El amor a la química y la química del amor
‘PIHKAL’ y ‘TIHKAL’ por fin en castellano
La edición en castellano –publicada por la Editorial Manuscritos– de las dos obras cumbres de la literatura química contemporánea sobre sustancias psicoactivas, PIHKAL y TIHKAL, es uno de los acontecimientos culturales del año.
La edición en castellano –publicada por la Editorial Manuscritos– de las dos obras cumbres de la literatura química contemporánea sobre sustancias psicoactivas, PIHKAL y TIHKAL, es uno de los acontecimientos culturales del año. Esta obra conjunta del químico, psicofarmacólogo y neurocientífico norteamericano Alexander Shulgin y de su esposa, la terapeuta neozelandesa Ann Shulgin, es producto de un largo año exclusivo de horas de traducción a cargo de un equipo comandado por el filósofo y traductor Juan Carlos Ruiz Franco.
Gracias al trabajo combinado de especialistas traductores y de lectores que apoyaron con su compra previa el Proyecto Shulgin en Español, los nietos de Cervantes podemos por fin disfrutar del legado inmenso de este matrimonio de sabios y druidas contemporáneos. Sasha Shulgin, el hombre que más sustancias psicoactivas nuevas sintetizó en vida –más de 200–, el hombre que realizó en sí mismo más de 4.000 experimentos reportados con enteógenos, nos deja ahora su legado en nuestro idioma: más de dos mil páginas con el hombre que viajó a más planetas y galaxias interiores, inventó las naves para hacerlo y nos enseñó cómo regresar a la Tierra luego vivitos y coleando.
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“Si mi madre aún estuviese viva –pensé mientras hojeaba mis ejemplares de PIHKAL y TIHKAL recién rescatados de la oficina de correos, con una excitación que solo los lectores y los coleccionistas compulsivos comprenden–, con esta historia habría acabado de enterrar sus prejuicios”. Mi madre murió hace trece años y ocho meses y tenía nombre de poema en latín. Me transmitió el afán por intentar descubrir, me enseñó que los libros guardaban historias, me enseñó a no conformarme. Me enseñó a que eso que llaman amor y que tiene tantas aristas, estancias y manifestaciones, solo se hace sólido y mayúsculo cuando admiramos, respetamos y queremos al otro, incluso –y sobre todo–, cuando divergimos sobre sus ideas y posiciones ante la vida, sobre sus gustos y preferencias.
Mi madre murió de cáncer tras dos años de lucha. Nunca se drogó más que subiendo veredas y montañas y cultivando flores en su jardín. Durante su enfermedad yo, además de intentar entender un poco más qué coño era eso del tránsito entre vida y muerte, además de intentar encontrar un secreto capaz de revertir los procesos cancerígenos, intenté ayudarle con algo que conocía lo suficiente como para saber que algún alivio durante las quimioterapias podía procurarle: el cannabis. Al principio mi madre puso el grito en el cielo. Pero como estaba demasiado agotada como para gritar tan alto, se acabó sometiendo a los experimentos de su primogénito. En poco tiempo, aquella mujer a la que receté minúsculas dosis de mantequilla de marihuana que envolvían caramelos de miel y limón, dejó de tener vómitos, abandonó el carísimo medicamento que recetan para paliarlos en la Seguridad Social, recuperó apetito y acabó practicando un proselitismo cannábico desarmante entre enfermos y personal del hospital. Y, lo más importante, esas barreras últimas que suelen relacionar a hijos y padres como herencia y posesión, como pertenencia con derechos y sometimientos, se disolvieron finalmente. También le procuré un día de lúcida ebriedad. A petición suya encargué a una amiga que me hiciera un pequeño dulce con chocolate y maría, que pasara por una de esas pastas de té de las que vendían en su confitería malagueña favorita. Una tarde mamá llamó al teléfono de casa. La risa apenas le dejaba hablar.
–¡Jajajajaja!... ¡Niñooo!, ¿y esto por qué lo prohíben si es tan buenoooo? ¡Jajajaja!... Y colgó, muerta de la risa. Y luego, me dijo, durmió como una bendita y soñó con cosas de cuando era chica que había olvidado. Tres semanas más tarde, estábamos esparciendo sus cenizas por una de sus cañadas favoritas de la Axarquía.
