El lago Kivu y sus alrededores fácilmente podrían considerarse como uno de los lugares más impresionantes del planeta. Ubicado en la frontera entre Ruanda y República Democrática del Congo, a su alrededor se elevan decenas de volcanes, algunos de ellos todavía activos, otros durmientes y complacientes a la espera del día donde les toque volver a estornudar. Volcanes de cuerpos verdes que se elevan miles de metros sobre los diminutos hogares de los humanos. La propia agua del lago, influida por la contaminación de la lava, contiene la mayor reserva de gas metano que se conoce en el planeta. Un terremoto más potente de lo normal podría resquebrajar el fondo del lago y liberar cantidades de metano capaces de asfixiar en sus sueños a millones de personas de corrido. Pequeños manantiales de agua hirviendo surgen de la tierra abrasada y se arrastran por finos riachuelos al enorme lago.
Y hay más. Por los alrededores del lago Kivu cruzan las camionetas de los traficantes de oro, que sacan el preciado metal de la República Democrática del Congo para introducirlo en Ruanda. En las orillas del lado congoleño también se suceden combates despiadados entre el ejército, guerrillas variadas y grupos yihadistas que hacen de este pedazo de tierra uno de los más peligrosos del planeta, tanto por el peligro de las catástrofes naturales (solo en 2021 erupcionó el último volcán junto a la ciudad de Goma) como por la inseguridad que provocan los grupos armados, puestos hasta las cejas del regusto metálico que el metano deposita en los pececillos de aquí.
Lava, gases tóxicos, ráfagas de ametralladora resonando en los rincones de las montañas, leyendas ancestrales sobre bastardos y poseídos, temores inexplicables que vienen incorporados en la genética de la población local. La primera noche que dormía en el lago Kivu, soñé que me despertaba durante las primeras horas de la mañana, que me asomaba a mi ventana y que desde allí veía el lago transformado en la criatura que es en realidad; el agua era de tonos azules y turquesas, verdes zafiro recorriéndole las moléculas de oxígeno asfixiado que se asemejaban a elaboradas copias de auroras boreales y fuegos de San Telmo, pero había más. En lugar de mantenerse en el lago tan tranquilas, como si no tuviesen suficiente con su maravilloso color, las aguas centellantes se elevaban muchos metros por encima de la superficie y amenazaban los alrededores con enormes olas que pugnaban a la hora de desplomarse en las orillas. Temí que una ola particularmente alta arrollaría mi hotel, aunque ninguna llegaba a estrellarse contra el suelo. Solo se elevaban altísimo y se derrumbaban dentro del propio lago. El rugido de las olas se intensificaba, y en el centro del lago se distinguía un agujero que parecía tratarse del causante de tanto ruido. El agujero se contorsionaba, hablaba y parecía dirigirse a mí, el rugido ascendía y se agravaba en una serie de escalas musicales en las que se discernía la matemática de un dialecto muy antiguo y, por ello, aterrador. Llegué incluso a hablarle de vuelta, aunque luego no me acordé de lo que dije.
Solo era un sueño. Mientras dormía, las toxinas de la fantasía y los aromas del lago se introdujeron como lombrices en mis orificios nasales, ofreciéndome una imagen verdadera/falsa de la monstruosa masa de agua.
En busca de la yerba
No puede faltar un pellizco de marihuana en lugares como este, hinchados tanto de realidad como de fantasía. Solo tuve que pasear al día siguiente por la carretera que rodea el lago, hasta que un joven con los ojos velados de una alegría agotada se acercó a mí, ofreciéndome un paseo en su barca. Yo le dije que sí, que sí, que no se preocupase, siempre y cuando me ayudase a conseguir “weed” para fumar en este paraje glorioso. El joven, al que llamaremos Adolf, asintió. Subimos a su barca. Dimos una vuelta por el lago. Pusimos con sus altavoces varias canciones de Los de Marras y los alaridos de Agustín encajaron deliciosamente con el oleaje. Adolf sacó de una bolsa unos pescaditos fritos parecidos a los boquerones y que llamaba zambaza, muy pequeñitos, coloreados de un plateado rubio que me recordó al sueño de aquella noche. Solo teníamos que sacarlos de uno en uno de la bolsa, cruzarlos con un pellizco de sal y masticarlos sin hacer demasiado caso al regusto que dejaban. Nunca he hecho un trayecto para comprar maría que fuera tan original como este. Nos detuvimos a ver las calderas de agua hirviendo y, de paso, saludamos a un grupo de pescadores que llegaban de vuelta con las redes vacías. Eran cuatro hombres que remaban al unísono mientras entonaban una canción muy vieja, aunque poco original. Según me dijo Adolf, se limitaban a cantar en su idioma local: “rema, rema, hay que remar, rema, rema, rema más, rema, rema, no dejes de remar”.
