La reflexión profunda no es siempre el mecanismo utilizado por nuestras mentes. Por un lado, no es malo, pues nos ahorra mucho gasto energético, pero nos puede llevar a errores lamentables. Un error común es nuestra tendencia a juzgar las cosas comparándolas con otras semejantes que ya hemos conocido. Lo que consideramos normal es aquello a lo que estamos acostumbrados. Se trata de un atajo mental que hace que las personas consideren que lo que conocen explica las cosas nuevas con las que se encuentran.
Otro error muy común es comprometernos cada vez más con un curso de acción ineficaz por los recursos que llevamos invertidos. A esto se une lo que se conoce como la aversión a las pérdidas: la tendencia a vernos más afectados por potenciales pérdidas que por las potenciales ganancias.
Un error clásico es el que se conoce como sesgo de confirmación: la tendencia a ser más receptivos a la información que confirma lo que ya creemos o queremos creer. También solemos atribuir los actos de los demás a causas internas, pero lo que hacemos nosotros, a causas externas. De forma poco aceptable juzgamos a algunas personas como estúpidas o incompetentes sin buscar otra explicación alternativa a sus actos. Si utilizáramos la misma barra de medir con nosotros y buscáramos causas externas, haríamos juicios más justos.
Las situaciones son muchas veces complejas. La lógica es útil cuando los problemas que afrontamos están claramente circunscritos, como calcular porcentajes o hacer cálculos. Pero cuando se trata de problemas que tienen que ver con el comportamiento humano o con el mundo natural, la lógica no siempre es útil.
También solemos elegir opciones que nos son familiares. Está comprobado que la familiaridad afecta a nuestras elecciones (¡de eso vive la publicidad!), aunque para la mirada de otro sean erróneas. Nos es más fácil y cómodo pensar en las cosas que ya conocemos.
Es también un clásico hacer planes para el nuevo año. Decidimos hacer más ejercicio, perder peso, beber menos. Normalmente, estos planes suelen durar una semana, no importa lo buenos que sean. Por no hablar de los hábitos que se convierten en patrones de comportamiento tan enraizados en nuestras vidas cotidianas, que ya no los controla la mente consciente, sino que se producen de una forma automática e inconsciente.
También las palabras emocionalmente negativas, o sea, las que causan sentimientos negativos, como guerra, tortura o muerte, atraen nuestra atención más que las palabras que podríamos denominar felices. Lo que tal vez tenga que ver con nuestro pasado como especie, en el que estar vivos y saludables implicaba eludir estas cosas.
Solemos utilizar lo que se llama esquema anticipatorio, una representación mental de nuestro entorno que nos dice qué podemos esperar y se pone al día de instante en instante. Si tratáramos cada planta, edificio o persona como si fueran totalmente independientes y distintos a cualquier cosa que ya conocemos, nuestro cerebro se vería desbordado y colapsaría: no podría procesar tal cúmulo de información.
Hemos visto como la representación es algo más que almacenar información. No solo recogemos información como una cámara; estamos personalmente implicados en el modo en que representamos el mundo. Nuestra idea sobre lo que el mundo es parte de nuestra experiencia e ideas, así como de la información externa. Muchos hemos experimentado la afluencia de recuerdos cuando encontramos cierto olor u oímos una canción concreta que nos trae muchos recuerdos. Esta información sensorial está muy vinculada con nuestros recuerdos.
Las anécdotas personales son mucho más memorables. Si alguien que conocemos es robado en cierta ciudad, consideramos que se trata de una ciudad peligrosa, aunque las estadísticas demuestren que ello es incierto.
A medida que envejecemos somos conscientes de nuestros fallos de memoria, pero en realidad le pasa más a la gente joven. Pero los mayores son más conscientes de ello y le dan mayor importancia.
Incluso cuando no somos conscientes de nuestro entorno inmediato, nuestros cerebros siguen activos. Es un mito el que solo utilizamos el diez por ciento del cerebro. Todo el cerebro está constantemente activo. El cerebro está activo incluso cuando dormimos.