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Cultura / Viajes

Un porro con las auroras boreales

Un porro con las auroras boreales
Fotos: Marcelo Quinan

Un viaje en busca de las luces del norte necesita mucho verde. El verde de las siluetas en el cielo nocturno, el verde de la ropa de montaña que deberías llevar contigo, el verde que ofrece la esperanza de estrellar tus pupilas contra paisajes nuevos y de aspecto primigenio… y nuestro verde favorito, un verde reflexivo que lo engloba todo con una nube de humo capaz de multiplicar todas las maravillas que ofrece la Tierra más allá del Círculo Polar. Una visita a Suecia y Noruega viene subrayada por una brutal conexión con una naturaleza prácticamente intacta y donde las leyendas de sus antepasados se entremezclan con sus inmensos bosques, antes de ascender al cielo para colorearlo. ¡Pero no te olvides de ir bien abrigado!

“Todas esas vidas mantenidas en el aire avaro de lo absurdo no podrían sostenerse sin ningún pensamiento profundo y constante que las animara con su fuerza”. Esta frase no es mía, faltaría más, la ideó Albert Camus cuando escribió El mito de Sísifo. Yo sólo puedo adaptarla a mis caprichos. El mito de Sísifo, que puede interpretarse como empezar una nueva aventura que sabemos cómo acabará (de vuelta en nuestra casa), o en relación a momentos más sencillos como salir al tajo cada mañana, enamorarnos por tercera o cuarta vez, fumar otro porrito para relajarnos en el contexto adecuado.... El mito de Sísifo trata de una repetición constante, igual que los bosques del norte de Europa que parecen no acabar. Los árboles titubean a finales de verano, dudando si desprenderse o no de las hojas que beben la luz y calculando con un tipo de instinto centenario si ha llegado ese momento del año donde se hinchan los nubarrones.

Los árboles más impacientes comienzan a teñirse de un rojo pasional y, visto desde arriba, digamos que utilizando un dron, el mar de árboles del norte europeo se transforma en una marejada de rojos carmesíes, amarillos pastel y reflejos fugaces de verdor empapado por agua de lluvia. Los colores del otoño se deslizan al compás el viento, elevándose como las crestas de las olas para fundirse así con la analogía del mar.  

Un mar de colores indecisos

Es obvio que las fronteras aquí no sirven. Existen, están dibujadas, son una interrupción en el océano de abedules, sauces y coníferas, las fronteras existen, sin duda alguna, pero eso no significa que sirvan para el viajero. Pagas las tasas correspondientes si las cruzas, un policía puede darte el alto e inspeccionar tu vehículo con una insistencia vocacional, existen normas diferentes a un lado y otro de la línea, aunque similares: nada de esto sirve. El viajero paga como dormido las tasas y se despide del policía para seguir buceando en este bosque de colores indecisos.

Los bosques del norte de Europa ocupan un 25% de la superficie de Noruega, un 70% de Suecia y un 75% de Finlandia, y es importante que entendamos su fisonomía mientras nadamos por ellos: el bosque podría dibujarse como una marabunta de hormigas que suben de forma indiferente desde el suelo hasta los picos de las montañas y que terminan por difuminar nuestra visión espacial, como hundiendo las montañas para llevarlas al nivel del suelo. Así se expanden sobre las llanuras de Suecia y remontan las montañas que marcan de una forma vaga los contornos de Noruega, luego bajan de nuevo y chocan con un mar de tropezones de hielo. En Suecia puedes conducir mil trescientos kilómetros en línea recta y sólo verías enormes pinos haciéndose los chulos más allá de las cunetas: pinos centenarios, pinos jóvenes, pinos moribundos, pinos flacos y estirados. Cada cierto tiempo vislumbrarías cicatrices en el bosque que dan paso a una casa con su cobertizo, a una gasolinera, una carreterita que lleva al más allá, un hueco nuevo y estrecho que consigue dar paso a la luz. Pequeñas cicatrices que cruzan de forma borrosa nuestra ventanilla y que consiguen ahondar todavía más en la nimiedad del ser humano.

