Como el 2022 no espabile en estos meses que quedan para que acabe, va a ser recordado como uno de esos malísimos años para los videojuegos. Cierta culpa de esto la tiene la crisis de los componentes: no llegan las consolas de nueva generación (y estamos casi terminando el segundo año) y, por tanto, las grandes compañías no son capaces de apostar plenamente por la exclusividad PS5 o Xbox Series X porque, entre otras cosas, hay muchas más consolas en el mercado de la anterior generación que de esta. Esto nos lleva a que juegos que iban de exclusivos, como el God of War: Ragnarok, se retrasen para que sean compatibles con la anterior generación. Por otra parte, los exclusivos también se hacen de rogar: hace poco se supo que uno de los juegos más esperados para Xbox Series X, Starfield, se retrasará hasta el 2023 y, aunque de ahí no pasará (se supone), no hay una fecha cerrada. Tampoco sabemos nada de Hellblade II. En otras palabras: no llegan los blockbusters. Todo son promesas de que el mundo del mañana será mejor, pero lo que uno ve por la ventana es que la realidad está sujeta por pinzas y hace mucho, mucho aire.
El 2022 se va a caracterizar por la llegada de Elden Ring, que sí, es una obra maestra por derecho propio, pero también hubiera lucido en otro momento. Estamos bajo un panorama en el que, si la cosa sigue así, el único título triple A que va a sobrevivir a la inflación de este año es Horizon Zero Dawn: Forbidden West. Todo parece indicar que va a ser así. Pero es que tampoco está llegando nada de interés desde lo independiente. Es cierto que es más difícil de toparse de cara con este tipo de productos; es la información de videojuegos (en la que humildemente nos colocamos) la que suele descubrir las joyas ocultas. Pero es que este año no está pasando ni eso: no hay títulos relevantes en el independiente. Los pocos que hay se sobredimensionan no tanto por su calidad, sino por el panorama desolador que les rodea. En este sentido, Tunic es un ejemplo de esto: un buen juego, deudor de una nostalgia de Zelda considerable, bonito, pulido y elegante, pero tampoco es tan bueno. Si en las listas de agregados (a las que ya sabemos que hay que hacer un caso relativo) encontramos que los mejores juegos del 2022 son reediciones de The Stanley Parable o un emotivo revival de Las Tortugas Ninja, la cosa no está funcionando. ¿Dónde está lo nuevo de Jonathan Blow para salvarnos de las decepciones?, ¿para cuándo terminará Playdead su próximo proyecto? No todo es un desastre absoluto, pero solo podemos destacar Rogue Legacy 2 (el cual tampoco es que nos interese demasiado), el maravilloso OlliOlli World o nuestro querido Sifu. Así que mucho nos tememos que este año vamos hacia el abismo. Avisados quedáis.
En esta pequeña lista repasamos algunas de las decepciones del reciente panorama independiente. Si nos fijamos en estos títulos y no en los triple A, es porque los primeros son los que están llamados a cambiar el medio. La decepción que uno tiene con un independiente es más “triple A” que la que se tiene con el blockbuster.
‘Trek to Yomi’ (Flying Wild Hog, 2022)
Si ser bonito fuera suficiente para ser bueno
La apuesta formal de Trek to Yomi es tan espectacular que, si solo eso fuera el único ítem que necesitáramos para puntuar este trabajo, habría que darle la matrícula de honor. Trata de parecerse a un film de samuráis, o la idea que tenemos de este tipo de películas japonesas, con las obras de Akira Kurosawa como referente, pero al que podríamos añadir el estilismo de horror de Kaneto Shindô (Onibaba, 1964), o el de Hiroshi Inagaki (Samurái, 1954). En este sentido, las secuencias de transición donde se desarrolla la historia son increíbles; del mismo modo, los escenarios que vemos de fondo mientras recorremos el juego parecen tener vida propia: son detallados, exquisitos e inmersivos, tan cuidados, que ojalá hubiera sido esa la tónica del resto del juego: el aire agitando la cebada, la bruma en el paraje, la oscuridad creciente en las profundidades del infierno... ¡Qué gozada!
