En septiembre del 2017, en la pequeña localidad de San Bartolomé Actopan, en el municipio de Temascalapa, situado al noreste del Estado de México, fue hallado el cadáver del cineasta mexicano Carlos Muñoz Portal, de treinta y siete años. Su cuerpo apareció baleado en el interior de un vehículo, que fue encontrado entre los cactus que abundan en la zona, lo que sugiere que la víctima fue objeto de una persecución antes de ser acribillado. Muñoz desempeñaba labores de freelancer, por lo que se encontraba realizando tomas fotográficas de los futuros escenarios en los que se filmaría la cuarta temporada de la serie Narcos, que emite Netflix. Su labor como gerente de localizaciones había recibido el reconocimiento de Hollywood, habiendo trabajado para directores como Mel Gibson en el rodaje de Apocalypto (2006) o Tony Scott en Man on fire (2004), que protagoniza Denzel Washington. Gracias a él fueron grabadas también las escenas que ambientan 007 Spectre (2015), la última entrega cinematográfica de James Bond. Muy probablemente, su crimen permanezca sin esclarecer, ya que los investigadores no han localizado testigos y, si los hubiera, la omertá o código del silencio se impone en aquellas zonas donde los narcos imponen su ley. Y es que Carlos Muñoz había cometido una imprudencia: viajar en solitario y armado con una cámara, siempre incómoda para los lugareños que tienen algo que ocultar en los parajes más peligrosos del México profundo…
Bienvenidos al México profundo
“Es probable que aquí veas llegar a algunos narcos, así que te aconsejo que bajes la cámara”. Es la advertencia del sacerdote de un templo a la Santa Muerte que, en el patio trasero de la humilde vivienda de una colonia residencial, va a oficiar su primera ceremonia de inauguración. En el altar que se eleva sobre una tarima, un colorido lienzo barroco de flores y ofrendas se despliega para abrigar varias efigies de La Flaca, la Santa Niña, la Hermana Blanca o la Comadre, que es como también se conoce a la Santa Muerte, la virgen a la que se rinde culto en el México profundo. Su imagen, a ojos del forastero intruso en estos lares, no puede resultar menos escatológica: una calavera de pérfida sonrisa ataviada con el mismo manto que viste la virgen católica, a veces engalanada como si fuera una novia, en cuyas esqueléticas manos suele portar una guadaña, una balanza o una esfera del globo terrestre; símbolos que, en muchos casos, aluden a la imagen ambigua, entre lo femenino y lo masculino, que caracteriza a la Santa Muerte.
Tal y como explica Felipe Gaytán, de la Universidad de La Salle (México): “Para los creyentes, la Santa Muerte tiene un doble rostro: es maldita y bondadosa con los que le profesan devoción. La imagen femenina es bondadosa y protege del mal a quien la invoca. En su mano derecha lleva una balanza y es de color blanco. La imagen del macho carga en su hombro la guadaña y es invocada por aquellos que desean un mal o la muerte a su enemigo. Pero el culto no es solo en blanco y negro, también expresa matices de deseos, odios y sentimientos a través de una variedad de colores como el amarillo, violeta, rojo, etcétera”.
Mientras, van llegando los feligreses. Uno de ellos, trajeado con chaqueta, sombrero vaquero y gafas opacas, nos hace un gesto con los dedos. Captamos el mensaje. Nuestra cámara se desvía entonces hacia el resto de la feligresía, integrada por aquellos desheredados que han encontrado en la Santa Muerte un último refugio para hallar consuelo en sus vidas. Y es que, tal y como nos recuerda un feligrés, la Parca se caracteriza por ser igualitaria con todos, ya que su “visita” no discrimina a nadie: “La muerte se lleva a ricos y a pobres; a altos y a ‘chaparros’, a flacos y a gordos, a abuelitos y a niños. Ella es ‘pareja’ (equitativa), porque ella no distingue razas, sexos, colores, olores, dinero y no dinero…”.
Solicitando permiso para hacer fotografías, un joven nos muestra uno de los tres tatuajes de la Santa Muerte que estampan su cuerpo. Según nos explica, cada uno de los tatuajes se corresponde con un favor concedido por La Flaca. Uno de estos favores le fue concedido cuando, abandonado a su suerte por el “coyote” que les guiaba en la aventura de cruzar la frontera con Estados Unidos, y a punto de morir deshidratado, la Santa Muerte se le apareció en sueños indicándole el camino que debía seguir. El suyo es tan solo uno de los numerosísimos testimonios de quienes, atravesando una situación límite, afirman haber sido socorridos por la Santa Muerte. Pero ¿dónde, cuándo y cómo surgió el culto a esta imagen cadavérica de tan siniestro aspecto?