Un porro con las auroras boreales
Verde sobre verde, las luces del norte aparecen casi de improviso en las noches despejadas.

Encontrar yerba en Suecia 

“El consumo de marihuana para cualquier uso es del todo ilegal en Suecia y las penas por su posesión pueden alcanzar los diez años de cárcel si vienen acompañadas de un agravante”

Regresando a la frase que dio comienzo a este artículo, nos aventuramos en la búsqueda de este pensamiento “profundo y constante” que parece volverse necesario en lugares así. Con el porro a mano. Con el humo verde que fantasea de una manera parecida a los colores de las hojas titubeantes porque el aire que expulsamos se retuerce verde ahora, luego gira azulado, blanco e invisible a medida que va disipándose en el ambiente.

¿Y dónde podemos encontrar en Suecia el material perfecto para escarbar en los pensamientos “profundos y constantes”, tanto como el bosque sin límites que nos engulle? Verdaderamente, dar con nuestra amiga no es tan sencillo como encontrarla en otros países europeos, como pueden ser Italia o España, y la persistente presencia policial en las ciudades más importantes (que es donde resulta más fácil encontrar) dificulta en ocasiones el proceso de compra.

Un amigo me dijo que una vez que condujo desde Dinamarca hasta Suecia hizo una paradita en Copenhague, en el territorio libre de Christiania (un barrio anarquista de la capital danesa donde está permitida la venta y el consumo de yerba, un oasis de alegría para el sediento del norte de Europa), y que compró un poquito de “ya-tú-sabes” para luego seguir conduciendo con toda la naturalidad al otro lado de la frontera y zambullirse en la masa de árboles. Es una opción. Arriesgada, si te toca un aduanero especialmente riguroso, pero una opción al fin y al cabo. En Christiania venden verde y hachís de calidades aceptables, considerando que es el norte de Europa y que las delicias de Marruecos no llegan tan lejos. Un pequeño aprovisionamiento en Dinamarca puede servir para salvar el viaje.

Un porro con las auroras boreales
El invierno y el otoño se cruzan en parque nacional de Abisko.

La otra alternativa es Estocolmo. Más allá será difícil encontrar nada, y menos aún de calidad. Una vez sucumbimos a la masa arbórea es casi imposible conseguir siquiera un pellizco de Ganja. Estocolmo, pues. La Barcelona de Escandinavia. Un trajín de marineros sofisticados e inmigrantes exitosos que barruntan de un lado a otro de la ciudad, haciendo gala en todo momento de un orden inexplicable para los que venimos del sur. Como en tantas otras ciudades, bastaría un paseo por las estaciones más importantes con el ojo puesto avizor para encontrarnos al vendedor ocasional, aunque siempre habría que mantener el otro ojo puesto en los policías (ya dije que son muchos) pululando por ahí. El consumo de marihuana para cualquier uso es del todo ilegal en Suecia y las penas por su posesión pueden alcanzar los diez años de cárcel si vienen acompañadas de un agravante. El mero contacto de un comprador con un “camello” puede derivar en una detención. Y los jóvenes suelen sentirse más cómodos hinchándose con cerveza o con alcoholes fuertes que fumándose una cañita antes de irse a dormir, así que tampoco suelen ser de demasiada ayuda.

Tras un par de pruebas y errores en parques y estaciones, buscar deriva en encontrar y podemos darnos por satisfechos. Todos sabemos como funciona el negocio. Siempre es más fácil si tienes un amigo en la ciudad y puede echarte un cable, aunque olvídate de probar suerte en los lugares de ocio nocturno porque allí encontrarás a más policías vestidos de paisano que vendedores honrados propiamente dichos.

