Cannifest, en la buena onda de Humboldt
Con las montañas al este, la playa hacia el oeste y ráfagas de aire cálido y húmedo soplando a través de exuberantes bosques, ríos y granjas, el californiano condado de Humboldt es el mejor lugar del mundo para cultivar marihuana.
Con las montañas al este, la playa hacia el oeste y ráfagas de aire cálido y húmedo soplando a través de exuberantes bosques, ríos y granjas, el californiano condado de Humboldt es el mejor lugar del mundo para cultivar marihuana. Me mudé aquí tras vivir durante veinte años en la ciudad de Nueva York y tres en Los Ángeles, cuando la gran ciudad y sus problemas me resultaban ya tediosos.
Mi nueva base, la pequeña ciudad de Arcata, alberga a solo quince mil habitantes, la mayoría tranquilos y agradables. Cinco largas horas al norte de San Francisco, tras una enorme muralla de secuoyas, Humboldt ha creado sus propias normas acerca de la marihuana desde que en la década de 1950 llegaron los pioneros del movimiento anticonsumista back-to-the-land (‘vuelta a la tierra’) procedentes de Maine, en la otra costa de Estados Unidos.
En 1992, cuando empecé a vender hierba en Nueva York, la maría cultivada al aire libre en Humboldt era siempre superior a todo lo demás, alcanzando los setecientos dólares la onza (28,70 g), más aún si se vendía al gramo a domicilio. Hoy en día, los cultivadores de interior han copado el mercado norteamericano y el precio a menudo se reduce a cien dólares. Pero, pese al desplome, Humboldt sigue siendo el epicentro del cannabis de exterior. Los compradores de Colorado, del sur de California y de Nueva York se reúnen aquí, a finales de verano y también en otoño, con bolsas de dinero en efectivo que canjean por cosechas enteras. Y últimamente los precios se han estabilizado, a pesar de que cada vez más aspirantes a cultivador alquilan y compran propiedades por aquí. A diferencia de lo que sucede en Colorado, donde la hierba de interior domina el mercado, el estilo propio de Humboldt implica una ética ecológica, amorosa y hippie que se traspasa a las plantas. Aunque no todo es utópico. La propietaria de un dispensario local se quejaba recientemente de que más de la mitad de los productos cannábicos que pone a prueba presentan restos de E. coli, moho, hongos y de una gran cantidad de sustancias químicas dañinas. Tampoco es que la ley de marihuana medicinal de California requiera que ponga a prueba sus productos, sino que está orgullosa de la marca Humboldt y se niega a vender hierba tóxica.
El estilo de Humboldt, con su atenta y cariñosa onda hippie, se exhibe en todo su esplendor en Cannifest, una feria anual con su concurso de marihuana y con una serie de desafíos diseñados específicamente para medir las habilidades de los cultivadores del condado. La mayoría de las ferias comerciales de marihuana atraen a legiones de personajes de la industria que buscan “legitimar” el mercado. Les delatan sus informales chaquetas deportivas, pantalones de pinzas y cortes de pelo de presentador de la tele. De hecho, un amigo con un estand de prensado y destilación de la resina colofonia acostumbra a despreciar las ferias por el dolor de cabeza que le produce el continuo flujo de idiotas arrogantes e interesados escupiendo su diarrea verbal competitiva. Yo bromeo diciéndole que sufre de trastorno por estrés “post-show-cannábico”. Afortunadamente, no vi a nadie con americana o pantalones de pinzas en los dos días que pasé visitando decenas de estands de venta de semillas, zumo de cannabis, extractores, fertilizantes, servicios legales, comida hippie y maría.
Cuatro premios estaban en juego en esta edición de Cannifest: tres lámparas piramidales talladas en madera de secuoya y un gigantesco jarrón artesanal de vidrio, el Cannifest Bowl. Uno se lo llevó una encantadora dama con un vestido teñido a mano llamada Alexis, a quien nada más empezar el festival le habían pispado una pipa de vidrio verde con la inscripción “Para Lexi, gracias por todo el trabajo duro”. Horrorizados ante el hurto, los organizadores le otorgaron una de las lámparas piramidales, recordando a los doscientos o trescientos presentes lo feo que está robar. La multitud asintió con un abucheo dirigido al ladrón desconocido. Y yo casi esperaba que el culpable se arrepintiera y devolviera el pequeño bong. No fue así, pero, de haberlo hecho, probablemente habría sido perdonado, abrazado y se le habría dado un poco de hierba. No vi a un solo policía.