Usted se preguntará qué puñetas pinta la madre de un cronista desconocido en un artículo sobre la edición en español de los dos libros, junto con el Pharmacotheon, de Jonathan Ott, más trascendentes en la historia de la química enteogénica y psiquedélica. Es sencillo: yo, de profesión, entre otras cosas, periodista y comunicador, intento transmitirles parte de la pasión que me despiertan estos dos enormes libros cuyos nombres en inglés invocan a dos acrónimos: Phenethylamines I Have Known And Loved (‘Fenetilaminas que he conocido y amado’), PIHKAL; Tryptamines I Have Known And Loved (‘Triptaminas que he conocido y amado’), TIHKAL. Y las dos obras venían seguidas de un subtítulo: A Chemical Love Story, la primera, y The Continuation, la segunda. Y no he podido evitar contarles una de mis historias químicas favoritas. Mi madre era una amante de la verdad y el conocimiento y le gustaban las historias de amor. Y le gustaban esas historias donde hay igualdad, lealtad y complicidad entre hombres y mujeres. Ella se hubiera enamorado del humor cáustico y de la inteligencia de Shura y le hubiese gustado ser como Alice, Sasha y Ann, respectivamente, los protagonistas de esta biografía enmascarada en forma de novela de amor escrita en dos tomos; más de dos mil páginas que contienen a la vez un tratado de maneras de sintetizar por vez primera, en un laboratorio, más de 200 sustancias químicas con efectos psiquedélicos y el reporte de su experimentación con ellas.
“Utilízalas con cuidado y con respeto a las transformaciones que pueden lograr y tendrás una extraordinaria herramienta de investigación. Vete a darlo todo un sábado noche con una droga psicodélica y puedes acabar en muy mal lugar, psicológicamente hablando. Conoce lo que tomas, decide por qué lo tomas y podrás vivir una experiencia enriquecedora. No son adictivas, y tampoco sirven para escapar, pero son herramientas extraordinariamente valiosas para la comprensión de la mente humana y cómo funciona”
Sasha Shulgin, sobre el uso de los psicoactivos
Quién era Shulgin
Shulgin fue el más prolífico e importante químico psiquedélico de la historia de la humanidad y uno de los más influyentes científicos –y pensadores– contemporáneos en el campo de las neurociencias. Tras haber probado la mescalina por vez primera con treinta y cinco años, decidió que dedicaría su vida a la investigación de todas las sustancias psiquedélicas. Sasha, que le hizo ganar tantos millones de dólares a Dow Chemical por haber inventado el primer insecticida biodegradable en 1961, el Zectrán –razón por la cual Sasha gozó de mucha más libertad investigadora que el resto de sus colegas–, dejó sus privilegios, se puso a estudiar neurociencias y empezó a fabricar drogas psicoactivas en un cobertizo convertido en laboratorio de su casa. Su método era más parecido al de un músico –él era un músico virtuoso– o un perfumista, ya que, al convertirse en sujeto de experimentación él mismo, logró alcanzar un nivel intuitivo fuera de lo común a la hora de imaginar la estructura del compuesto que deseaba crear. Casi un Jean-Baptiste Grenouille del enteógeno, Sasha imaginaba un compuesto que permitiese, es un ejemplo, desarrollar la percepción musical combinándola con el éxtasis místico pero aportando, a lo mejor, durabilidad y concentración. Y, partiendo de las características de lo conocido, de los estudios de campo y laboratorio comparados con el funcionamiento electroquímico del cerebro humano, iba quitando y añadiendo moléculas por aquí y por allá hasta hallar la sustancia imaginada. Luego, era cuestión de ensayos. Si no funcionaba, a otra cosa. Si era interesante, se lo pasaba a Ann y luego al resto de sus ocho colaboradores. En ese sentido, Shulgin, junto a su esposa Ann, una espléndida terapeuta que le abrió las alas del corazón, la intuición y lo poético, se convirtió también –y eso es tan importante como sus propias fórmulas– en una especie de Prometeo, de Adán que va poniendo nombre a las cosas y dándoles usos a medida que las iba experimentando. Shulgin