Pero los juegos hay que jugarlos, aunque parezca una tontería. Y, cuando uno empieza a jugar a Trek to Yomi, el castillo se nos viene abajo. Aunque el juego nos proponga una enorme diversidad de movimientos de combate, que refuerzan la idea de supersamurái, el juego cae hasta la fosa de las Marianas por culpa de lo repetitivo, insulso y aburrido que es su combate. No negamos (aunque no lo vayamos a comprobar jamás) que en niveles de dificultad más elevados sea necesario aprenderse esas combinaciones, aplicarlas y demostrar maestría en ellas para superar los obstáculos que se nos presentan. Pero en un nivel de dificultad normal, la estrategia más rentable es esperar que te ataquen, parar el golpe, dar dos golpes y volver a repetir esto mismo. Además, los enemigos, como en las películas malas, no acostumbran a acosarte en sus ataques: lo hacen de manera ordenada y de uno en uno. Son así de amables.
Podríamos decir: “bueno, esto del combate no funciona como debería funcionar, pero al menos la variedad de enemigos es brutal”. Tampoco. Uno acaba cansado de masacrar bandidos genéricos, espíritus genéricos [QA1] y jefes finales poco inspirados. Un horror.
Es una auténtica lástima y la mayor decepción en mucho tiempo, no tanto por las expectativas que levanta su estética, sino porque se tiene la sensación de que ese juego debería gustar. Queremos que nos guste mucho más de lo que nos gusta, porque todos los elementos alrededor de él son magníficos. Pero no. Es tedioso, aburrido, repetitivo y poco inspirado en un aspecto fundamental para un juego: la parte en la que se juega.
‘Loot River’ (Straka Studio, 2022)
Tetris Style
De las decepciones aquí presentes, es posible que Loot River sea la menor de todas. Es más, vamos a pensar que no es tanto una decepción en sí misma, como un juego del montón, sino que se metió en la difícil tarea de aportar algo a un género que ahora está sobresaturado de títulos, como es el de los rogue-like.
No nos detendremos en la historia, pues trata de ser confusa y abstrusa como ahora se piensa que deben ser las historias porque hay que imitar el estilo de Hidetaka Miyazaki y los Dark Souls, donde esto sí tiene un corte de excelencia. Aquí se convierte en un elemento molesto, en el que personajes no jugadores te hablan de no se qué y pretendes escuchar mientras golpeas compulsivamente el botón para que terminen su discurso.
Lo que aporta Loot River, más allá del desafío del combate y cuestiones menores relacionadas con la progresión del personaje específica de este juego, es cómo te desplazas por los escenarios. Cada pantalla, digamos, está compuesta por plataformas que flotan en el agua, que tienen forma de poliominó; simplificando, las piezas del Tetris son poliominós. Para poder recorrer el mapa debemos moverlas y encajarlas de manera adecuada, pero también sirven para golpear a las criaturas del averno que están ahí para devorarnos, plantear emboscadas o evitar ataques. Cuando vemos esto en funcionamiento en cualquiera de sus tráileres, es realmente espectacular: mover el terreno abre un abanico de posibilidades estratégicas (y estéticas) realmente apabullantes. En la práctica, en cambio, no es tan excitante. Si a esto sumamos que el combate tampoco es para tanto, el pixel art es normalito y que te exige un compromiso que igual uno no está dispuesto a pagar, el poliominó que encaja es el de la pereza y no el del engagement. Pese a todo, seguro que hay un público para este juego donde todas las piezas encajen… De acuerdo, ya dejamos de ser tan obvios con el recurso y el chiste fácil; podemos encajar el golpe.
‘The Artful Escape’ (Beethoven & Dinosaur, 2021)
First World Prision Break
The Artful Escape es casi un buen juego. Uno lo puede ver: la yema de los dedos rozando la gloriosa cuadratura del círculo de belleza formal y profundidad narrativa; empujar las fronteras de la vanguardia del medio y el desarrollo profundo de temas no necesariamente adultos, pero sí conceptualmente maduros. Pero no, The Artful Escape decepciona porque pretende (como el protagonista pretende ser alguien que no es) y no logra. Pese a todo, el año pasado lo colocamos como uno de los destacados, igual dice poco de nosotros o de la cosecha independiente del 2021.
La historia puede que sea una cámara de eco para cualquier joven que aún esté buscando su sitio y siga comprando la idea de que siendo uno mismo igual llega más lejos que tratando de emular los éxitos de sus antecesores. En el videojuego, el joven es un aspirante a músico llamado Francis Vendetti, que carga con el peso de haber tenido como familiar cercano a una leyenda del folk; el parecido del familiar con Bob Dylan es evidente y tampoco se trata de ocultar. Vendetti quiere ser tan bueno como el Bob Dylan de la familia, pero esto de cantarle a la clase obrera como que no le sale. Por suerte para él, otra leyenda de la música, que ahora vive en el espacio exterior, se presta a ser el cicerone de Vendetti en su viaje iniciático de descubrimiento. En fin, un bildungsroman, pero en el que se elimina el componente de educación moral y sentimental y se impone la exploración del autoconcepto.