Lo que nunca debes hacer es buscar yerba en la Plaza Sergel (ellos la llaman Sergels torg) porque quienes venden aquí son por lo general yonquis enganchados a sustancias venenosas y que comercian con marihuana de pésima calidad y por lo general mezclada con otros ingredientes, a saber de qué tipo. No vayas a la Plaza Sergel, ni siquiera cuando sea tu última opción. No vayas.

Verde sobre verde

Un porro con las auroras boreales
Las auroras boreales pueden llegar a ocupar casi todo el cielo, pero no tienes que asustarte.

Tienes los porros, tienes la actitud, tienes un vehículo con el que moverte, tienes tiempo, tienes el mar de abedules que coparán las montañas hasta que haga tanto frío que verás las cimas de las montañas peladas, peladas de frío. Conduces. Puedes detenerte a descansar en Ratan para dar un paseo por una bahía enmarcada por la pintura roja y blanca de sus edificios, que en los días clareados brilla como harían las ciudades de los elfos. Pasear por el bosque que rodea la localidad y patear las Amanita muscarias que encuentres a los lados del sendero, igual que haría el malo de los Pitufos. Puedes sentir mucha paz en Ratan, más de la que imaginas. Ofrece al viajero un leve respiro de horizontes abiertos y color azul, antes de regresar a la acotada realidad del bosque.

“Porro con auroras, verde sobre verde, un cuadro de la naturaleza manoseado desde abajo por el ser humano, este es el objetivo del viaje”

Es ahora cuando mencionaré por primera vez la verdadera intención de este viaje, y diré por qué no he querido sacarla hasta ahora. En esta época del año, cuando hablamos del norte de Europa (el norte más al norte) las luces verdes de las auroras boreales son el único camino por seguir. Todo lo demás es secundario. Los árboles, el frío que te cristaliza los puñeteros dientes, todo es secundario. Porro con auroras, verde sobre verde, un cuadro de la naturaleza manoseado desde abajo por el ser humano, este es el objetivo del viaje. Y si no lo he dicho antes no ha sido porque quisiera hacerme el interesante, sino porque no se me ocurría otra manera de explicar al lector que encontrar auroras boreales no es algo que ocurra de un día para otro, no es como ir al zoo y arrojarle pistachos a los elefantes en la puta cara, no es una máquina expendedora donde introduces una moneda y aprietas un botón y cae la bolsa de patatas. No depende de tu voluntad, supongo. Hace falta buscar. Rastrear. La búsqueda del primer verde en Estocolmo no era sino la antesala de una búsqueda mayor, que son las nubes verdes y zigzagueantes que abrillantan el cielo escandinavo durante las noches de otoño y de invierno.

Un porro con las auroras boreales

Hace falta subir al norte para encontrarlas. Al norte, más al norte. Una vez cruzamos el Círculo Polar (que viene señalado con un cartel ubicado junto a la carretera y supone un momento estelar del viaje), proseguimos unos cien kilómetros por el mismo camino y luego giramos al oeste en dirección al Parque Nacional de Abisko: nuestro primer destino de verdad. Lo anterior eran preparativos del viaje hechos dentro de su movimiento. En Abisko cambian las perspectivas y empieza lo exclusivo (no en el sentido de caro y pijo, sino de espectacular, brillante, único). Nos referimos a un Parque Nacional con una extensión de 77 km2 y moteado por enormes lagos de agua helada y fondo oscuro, el lugar exacto donde la nieve temprana de las montañas choca amigablemente con los colores del otoño que escuecen las llanuras. Cerca de allí se encuentra el archiconocido IGLOOTEL de Abborrträsk, un hotel construido con edificios de hielo en exclusiva y, presumiblemente, sin sistemas de calefacción. El hotel es divertido, congelado, pero nada de la zona es comparable al teleférico de Abisko, que ofrece una fantástica vista elevada del entorno. ¡Tose el humo! Vuelve a aspirar. A nuestro alrededor se concentra un escenario idéntico al que debieron recorrer nuestros antepasados cuando comenzó el deshielo; es amable a la vez que hostil, familiar y desconocido. Entre las ramas de los árboles se desliza una brisa constante que nos llama a acariciarla, pero también criaturas impredecibles como los osos, lobos y hembras de alce que se vuelven muy violentas a la hora de proteger a su cría.

