Stephen King: La densidad del miedo
Para Stephen King el miedo fue casi una manera de ser y estar en el mundo.
Para Stephen King el miedo fue casi una manera de ser y estar en el mundo. Fue, y aún es, una poderosa frontera vital en su cotidiano, pero al mismo tiempo el germen literario que lo ubicó donde hoy está. Es que de ese miedo constante -a la oscuridad, al desamparo, a las aspiradoras que vendía su padre- surgió el material denso que compuso su obra. Con las drogas no tuvo una relación feliz, sobre todo porque se dedicó a caer en ellas a la hora de olvidar temores y soledades. Para él hay puentes que no siempre logran cruzarse montados en muletas.
Hay una densidad desentrañable en el miedo. En esa emoción que no se explica pero que puede ser sondeada y deconstruida para transformarse en relato. Y Stephen King tuvo miedo. Mucho miedo al mundo y sus abismos cotidianos. Tanto como para hacer de él el eje de su literatura. Porque, y aquí lo interesante, él no se limitó a percibirlo sino que se dedicó a pensarlo, a intentar describirlo en la complejidad de su andadura. Y así pasó que la perturbación fue transformándose en el caldo para el cultivo de una producción tan llena de telequinesis, venganzas y sangres que brotan de la supuesta nada. Quizás en King la estrategia fue pensar el miedo para exorcizarlo y a partir de allí crear un relato transmisible en forma de libro; una buena forma de supervivencia. La periodista Ana Goñi suele decir que Stephen King escribe para expurgar demonios. De hecho, lo cuenta él mismo en su autobiografía. Y ya el dato nos da pie para pensar al personaje. Lisa Rogak, autora de Haunted Heart: The life and times of Stephen King, dice que sus miedos centrales no eran demasiado excéntricos, eran más bien miedos comunes: “La oscuridad, serpientes, ratas, arañas, las cosas fangosas, la psicoterapia, la deformidad, los espacios cerrados, ser incapaz de escribir, volar y el número 13 o sus múltiplos”; sin embargo, lo anecdótico era en todo caso la relación que establecía con sus miedos. Era como si en algún punto disfrutara de habitarlos, de darles espacio, de acogerlos para intentar entenderlos en términos al menos narrativos. Por eso quizás no nos sea posible pensar la escritura de King sin pensar en sus miedos. Comenzó leyendo a Poe y a Lovecraft cuando aún era niño; encontró en ellos el colchón perfecto para legitimar en sí mismo un pensamiento posible alrededor de la locura y lo sobrenatural.
En Stephen King, el miedo se nota incluso cuando habla de drogas, pero aquí parece no haberse detenido a pensar como él sabe. Me refiero al hecho de pensar las sustancias en sus porqués, sus placeres y dolores posibles y pasados. Porque lo que hace al referirse a este tema es refugiarse en una suerte de mea culpa de quien ha sido adicto, para plantearnos que las drogas son, por lo general, terriblemente nocivas para el ser humano y sus capacidades sociales. En muchas de sus reflexiones al respecto, se percibe un cierto tufillo moralista. Pero, vamos por partes.
Carrie, su primera obra publicada (que no escrita), fue vendida a Doubleday por 2.500 dólares, que se convirtieron en 400.000 para el editor. Y fue después de esta historia de una niña con poderes para mover objetos que la vida de King dio un vuelco importante, lo suficiente como para abandonar la caravana que compartía con su esposa y comenzar a vivir el tumulto de la presión del texto en una habitación más confortable. Y entonces se potenciaron el miedo, la inestabilidad y, ante eso, como muchas veces, aparecieron ciertas drogas como pantallas para tapar agujeros. King bebía mucho alcohol, hasta veinticuatro latas de cervezas cada día, para poder escribir; luego pasó a la cocaína, al Valium e incluso a los jarabes contra la tos, que ayudaban a agudizar la osadía. De ahí algo surgía. Empantanado, pero surgía. Años después, en una suerte de carta escrita en un estilo muy de “autoayuda”, se diría a sí mismo: “Querido yo. Te escribo desde el año 2010, al alcanzar la totalmente ridícula edad de 62, para darte un consejo. Es simple, tan solo cinco palabras: mantente alejado de las drogas. Tienes mucho talento, vas a hacer feliz a mucha gente con tus historias, pero también eres (triste pero cierto) un yonqui en ciernes. Si no haces caso de esta carta y cambias el futuro, al menos diez años de tu vida (de los treinta a los cuarenta) van a ser una especie de oscuro eclipse en el que decepcionarás a un montón de gente y no podrás disfrutar de tu propio éxito. También estarás cerca de la muerte en varias ocasiones. Hazte un favor a ti mismo y disfruta de una vida más productiva. Recuerda: al igual que el amor, la resistencia a las tentaciones hace al corazón crecer fuerte. Permanece limpio. Con mis mejores deseos. Stephen King”. Dice Lisa Rogak que cuando su familia organizó una intervención para ayudarle a dejar el alcohol, su mujer vació una bolsa de basura delante de todos que contenía “latas de cerveza, colillas, cocaína en botellitas de gramo, más cocaína en bolsitas, cucharitas para coca manchadas de mocos y sangre seca, Valium, Xanax, frascos de jarabe para la tos y hasta botellas de elixir bucal”. “Tomé todo lo que pueda imaginarse –reconoce en su autobiografía–: cocaína, Valium, Xanax, lejía… Digamos que era multitoxicómano. Lo malo es que entonces no había programas de ayuda. Tuve una novela, Cujo, que incluso casi no recuerdo haberla escrito”. Más adelante, en una entrevista, profundizaba en la misma cuestión: “La idea de que la creación y las sustancias psicotrópicas vayan de la mano es uno de los grandes mitos de nuestra época, tanto a nivel intelectual como de cultura popular. (…) Los escritores que se enganchan a determinadas sustancias no se diferencian en nada de los demás adictos; ‘son necesarios para atenuar un exceso de sensibilidad’ no pasa de ser la típica chorrada para justificarse. He oído el mismo argumento en boca de operadores de quitanieves: que beben para calmar a los demonios. (…) Hemingway y Fitzgerald no bebían porque fuesen personas creativas, alienadas o débiles moralmente, sino por la misma razón que todos los alcohólicos. No digo que la gente creativa no corra mayor riesgo de engancharse que en otros trabajos, pero ¿y qué? A la hora de vomitar en la cuneta, nos parecemos todos bastante”.
Stephen Edwin King nació en Estados Unidos hacia 1947, es en parte el autor de aquellos libros y películas que nos inquietaron. Los mismos que fueron perdiendo una cierta legitimidad como obras de culto a partir de transformarse en best sellers, en serie, o en un “estilo” específico que rompía en parte su potencia original. Sin embargo, son obras que continúan alertando y alarmando; inquietando como se inquieta King con la página en blanco. El resplandor, Misery, La zona muerta son algunas de aquellas obras. Desde 1974 hasta hoy no ha parado casi de publicar, hay un libro para cada año, y en ocasiones dos. Es como si no hubiese encontrado otra forma de lidiar con sus miedos, como si no pudiera frenar el deseo de escribir para escapar o exorcizar los demonios aquellos. Aún está en ello. Dicen y dice que sin drogas de las prohibidas, al menos, pero está en ello. Tendremos King para rato.