“Un terremoto más potente de lo normal podría resquebrajar el fondo del lago y liberar cantidades de metano capaces de asfixiar en sus sueños a millones de personas de corrido”
En la minúscula localidad de B., ubicada a los pies del lago, rodeada de volcanes e inundada del gas metano en proporciones aceptables, puede encontrarse un cementerio de barcos y botes de pesca. Hizo falta que Adolf zigzaguease con su lancha para acceder al único de estos barcos que todavía sigue habitado.
No se puede acceder por tierra a este barco, solo puedes llegar aquí en lancha o nadando: se confunde con una isla amorfa y de metal oxidado, única en su especie en el lago Kivu. Aquí es donde se pasa la yerba de la zona. En este barco destartalado y sin motor que se balancea a la escasa merced de las olas. En esta carcasa del olvido. Como piratas con el permiso firmado para practicar un abordaje, Adolf y yo subimos a una de las cuevas de “camello” más exclusivas que he visto nunca, y de verdad que no he visto pocas, ni en sitios poco raros. Nos sentamos en la mesa con Ernest, el “camello”, adoptando el mismo aire de calma que se necesita para concluir con éxito esta clase de transacciones. Ernest sacó un cuenco con más zambaza frito y lo colocó sobre la mesa para atender a sus invitados. A continuación, sacó cuatro paquetitos del tamaño de una uña (de medio gramo cada uno) que yo le pagué a cuatro euros y sin dejar de devorar los pescaditos. Que están riquísimos, aunque digerirlos maree un poco.
Legislación en Ruanda
Fumar un porrito en la jeta de un policía ruandés puede suponer hasta un año de cárcel, traficar asegura una condena mínima de cinco años para el perpetrador. Eso sí, el consumo con usos medicinales está permitido desde 2021 y el Estado ruandés cultiva desde 2020 extensos campos de esta hierba bendita, en los alrededores de la localidad de Kingi. Hace ya dos años que el gobierno de Ruanda inició un proyecto estatal de cultivo (porque aquí sólo el Estado tiene permiso para plantar cannabis) y participa en la exportación del sabroso producto a terceras naciones. Ya lo dice Adolf para abreviar: “en Ruanda es más probable que encuentres a gente a favor de la marihuana que a favor del tabaco”. Si dirigimos el foco al África subsahariana, podría ser que este minúsculo país de las montañas sea el primero en darnos una agradable sorpresa en cuanto a la regulación de la maría, a sabiendas de la popularidad que goza nuestra amiga entre sus habitantes.
“Hace ya dos años que el gobierno de Ruanda inició un proyecto estatal de cultivo y participa en la exportación del sabroso producto a terceras naciones”
Antes de que llegue ese día, la inmensa mayoría de la yerba que se fuma en Ruanda procede de la República Democrática del Congo, donde se cultiva en enormes extensiones para suplir a Ruanda pero también a Uganda, Burundi y Tanzania. Adolf me dijo que la que yo compré era índica, y le creo. Vaya si le creo. Dulce elixir evaporado, su contacto con mi lengua pronto imitaba el monótono rumor de las olas del lago. Al igual que ocurre en otros países del continente, aquí se comercializa en paquetitos de medio gramo cada uno, son pequeños cogollos de color oscuro con las semillas relucientes asomando. Claro que hace falta paciencia para desmigajarlos: a un lado pones los palitos, aquí las semillas, al otro amontonas lo que te quieres fumar. Los palitos y las semillas puedes fumarlos si quieres pasarte los cuatro días siguientes chupando caramelos para la garganta. Los porros en África siempre se preparan con paciencia, es un bien conocido. Al final, se introduce una calada que raspa amigablemente la garganta, el spot elegido adquiere una nueva viveza de colores y súbitamente se escuchan más nítidos los originales cantos de los pájaros tropicales.