Un porro con las auroras boreales
Buey almizclero merendando en el parque nacional de Dovrefjell.

El munchie perfecto para esta ocasión se vende en lo alto del teleférico. Chocolate caliente y salchichón de alce para acompañarlo, hogareño donde el chocolate y extravagante donde el embutido, como ocurre con todo aquí. Y si aguantas arriba hasta la noche (que en otoño y en invierno no tarda en llegar, entonces no hace falta esperar demasiado) y tienes suerte, y los antepasados de esta tierra tienen a bien montarse una bacanal con las estrellas, entonces serás testigo por primera vez del baile de luces del norte que fue un espectáculo aterrador para los primeros en verlo y una señal divina para los que vinieron después, una mezcla de ciencia y de ficción para los viajeros que acuden a verlo hoy con sobre aviso. Se trata de algo indescriptible. Porque no es una nube, no es un rayo, no es un fuego de San Telmo encallado en el mástil de un velero. ¿Cómo explicar el agua a quien nunca la ha bebido? ¿Cómo explicar el viento al que no entiende el tacto de un cosquilleo? El verde más brillante se desliza dentro del verde más oscuro, y pasados unos minutos ambos verdes desaparecen de la vista.

La psicodelia se vuelve real. Potenciada por los vapores del cigarrito mágico, las tonalidades del color se intensifican y obran nuevos significados que puede que nadie haya descubierto antes que nosotros. Y ladera abajo hay muchos animales salvajes que no se molestan en mirar arriba con nosotros, entre acostumbrados al espectáculo e ignorantes de la maravilla que supone.

Segunda parte de una unidad

Un porro con las auroras boreales
Bosques, bosques, bosques, verde, verde, bosques.

El viaje podría terminar al día siguiente. Vistas las luces del norte, parece que esta tierra de proporciones indecisas no tiene mucho más que aportar a nuestra curiosidad, y podríamos regresar a casa. Sería un error, claro está. Limitar la aventura a Suecia sería obviar la teoría de las fronteras inexistentes o cometer el error de que nuestros pensamientos no sean lo suficientemente profundos ni constantes. Una noche no es constante. Una sola noche no es la mitad de profunda que dos. La parte noruega de la arboleda está tan cerca de Abisko que parece una mala idea no aprovechar el viaje y cruzar las montañas que separan (de una forma borrosa) uno y otro país.

Entonces abandonamos Suecia en algún punto del asfalto encajado en las montañas y doblamos una esquina de ramas que logra introducirnos en la segunda parte de esta aventura fabulosa.

“Trömso. Es un nombre hermoso. Trömso. Suena a abuelo cariñoso”

Las máquinas de los humanos rebasaron las montañas como grandes cucharones mecanizados. Dinamitaron, picaron, aplanaron, cubrieron con alquitrán, y pronto se volvió increíblemente sencillo llegar al lado opuesto de la Península Escandinava, tan sencillo como cambiar de marcha y acelerar y frenar, volver a acelerar. Los árboles cambian de nacionalidad pero mantienen intactas sus ambiciones (luz, agua, el frío justo y necesario para hibernar), recordándonos que no existe ninguna frontera. Y pocas horas después de despeñarnos calculadamente por las montañas, treinta o cuarenta minutos después de ver el primer fiordo (que no es como en las películas, sino más impactante al comparar nuestro tamaño con el suyo de primera mano), el asfalto nos obliga a dar un volantazo para evitar un aterrizaje forzoso en el mar y encontramos Trömso. 

