El 28 de octubre de 2025, Melissa tocó tierra en la costa sur de Jamaica con vientos de hasta 300 km/h. En pocas horas, el país sufrió su peor desastre natural desde 1988 con 45 muertes confirmadas, más de un millón y medio de personas afectadas y pérdidas económicas que alcanzan el 30% del PIB nacional.
Las zonas rurales del suroeste, especialmente en St. Elizabeth, concentraron gran parte de los daños. Allí se destruyeron viviendas, caminos, sistemas de riego y cultivos, entre ellos, el cannabis. La planta emblemática de la identidad jamaicana fue arrasada sin distinción: desde invernaderos tecnificados, hasta huertos comunitarios y parcelas informales quedaron bajo lodo y escombros.
Desde 2015, Jamaica cuenta con un marco legal que despenaliza el consumo personal y reconoce el uso sacramental del cannabis por parte del movimiento rastafari. Sin embargo, la convivencia entre un mercado regulado y una tradición ancestral no ha eliminado las inequidades estructurales y la tormenta puso en evidencia esas grietas.
Los dispensarios del sector legal reportan inventarios críticos, con capacidad para abastecer solo por semanas. Al mismo tiempo, productores informales han perdido semillas, herramientas y hasta sus viviendas. Para muchas comunidades rastafari, la ganja no es un bien comercial sino medicina, sustento y sacramento. Su destrucción implica también la pérdida de conocimientos, ritos y economías familiares.
La respuesta inicial ha venido mayoritariamente desde la sociedad civil, la diáspora y figuras públicas. Iniciativas como Grass to Grace canalizan apoyo a pequeños cultivadores; deportistas como Usain Bolt y artistas como Shaggy o Sean Paul han activado redes de ayuda y plataformas cannábicas como Cookies Jamaica participan en acciones de emergencia.
La situación recuerda que la industria cannábica global no es inmune a los impactos climáticos. En 2021, ya se había registrado una escasez local por causas similares. Esta vez, la devastación es más amplia y se plantea como una señal de alerta para los modelos de producción, distribución y resiliencia frente a eventos extremos.
La ganja jamaicana ha sido durante décadas un símbolo cultural exportado al mundo. Hoy, esa imagen enfrenta su prueba más dura. La reconstrucción tras Melissa será una medida concreta de cuán justa y solidaria puede ser la economía global del cannabis cuando las comunidades que la sostienen quedan al borde del colapso.