Murciélagos, tambores y gorilas con sobrecargo
Nada de esto nos quita que se pueda disfrutar de un porrito en lugares concretos y seleccionados con cautela. Si el lector aterrizase aquí y encontrase a Adolf o alguno de sus homónimos, solo tendría que pagarles un trayecto en barca para que nos lleven al castillo flotante y luego dirigirnos lago adentro, con el vientecillo dulce acariciándonos las sienes. Al descubierto, nos escondemos en el lago Kivu. En ocasiones cruzará a toda velocidad una lancha de policía que hará poco caso al turista que les mira pasar, y cuando cae la tarde, uno puede aspirar las caladas mientras observa a los pescadores que reman cantando su monótona sinfonía. Un cántico que, si uno se fija, imita el ritmo de un tambor y ordena los remos de los musculosos pescadores, establece un orden ancestral en el caos de las corrientes, un orden necesario para que la noche sea dulce en ganancias. Un porrito en la barca de Adolf viendo el sol caer tiene sabor a pecado nuevo. Y el riesgo es mínimo.
“Un porrito en la barca de Adolf viendo el sol caer tiene sabor a pecado nuevo. Y el riesgo es mínimo”
Otros, los más aventureros, pueden subirse a un autobús público que les llevará a setenta kilómetros del lago, al pie de los archiconocidos montes Virunga. Este sistema compuesto por siete volcanes y los montes de su alrededor delimita la frontera entre Ruanda y RDC, alberga a los gorilas de la doctora Dian Fossey y es un sitio muy famoso entre las personas que sueñan con ver gorilas en estado salvaje. Aunque la entrada para ver a los primates cuesta la friolera de 1.500 dólares y fumarte un porro antes de hacer un recorrido de siete horas puede resultar perjudicial para los pulmones, cerca del Parque Natural existe una cueva escondida (escondida en el sentido literal porque está bajo tierra) en la localidad de Musanze y que puede dar el pego.
Se trata de un orificio con entrada y salida, sencillamente enorme. Ahora, además de su tamaño, esta cueva tiene el añadido de ser un buen lugar para fumar un porrito arriesgado, algo que se reconoce nada más entrar en ella: es un chillido, no, son centenares de chillidos cruzados por un elocuente revoloteo de alas sin plumas. Chillan, saltan en su mundo al revés, ciegos y boca abajo de un lado a otro en el techo húmedo de la roca, se cagan en el suelo provocando que el interior de la cavidad lo invada un olor agrio. ¿Cuántas enfermedades puede transmitir la mordedura de uno de esos bichos? Ya se avisó de que era un canuto arriesgado. Los más aventureros pueden hacer añicos la imagen idílica del lago donde lucía el sol y canturreaban los pescadores, sustituyéndola por esta visión de mierda y criaturas de la oscuridad, acorralados en una atmósfera apelmazada. Fumamos el humo aquí dentro, es tan fácil como respirar, y rebuscamos entre la fascinante belleza de la enorme guarida de murciélagos de Musanze, que al cabo de unas horas saldrán en bandadas de a diez de las oberturas de la cueva, como cada noche, de vuelta a cazar.
El desequilibrio entre los escenarios que nos permiten acomodarnos en Ruanda hace la experiencia un poquito más novedosa de lo habitual. Sus paisajes fascinantes embarullan el espíritu a cada calada. Y, realmente, si uno se fija, fumar marihuana en este país abarca mucho más que un verbo bisílabo. Fumar marihuana es comer los pescaditos que nos ofrece Adolf, introducir la mano en el agua de leyendas del lago Kivu, escuchar el rumor de los pescadores, agacharnos para evitar el mordisco de un vampiro. Son un cúmulo de aventuras secundarias que orbitan en torno al verbo original.