lo que la maestra doña Herlinda tuvo que servir de traductora de mazateco. Siguiendo sus indicaciones, los cuatro extranjeros se tendieron en un rincón sobre unas esteras en el frío suelo arcilloso. Frente a ellos, en el centro de la humilde estancia, una mesa desplegaba imágenes y estampas de santoral católico con aureola prestada por la vacilante luz de una vela. Con parsimonia casi litúrgica, la chamana encendió un recipiente de copal, una resina, presente en cualquier ceremonia mazateca, que desprende un denso manto aromático en forma de nube blanca que envolvió a los presentes como lo hiciera antes con otros hombres, para otros dioses y en otro tiempo… Seguidamente, Consuelo preguntó quiénes de ellos iban a participar aquella noche.
Wasson fue el primer en levantar su mano mientras el padre del LSD, que había esperado impaciente a que llegara el anhelado momento, tuvo que reprimirse: las duras jornadas cabalgando en mula y la mala alimentación le habían hecho mella provocándole un fuerte dolor estomacal. Así que tuvo que delegar el “viaje” en su esposa Anita.
La chamana repartió seis pares de hojas para ella, otras cinco o seis para Wasson y tres para Anita. En un metate machacó las verdes hojas. Luego, añadió agua y filtró el jugo través de un colador que fue dispensando en vasos, para ahumarlos a continuación en la densa niebla del copal. Consuelo preguntó a los asistentes si creían en el carácter sagrado de aquella ceremonia. Una vez que asintieron, Wasson y Anita recibieron los vasos y bebieron el líquido amargo, mientras de telón de fondo resonaba un sonsonete de cánticos y oraciones en mazateco.
La hierba de los dioses
El viaje con María Pastora
Transcurrieron unos veinte minutos antes de que los psiconautas se sumergieran en un estado en el que acariciarían esa otra realidad con la que los nativos mazatecos llevan siglos conviviendo. Anita susurró al oído de Albert cómo en la penumbra sus ojos percibían extrañas formaciones que se perfilaban entre bordes aclarados. Dos días después, estando en Huautla de Jiménez, Hofmann tendría ocasión de “recuperar” su experiencia ingiriendo el jugo de cinco pares de hojas que recibió de manos de María Sabina: “A consecuencia de los efectos me encontré en un estado de hipersensibilidad y de un experimentar con intensidad las cosas, pero sin que estuviera acompañado de alucinaciones”.
Wasson, que era la segunda ocasión que experimentaba los efectos de la salvia después de haberla consumido un año antes en una ceremonia presidida por la curandera María Sebastiana Carrera, relata así el episodio: “El efecto de las hojas apareció tan pronto como en el caso de los hongos, aunque fue menos dramático, y duró menos tiempo. No hubo la menor duda acerca del efecto, pero éste no fue más allá de las sensaciones iniciales que se obtienen con los hongos, colores danzantes en elaborados diseños tridimensionales. Tal vez una dosis mayor hubiera producido mayor efecto, no lo sé”.
En esta ocasión, Wasson quiso saber cómo se encontraba su hija Masha, cuyo delicado embarazo había obligado a su ingreso en un hospital en Nueva York. A través de las “visiones” facilitadas por la María Pastora –o más probablemente aplicando el sentido común que exige tranquilizar a una persona cuando está realmente preocupada–, Consuelo respondió que su hija y el futuro niño se encontraban bien. Mientras, fuera de la pequeña barraca, se desataba una tormenta… A la mañana siguiente, después de una “noche llena de aventuras”, Wasson, Irmgard, Hofmann y Anita se despidieron de San José Tenango.
Regreso a San José Tenango
El libro La historia del LSD (1979) de Albert Hofmann, donde se relata esta primera incursión de un grupo de personas de ciencia en la búsqueda de la planta María Pastora, se había convertido en la guía de viaje durante mi estancia por la región mazateca, al norte del estado mexicano de Oaxaca. Al margen de experimentar in situ los efectos de la María Pastora o Salvia divinorum, mi objetivo era buscar datos acerca de Consuelo García –cuyo nombre real es Consuelo Allende–, la primera chamana en dispensar esta planta nada menos que a quien fuera padre del LSD. Partiendo desde Oaxaca hasta Huautla de Jiménez, ya no es necesario cabalgar en mula para recorrer los veintisiete kilómetros que separan esta localidad de San José Tenango. Una hora y cuarto serpenteando por una carretera, ahora pavimentada pero tachonada de baches, nos sumerge en el verde y frondoso valle donde se esconde San José Tenango.