Trömso. Es un nombre hermoso. Trömso. Suena a abuelo cariñoso. Trömso. Podría ser el nombre de un espíritu glotón. Esta vieja ciudad de pescadores es hogar de edificios tintados con un polvo legendario y cuya visita merece la pena: entre otros, la Catedral del Ártico, que es una belleza arquitectónica contemporánea y cuyo nombre ya atrae como un imán de hielo a los buscadores de lo extraño; y la Catedral Católica de Trömso, que es la catedral católica ubicada más al norte en todo el planeta y que está construida con tablones de madera sencilla, como si quienes la edificaron hubieran llegado a Trömso jadeantes y se negaron a evangelizar más allá, y en contrapunto quisieron dedicar un mimo especial y artesano a la construcción de la Catedral del Fin del Mundo, la última que levantarían. Trömso. Suena a frío y calor, a clima lacerado por las estaciones. Los alrededores lo conforman fiordos, glaciares, suspiros de ballenas, pequeños islotes que parecen escupitajos del Universo incrustados en el mar helado, todo ello de fácil visita si subes al barco adecuado o llevaste contigo las botas de caminar.

Ni que decir tiene que aquí también están disponibles las luces del norte, siempre y cuando no haga nublado. Hay que buscarlas, ponerles un cebo verde que atraiga su color, debemos ser pacientes hasta que asomen su luz tímida, aunque vigorosa cuando se siente en confianza. Pueden buscarse iluminando el glaciar de Steindaal, rumiando pedacitos de sal sobre el oleaje del Skarsfjord, también conocido como “el Caribe noruego”… incluso ocurren noches especiales donde las farolas de Trömso no consiguen ocultar el hechizo del sol, y basta un agradable paseo por el puerto para vislumbrar su cielo unos detalles verduzcos e inconfundibles. 

Encontrar yerba en Noruega

Un porro con las auroras boreales
El frío que hace en Escandinavia es contundente, llévate buenas prendas de abrigo.

Conseguir marihuana en Trömso no es sencillo pero todo es buscar. Si te ahorraste la visita a Suecia y viniste recorriendo el país noruego de sur a norte, una paradita en la hermosa ciudad sureña de Bergen, con mención especial al Nygårdsparken (guiño, guiño) te sacará del apuro. Si tus profundas reflexiones te llevan directamente a Trömso, debes saber que se trata de una ciudad universitaria repleta de vida en las horas nocturnas, y basta con que trabes amistad con la juventud adecuada para que ellos te guíen por la excitante aventura que siempre supone conseguir marihuana en el extranjero. En Trömso puede encontrarse yerba o hachís, variedad tampoco les falta en este sentido, aunque quiero dejar constancia de que la calidad que ofrecen es bastante mala. Será por el frío. También hace falta entender que la plantita debe recorrer miles de kilómetros desde donde fue plantada hasta cruzar el Círculo Polar, es un viaje muy largo, y tiene sentido que las variedades de mejor calidad se hayan ido quedando por el camino, en las ciudades sureñas de Oslo o Bergen.

Debe quedar claro que este viaje tiene su punto fuerte en la naturaleza escandinava. En dejarnos llevar, convertirnos en el humo que cabalga las ráfagas de viento y consigue así escalabrarse desde los árboles. Y no son solo las luces del norte. Entre Bergen y Trömso se encuentra el Parque Natural de Dovrefjell-Sunndalsfjella, único hogar en Europa de los míticos bueyes almizcleros, y patearte el parque durante un día o dos hasta dar con estas magníficas criaturas es otra experiencia a la que recurrir si el tiempo lo permite.

Pero todo viaje llega a su fin. Los pensamientos necesitan tomar aire y regresan a la superficie, allí donde el aire nos es conocido y nos sentimos a salvo. Quedan atrás los animales salvajes y los árboles, llegando un momento donde el recuerdo nos confunde y parecería que los bosques sólo fueron una ilusión adulterada. El tiempo y el espacio se alían dejando atrás la Península Escandinava. Atrás queda el invierno de gloria que la sacude, atrás quedan las luces que volverán a caer el año que viene con la misma probabilidad que la piedra de Sísifo cuando se desliza por la pendiente.

 

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #301

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