La muerte que cruzó los mares
"A pesar de la escalofriante imaginería que acompaña a la Flaca o la Niña Blanca, los niños son los más entusiastas en asistir a sus ceremonias de culto, en la que se mezclan religiosidad popular y sesiones de espiritismo"
Es el desembarco de los españoles el que trae consigo esa imagen arquetípica de la muerte tal y como la conocemos hoy en día: como un esqueleto descarnado, ataviado con hábito franciscano y exhibiendo su guadaña (en el México prehispánico no existían los hábitos franciscanos ni tampoco las guadañas). Esta representación de la muerte surge a finales de la Edad Media, entre los siglos xiii y xiv, cuando Europa era asolada por el hambre, como consecuencia de la falta de cosechas, las guerras y la peste. Será a partir del Renacimiento cuando, en la reivindicación de la cultura grecolatina, a la iconografía de la muerte se le añadan los símbolos clásicos: el reloj de sol, la balanza o las tijeras, como símbolo que corta el hilo de la vida y que dota a la muerte de un carácter de incertidumbre. Tal y como expresara el monarca Felipe II (1527-1598) en su testamento: “No hay cosa más cierta que la muerte. Ni más incierta que la hora de ella”.
Como ocurriera con la imaginería católica, asimilada por las prácticas de santería para esquivar a la Inquisición desde la clandestinidad, es probable que la imagen grecolatina de la muerte sirviera también para camuflar la permanencia de cultos precolombinos. Mientras que en la tradición judeocristiana la muerte adquiere tintes dramáticos al ser asociada al final de la vida (véase cuadro), en la cosmovisión de los pueblos mesoamericanos esta es interpretada como parte de un continuo ciclo de renovación.
Sugieren los historiadores que el de la Santa Muerte es una continuación del culto a Mictlantecuhtli, el dios azteca que gobierna Mictlan o el Reino de los Muertos (véase cuadro), y que aparece representado como una siniestra calavera. Retrocediendo en el tiempo, pues la mitología azteca (al igual que la de la Antigua Roma) asimiló las creencias de los pueblos conquistados, Mictlantecuhtli tendría su antecedente en el dios maya Ah Puch. También conocido como Yum-Kimil o, simplemente, Kizin (traducido como ‘el Apestoso’), la divinidad de Ah Puch se encarna precisamente como un esqueleto con cascabeles para gobernar el inframundo o Xibalbá.
Con la llegada de los españoles, es probable que el culto al dios de la muerte persistiera, cambiando de nombre y mudando la fachada. Dispersas en el México colonial, encontramos algunas prácticas religiosas que se consideran antecedentes inmediatos en la veneración actual hacia la Santa Muerte. A mediados del siglo xvii, extendiéndose por la región de Chiapas hasta Guatemala, comenzó a rendirse devoción a San Pascualito Rey: un fraile franciscano español, elevado a los altares por el pueblo llano, que era invocado como el espíritu de la Buena Muerte que guía a los difuntos en las regiones del purgatorio. Por aquellas mismas fechas, los nativos de un pueblo del estado de Querétaro adoraban una figura conocida como Justo Juez: un esqueleto, de tamaño natural, que era coronado con arcos y flechas, hasta que su culto fuera prohibido por la Inquisición. Alcanzado el siglo xix, hay referencias de una extraña práctica llevada a cabo por los indígenas de la localidad de San Luis de la Paz, en el estado de Guanajuato, en el que una imagen, que ellos bautizaban precisamente como Santa Muerte, era amarrada para ser luego azotada, tal vez como práctica de exorcismo frente a una muerte inminente.
Otras interpretaciones antropológicas sobre el culto a la Santa Muerte, con mucha menos solidez académica, pretenden ver en ella una reinvención de determinadas deidades de la religión africana. Identifican a la Flaca con Oyá, el dios de las centellas, y Yewa, el orisha que habita en los cementerios y guía a los difuntos por el Reino de la Muerte.
La Santa Muerte se esconde
"El culto a la Santa Muerte, vinculado tradicionalmente a los narcos, atrae sobre todo a las clases más desfavorecidas –incluyendo personas desarraigadas, desde prostitutas hasta delincuentes marginales–, pero también a políticos y policías"
En contraste con sus antecedentes en época colonial, son escasísimas las referencias que, sobre la Niña Blanca, pueden mencionarse a lo largo del siglo xx. Se sabe, por la mención en la novela Los hijos de Sánchez (1961), de Oscar Lewis, que, a partir de la década de los cuarenta, en los barrios marginales de la capital mexicana circulaban estampitas con su imagen para ser invocadas en asuntos de amor: “Cuando los maridos andan desenamorados, se le reza a la Santa Muerte, una novena a las doce la noche, con una vela de cebo y un retrato de él; antes de la novena noche regresa”.