Aunque es una localidad pequeña que apenas supera los mil habitantes, el bullicio cabalga en San José Tenango desde primeras horas de la mañana, como si todos sus vecinos recibieran la orden de salir de sus casas y transitar por sus calles. Ni siquiera la presencia del único extranjero, en un lugar no acostumbrado a las visitas, interrumpe una cotidianidad automatizada por cada uno de sus habitantes. Para la señora que despliega los toldos de su comercio de frutas, la madre que acompaña a su pequeña al colegio o el trabajador que amasa las tortas de maíz desde madrugada, el forastero se torna completamente invisible. Sólo una anciana, ataviada con su colorido huipil, le rehúye amablemente cuando con gestos le pregunta si puede posar para su cámara. Su respuesta ininteligible justifica una vieja superstición indígena: las fotografías roban el alma.
San José Tenango
En busca de la mujer noble
Preguntando entre la amable gente, conseguimos averiguar el lugar donde todavía se alza la humilde vivienda que habitara doña Consuelo, hoy rehabilitada casona que se encuentra en pleno centro de San José Tenango. Nos informan que hoy reside en ella uno de sus nietos. Cuando preguntamos por él, su esposa nos indica que ha salido a cazar serpientes y que regresaría en un par de horas, cerca del mediodía. Así que, agotado el paseo arriba y abajo por la única calle que atraviesa la localidad, hacemos tiempo ascendiendo por las agrestes arterias que se ramifican desde el pueblo y se disuelven en las lomas de la serranía.
Es la hora de la comida cuando preguntamos de nuevo por el nieto de doña Consuelo. Marcos Dávila me recibe amablemente, como si nuestra visita no significara ninguna sorpresa. Nos sentamos a “platicar” en la mesa, mientras su esposa sirve dos humeantes platos de higadillos de pollo: uno para su marido y otro para el agotado reportero. Preguntado por su abuela, Marcos Dávila no recuerda la visita que le realizara Hofmann –que tuvo lugar un año después de que éste naciera–; aunque sí escuchó de la visita de unos “forasteros” llegados de Europa que habían llegado en avión hasta México. En aquel entonces, la población de San José Tenango era tan humilde que atribuía el invento del avión al Espíritu Santo.
Marcos nos cuenta que su abuela era “partera” y que utilizaba plantas medicinales para curar a los enfermos que le pedían consejo. “De mi abuela recuerdo que sabía preparar muchos tipos de, llamémosle brebajes, para calmar la calentura, los sarpullidos, la diarrea, la disentería… Ella preparaba todo eso antes. Lo más que me acuerdo de ella es que practicaba los baños del temazcal, era muy famosa por eso; la gente que padecía de frialdad o de reuma, acudía a ella. Y a lo más que se abocó fue de partera, era muy famosa en eso, porque incluso a los médicos y los doctores que practicaban eso les ayudaba… o cuando un médico no podía o no había medios para trasladar una persona a Oaxaca… o cuando había que hacerle una cesárea, ella si podía acomodarlo (al bebé) para que naciera como deben nacer los bebés, de cabeza”.
Junto a las prácticas curanderas, en una época en que el sistema sanitario no alcanzaba a atender a la población de las pequeñas aldeas que se dispersan por la serranía mazateca, doña Consuelo también utilizaba los hongos y otras plantas alucinógenas. Así lo recuerda su nieto: “En un tiempo, cuando era más joven, sí, trabajó con los honguitos en temporada, cada año, sí. Hacía limpias, curaciones. La mera verdad hasta donde recuerdo, es que ella quemaba velitas y ahí decía ciertas cosas que cuando yo era niño ni les entendía; serían sus plegarias me imagino. Y ella me decía: ‘Acércate hijo, acércate, para que un día hagas tú también este trabajo, que es noble, para ayudar al prójimo’, pero a mí no se me quedó pues, todas estas cosas y no las practico. Pero sí me acuerdo muy bien que primero se encomendaba a Dios todopoderoso”.