Desde lo formal, The Artful Escape apabulla. Paisajes de desbordante imaginación de sci-fi camp; la banda sonora (que en cierto modo ayudas a componer mientras te desplazas por el mapa) tiene momentos épicos, y sí, no lo negamos, te hace sentir lo que Vendetti trata de sentir sobre sí mismo: el juego te hace parecer cool. Vamos a insistir cambiando el énfasis: te hace “parecer” cool. Al final del día, para este juego, o se abraza la máxima de Makinavaja de que en un mundo podrido y sin ética a la gente corriente solo nos queda la estética, o lo imagen que nos deja The Artful Escape es que es mejor molar que aportar algo verdaderamente relevante para el resto de los seres humanos.
The Artful Escape nos dice que mejor ser uno mismo que ser igual que los demás, algo que se puede aplicar al propio juego, que trata de buscar su propia voz dentro del panorama homogéneo de los videojuegos. Sin embargo, tener una voz propia no implica que lo que digas tenga interés.
‘Twelve Minutes’ (Luis Antonio, 2021)
Repite repollo
Qué buena idea la de Twelve Minutes: el protagonista se ve envuelto en un bucle temporal en el que un policía acaba con la vida de su pareja y, si te pones tonto, también te va a dar a ti candela. Cada vez que esto sucede, el bucle vuelve a empezar y tienes twelve minutes para atar los cabos sobre qué está pasando y evitar el desastre que se viene encima. En efecto, no es que sea la idea del millón de dólares, pues desde Groundhog Day (Harold Ramis, 1993) a cualquier historia en la que se repite un bucle temporal se la compara inevitablemente con las desventuras de Bill Murray…, sino que igual también es un referente que nos sirve de ejemplo para explicar nuestra propia existencia. En cualquier caso, no nos desviemos: Twelve Minutes no descubre la pólvora con esta idea, pero aplicada al videojuego podría poner sobre la mesa una reflexión del medio (que se basa en la repetición sucesiva de los mismos eventos con la intención de aprender y superar las dificultades), así como una aventura de point and click con una trama adulta. Las expectativas estaban altas y, en efecto, si está aquí es porque fue una decepción.
Si, al menos, el aspecto técnico hubiera lucido como debería, igual se hubieran pasado por alto muchas cosas. De nuevo, no es el caso. El modelado de personajes y, sobre todo, las animaciones nos sacan de la historia constantemente. Si a esto le añadimos el hastío que supone repetir en cada bucle las mismas acciones, en el mismo momento, de la misma manera, uno acaba por pensar que esto no merece la pena. Encontramos ahí el segundo problema: la idea de Luis Antonio, su desarrollador, era que conectáramos con los personajes y sus problemas, sobre todo (esto no lo dice el muy pillo) para que cuando pegue un importante giro la historia quedemos epatadísimos. De ahí que podamos perder el tiempo hablando con nuestra pareja, decirnos cosas íntimas y bailar a la luz de las velas de una cena romántica: que nos preocupemos tanto por él como por ella. Además, se apostó por un castin potente para las voces para lograr esa conexión emocional: James McAvoy, Daisy Ridley, la pareja, y Willem Dafoe, el poli medio corrupto.
El trabajo de los actores es bueno, aunque se les nota perdidos en el medio interactivo en el que hay que doblar todas las posibilidades, pero esto no salva a Twelve Minutes, que falla en lo que pretende conseguir. Cuando el jugador ya ha repetido diez veces el bucle, uno piensa en la eficiencia de las acciones para que avance el juego y poco o nada importa la relación entre los dos protagonistas. Ni siquiera importa saber por qué está pasando lo que está pasando, solo se quiere que pase de una vez. Pero tampoco ayuda que la mayor parte de los diálogos sean forzadísimos, infantiles y con una idea equivocada, creemos, sobre lo que es tener una conversación entre personas adultas. No deja de ser una historia de folletín que trata de parecer más adulta de lo que es gracias a giros de guion que, bueno, cierto es que no están tan mal. Decepciona porque todo hacía pensar que podría haber sido mucho mejor de lo que es: no se trata de una disonancia entre las expectativas y la realidad (bueno, algo de esto hay), sino que ni siquiera es capaz de mantenerse a sí mismo como un buen juego de los que antes llamábamos “aventura gráfica”. Menudo panorama desolador.