Otro de los textos en los que se menciona a la Flaca es en la investigación de campo, realizada en el estado mexicano de Hidalgo en los años setenta, por la antropóloga francesa Veronique Flanet. En La Madre Muerte (1985), Flanet se refiere a ciertas imágenes, con reminiscencias de la iconografía católica, a las cuales se recurre para invocar, a través de novenas, solicitando la muerte de tal o cual enemigo: “Se procura los textos de las oraciones mágicas entre los vendedores de oraciones que van de feria en feria. Los más eficaces son, al parecer, la Virgen, San Judas y la Santísima Muerte”. Precisamente, es hoy en los tenderetes del mercado de Sonora, en México D.F., donde el forastero puede adquirir, fuera de la marginalidad, la mayor oferta de imágenes de la Santa Muerte.
Más situada en el marco de la leyenda es la noticia, en los años sesenta (otras versiones prefieren retrocederla a inicios del siglo xix), que se refiere a una aparición de la Santa Muerte en la madera quemada de una cabaña en la localidad de Catemaco (Veracruz), también conocido como el Pueblo de los Brujos, que habría motivado que se levantara un altar. Leyenda o no, lo cierto es que hoy, paseando por las calles de Catemaco, es frecuente encontrarse con imágenes de la Niña Blanca protegiendo las fachadas de algunas viviendas.
El poblado de Tepatepec, en el estado de Hidalgo, hoy uno de los principales focos de expansión de su culto, también reivindica ser cuna de la Santa Muerte. Por aquellos mismos años sesenta, una curandera conocida como Albina invocaba a la descarnada figura de la Flaca para sanar a los enfermos.
Si existió, la veneración a la Santa Muerte debió mantenerse como algo soterrado y exclusivo de las áreas más marginales del México profundo. Probablemente, la alta tasa de analfabetismo que se registra en estas zonas haya contribuido a que no existan testimonios escritos sobre el mantenimiento de este culto desde mediados del siglo xx. Hubo que esperar hasta el siglo xxi para que la Comadre se visibilizara para extenderse como una mancha de aceite por todo México y parte de Estados Unidos. Según los expertos en este culto veterocatólico, que es como se denomina a aquellas prácticas que imitan la liturgia de la religión oficial católica, fue la crisis económica de finales de los noventa, bautizada como “efecto tequila”, el detonante que propició la verdadera expansión de la Santa Muerte.
¿Una hermandad secreta de narcos y policías?
Es a finales del siglo xx cuando surgen las primeras noticias que, visibilizando a la Santa Muerte, la vinculan con la criminalidad y el narcotráfico. En el libro Huesos en el desierto (2002), Sergio González se refiere a la existencia de una especie de “hermandad del crimen” integrada por delincuentes y policías “untados” (‘sobornados’) por los narcos, que tributaría veneración a la Santa Muerte. Aunque González ofrece una visión exagerada y sensacionalista sobre este culto hasta entonces desconocido: “Este culto reflejaría un fenómeno de sincretismo contemporáneo que une tradiciones antiguas, del santoral católico, con la santería, el vudú y otras creencias más modernas. A su vez, se entrecruzan contenidos provenientes del satanismo: lo sacrifical, lo dañino a partir de invocar fuerzas de negatividad radical. Todo sugiere la parte esotérica de conductas criminales que se caracterizan por su alto grado de violencia”.
En contraste, Concepción Lara, doctora en Ciencias de la Comunicación, nos ofrece una explicación más académica: “Inicialmente, la Santa Muerte estuvo ligada al narcotráfico y al secuestro: sus seguidores, que vivían de la violencia y día con día enfrentaban el riesgo de la muerte, paradójicamente se encomendaban a ella para obtener su protección. Los noticieros televisivos nacionales se encargaron de mostrarnos pequeños iconos de la Santa Muerte encontrados en las ‘casas de seguridad’ de los ‘narcos”.
Aunque hoy el culto a la Santísima se ha despojado de la marginalidad de sus primeros tiempos para convertirse en una religión popularizada entre todas las clases sociales, sus “sacerdotes” reconocen que los narcos continúan siendo sus más fieles devotos (véase cuadro). Es el resultado de un proceso de culturización en el que, precisamente esa estética de lo macabro, que inicialmente provoca rechazo, acaba confortando seguridad y protección ante una sociedad cada vez más hostil. Tal y como resume Concepción Lara: “La sociedad del riesgo nos influye a todos, pero particularmente a los estratos sociales más vulnerables, donde se integran los devotos de la Santa Muerte (…). Ante la desesperanza, la inseguridad y la angustia, se acude a un icono (el de la Parca); se vuelve la mirada a una representación que inicialmente provoca repulsión y escalofríos porque representa a la muerte. No olvidemos que el miedo universal y de todos los tiempos es, ante todo, el miedo a la muerte. Pero, poco a poco, ese miedo empieza a sentirse como fascinación por el misterio, por lo oscuro, por lo milagroso. Es entonces cuando esa ritualización del miedo despierta un acercamiento a la Señora de las Sombras…”.