Otros premios se entregaban a los vencedores en pruebas en las que participaban cientos de personas como, por ejemplo, adivinar cuántas semillas de cannabis había dentro de una botella, identificar una variedad de cannabis tan solo por el olor –de una lista con doce posibilidades–, acertar el peso de una bolsa repleta de marihuana o liar porros lo más rápido posible. A mí se me dio bastante bien adivinar la variedad –OG–, liar rápido –once segundos– y calcular a ojo el peso de la bolsa (me acerqué bastante), pero fallé en varios cientos en el número de semillas y fui descalificado antes de llegar a los doce finalistas. El segundo premio que se entregó se lo llevó un tipo llamado Hot Rod (‘Coche de carreras’), quien fulminó a la competencia liando en un santiamén ocho porros tan apretados y perfectos como un cigarrillo industrial. Su lote de premios era de impresión: tres onzas de hierba de primera, semillas, sudaderas, una lámpara de mil vatios y varios cupones, pegatinas y libros. Él y su paciente esposa estaban realmente sorprendidos y agradecidos. Por otra parte, una docena de artistas locales fueron invitados a decorar un lienzo con sus mejores obras, dejando que el público votara su favorita. El premio se lo llevó Matt Beard por un paisaje de la cercana playa de Moonstone, con su cielo barrido por chemtrails y sus perfectas olas surferas.
En la mayoría de los festivales cannábicos, los concursos están diseñados para ganar dinero. Las variedades principales de marihuana compiten en diversas categorías por el consiguiente derecho a presumir y a aumentar los precios de cogollos y semillas. Algunos eventos cobran cientos de dólares por competir en hasta diez categorías, lo que multiplica exponencialmente sus ganancias, mientras los frikis del marketing, generalmente vestidos con pantalones de pinzas y chaquetas deportivas, convencen a aquellos que buscan dinero rápido con la marihuana para participar en tantas categorías como sea posible. Cannifest es todo lo contrario.
Mi amigo, el del trastorno por estrés, se relajó enseguida al comprobar que los visitantes de su estand le planteaban cuestiones muy informadas y a menudo brillantes. Su discípulo, un tipo de Ohio llamado Dax, presentó un exprimidor de colofonia que convierte en aceite los cogollos frescos. Una multitud de los mejores cultivadores de maría de Humboldt hacía cola con su material para transformarlo en resina pura, que en mi opinión es la forma más pura, placentera, sencilla y potente del aceite de cannabis. Libre de disolventes como el butano, el alcohol o el benigno pero poco eficaz CO2, se colocan cogollos enteros entre dos placas de metal calentadas a una temperatura específica para secar y obtener el mayor contenido de delicioso aceite, que fluye a borbotones y que después se raspa del circundante papel de pergamino. Las índicas se mantienen pegajosas a temperatura ambiente, mientras que las sativas se convierten en pegotes cristalinos, haciendo su recolección más engorrosa. Fue refrescante ver cómo la colofonia se ha popularizado desde que la descubrí por primera vez cuando el Reverendo Cannabis de Seattle la presentó en el Spannabis barcelonés del 2015. En los últimos años, el aceite de hachís extraído con gas butano (BHO) se ha convertido en fundamental para los fumetas empedernidos. Pero pocos extractores tienen la habilidad necesaria para eliminar el butano que lo vuelve tóxico. Ver a cantidad de porreros con ojos vidriosos, invariablemente tosiendo y escupiendo cada vez que le dan un toque, me recuerda al crac, la heroína negra y todo el lado sucio de las drogas. De la decena de estands en los que se podía probar aceite de hachís en Cannifest, solo un par presentaban en su composición algo más que resina pura. Algunos habían traído prensas baratas hechas en China para que la gente exprimiera sus cogollos y se colocara. Yo fumé un poco de resina en un canuto y me dejó demasiado colgado para ser funcional, por lo que me perdí la carrera de obstáculos y el juego de tirar de la cuerda –en el que, por cierto, los cultivadores de exterior vencieron a los de interior–. En ambas pruebas se ofrecían impresionantes premios, incluyendo lámparas de crecimiento y un vehículo todoterreno.
Por supuesto, también hubo un premio al mejor porro, el gran jarrón conocido como Cannifest Bowl, que se dirimió a la clásica e igualitaria manera de Humboldt: los cogollos se clasifican en tres categorías en función del nivel de THC, CBD y terpenos, y doce finalistas se disputan el premio que deciden las votaciones de las primeras 215 personas que quieran participar. Este año, la Cannifest Bowl fue para un muy feliz Daniel Dickerson, propietario del Humboldt Integrated Cannabis Collective, gracias a una variación de OG con genética de San Fernando. En definitiva, el Cannifest me devolvió la esperanza en los festivales cannábicos. Los conferenciantes hablaron sobre el uso del cannabis para tratar la esquizofrenia y otras enfermedades mentales, haciendo hincapié en la importancia de un acercamiento gradual, a medida de cada caso. Otra charla sobre comercialización y desarrollo de marca reunió a cultivadores de éxito que, contrariamente a muchos capitalistas de la marihuana, mantienen su integridad, tratan bien a la gente y se enorgullecen de su relación con el planeta. Así que si estás pensando en apuntarte el año que viene, ¡recuerda dejar tus pantalones de pinzas en casa!
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