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El consumo de cocaína fue temprano en Chile. En los años treinta del siglo XX era frecuente en los clubs de Valparaíso y Antofagasta, y hay que remontarse a los años veinte para identificar los primeros puntos de distribución ilegal de estupefacientes, que no fueron otros que boticas y farmacias autorizadas para la venta legal bajo prescripción médica. 

El consumo de cocaína fue temprano en Chile. En los años treinta del siglo XX era frecuente en los clubs de Valparaíso y Antofagasta, y hay que remontarse a los años veinte para identificar los primeros puntos de distribución ilegal de estupefacientes, que no fueron otros que boticas y farmacias autorizadas para la venta legal bajo prescripción médica. 

La utilización de formularios de recetas robadas o falsificadas o el recurso a boticarios poco escrupulosos hacían posible conseguir drogas ilícitamente. Otros focos de distribución ilegal fueron las pulperías de las salitreras, en donde la escasa o nula fiscalización y la numerosa presencia de ciudadanos peruanos y bolivianos favorecían la venta clandestina. 
Las autoridades, sabedoras de las inclinaciones nocturnas de los consumidores, obligaron al cierre de las farmacias a partir de las veinte horas; aparecieron entonces los traficantes dedicados al transporte de los alcaloides a clubes nocturnos y prostíbulos. 

A finales de los cuarenta, bajo presión estadounidense, traficantes peruanos crearon rutas de contrabando marítimo de cocaína que abarcaron el norte de Chile, región que a partir de los años cincuenta pasó a ser un importante enclave del narcotráfico. 

En Chile, el negocio fue operado por un clan empresarial turco, la familia Huasaff-Harb, que dispuso de laboratorios, mantuvo relaciones con productores bolivianos, fomentó la producción en zonas como el Chapare y creó rutas a través de México. Contaron con protección policial, y Santiago se convirtió en un reputado centro de consumo. 
Estos hechos no pasaron desapercibidos a las autoridades estadounidenses e Interpol, que realizaron sucesivos arrestos durante los años sesenta. Como consecuencia de ello, el negocio se tornó más descentralizado, competitivo e incontrolable. Surgieron nuevos traficantes, que incluían a mafiosos extranjeros. Fueron tiempos de auge coincidentes con los gobiernos de Frei y Allende. Pese a las dificultades que tuvieron para contener el tráfico, informes estadounidenses mostraron admiración por la brigada antinarcóticos chilena, y Allende fue considerado como cooperador antidrogas. 

Tras el golpe de 1973, la DEA convenció a Pinochet de que una eficiente campaña antidroga contribuiría a lavar su imagen, generaría simpatías estadounidenses y evitaría que la izquierda pudiera financiarse con fondos del narcotráfico. Los diecinueve traficantes más famosos fueron deportados o encarcelados; el principal laboratorio, desmantelado; Allende, acusado póstumamente de colaboración con el narcotráfico, y numerosos oficiales antinarcóticos y de aduanas, detenidos, expulsados o asesinados. 

El flujo de cocaína se desplazó a Colombia: los chilenos fueron substituidos por contrabandistas colombianos que transportaban la cocaína a Estados Unidos y regresaban con electrodomésticos. 

Relato de un náufrago 

El destructor Caldas de la Armada Colombiana, procedente de Estados Unidos, naufragó en el Caribe en 1955 a causa de un golpe de viento y una carga de electrodomésticos mal estibada. 
Alejandro Velasco, único superviviente, gozó de fama y reconocimiento hasta que contó su historia a Gabriel García Márquez. En 1955, el relato fue publicado en el diario El Espectador, que poco después fue clausurado por el dictador Gustavo Rojas Pinilla. 

¿Narcodictadura? 

En el 2006, el escándalo de los fondos de Pinochet en el exterior puso en duda la incorruptibilidad del dictador; medios internacionales publicaron artículos relativos a su vinculación con el narcotráfico a finales de los setenta, cuando en pleno aislamiento internacional y volcado en la organización de planes terroristas como la Operación Cóndor habría optado por el tráfico de drogas para financiar actividades clandestinas. A día de hoy, son muchas las cuestiones pendientes de aclarar. 

Años amargos 

En los años noventa, diversas organizaciones políticas armadas se desintegraron. Algunos exmilitantes con experiencia en el manejo de armas y diseños operativos se integraron en grupos delictivos. En general, se trató de personas con escasa formación política abandonadas a su suerte, a las que algunos compararon con los veteranos de Vietnam o, más actualmente, con los disidentes de las FARC.

La historia continúa

El crecimiento económico rápido y desigual que se produce en el país desde los años noventa en un entorno de globalización y valores neoliberales grabados a fuego en las mentes de los ciudadanos contextualizan el actual tráfico de drogas. El narco adopta un perfil de actuación próximo a la pequeña o mediana empresa, estructurada en torno a un núcleo familiar que adopta las decisiones importantes y se reserva el contacto con los proveedores; el resto de las tareas se asignan flexiblemente para así disminuir costes y riesgos empresariales. 
Chile es hoy el tercer país de América en cuanto a consumo de cocaína (11,83% de población entre 15 y 64 años); solo Estados Unidos (16,5%) y Canadá (14,73%) están por encima de él. 
Para algunos analistas, esa prevalencia del consumo se relaciona con los numerosos problemas psíquicos padecidos por la población y que se unen a la falta de estructuras de atención psiquiátrica. Endeudamiento, temor al desempleo, teleseries e interminables crónicas de sucesos, unidos a aspiraciones sociales irrealizables, explican, aunque sea parcialmente, esta situación. 
 

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #245

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