desarrolló toda una nomenclatura nueva, una forma de referirse y estar en la experiencia enteogénica, de relatar y ser autoconsciente en los estados alterados de la mente y el espíritu, de generar un campo de experimentación en función de un pequeño equipo de psiconautas; un selecto grupo de exploradores de la mente que cumplían a rajatabla tanto las reglas de ingesta –situación, concentración, técnica de ensayo, control de las condiciones del experimento, posología– como el relato posterior de las mismas. Hoy todo investigador psiconáutico que se lo tome medianamente en serio debe pasar –lo sepa o no– por las enseñanzas sobre el cómo experimentar con uno mismo de Shulgin como si de las técnicas de un maestro de yoga se tratara. Para los legos, Shulgin podía parecer un mago, un druida, un Jedi, un científico loco, un chamán medio majareta que se reía por todo: el antichamán, el heyoka, en su estado más elevado, de los indios lakota. Y todo eso era. Además de un poeta de los neurotransmisores, un compositor de la estructura invisible de la materia orgánica. Era Alonso Quijano con la lucidez del lecho de muerte. Y fue también un hombre nada arrogante, porque aprendió desde muy pequeño que era mejor pasar desapercibido que destacar. Y sobre todo, un valiente que se enfrentó a los poderosos y difundió a todas las generaciones sus descubrimientos cuando supo que esa y no otra era su misión. Científico, alquimista, mago, músico virtuoso, bromista irredento, el abuelo Sasha era un tipo de otro planeta. Y su fuerza aún nos acompaña.
¿Qué puede encontrar el lector en estos dos tochos?
PIHKAL y TIHKAL son como El Quijote: libros que parecen una cosa y son esa y otras; libros que contienen muchos libros dentro. Son libros para muchos tipos de lectores: para el químico, el neurocientífico, el psicólogo, el aficionado a la historia, el drogófilo, el psiconauta, el tipo al que no le gustan las historias de las que ya conoce el final, la tipa a la que le gusta comprar libros gordos porque odia que se acaben pronto. Son libros, además, escritos a cuatro manos. Las de Alexander “Sasha” Shulgin (1925-2014), químico y psicofarmacólogo norteamericano, y las de Ann Shulgin, seis años más joven que el anterior, una terapeuta junguiana neozelandesa, hija de los años libertarios de la psicodelia, que se convirtió en la segunda esposa del llamado “Padrino del Éxtasis”, tras conocerlo y enamorarse perdidamente de él a finales de los setenta. Estos dos libros cuentan todo: cómo se conocieron; cómo hicieron para unirse; qué trabajos llevaron a cabo juntos; cuál era el ambiente intelectual y científico en el que vivían; cuándo, cómo y qué sustancias tomaban y cómo se sintetizaban; cómo llegaron a la conclusión de que el mundo necesitaba conocer todo el trabajo que aquel Gandalf contemporáneo iba haciendo en su laboratorio doméstico para poderlo reproducir; qué sistema de reportes debían crear para lograr la máxima objetividad posible al reportar los efectos de la ingesta de cada sustancia y en qué cantidades y condiciones; cómo se decidieron a publicar PIHKAL en 1991, y cómo fue desmantelado su laboratorio californiano por los agentes de la DEA tras la publicación del mismo y el matrimonio fue multado con 25.000 dólares.
Lejos de amilanarse, aunque los Shulgin no eran precisamente Panteras Negras sino más bien amables ancianitos ideales para un casting de lotería navideña, el matrimonio respondió con un segundo libro publicado en 1997, TIHKAL. The Continuation, contando serena pero retadoramente lo que le habían intentado hacer, a él que tanto había ayudado como perito a la DEA precisamente, y añadiendo más recetas químicas, más reportes, más ideas serenamente revolucionarias. Más química y más amor. Mucha más política. Más ilustración y libertad. Si en el primero eran las feniletilaminas las sustancias reportadas, en TIHKAL le tocó el turno a las triptaminas. Y de ambas, casi 250 sustancias diferentes, la gran mayoría eran invenciones del propio Shulgin, el Mozart de la química visionaria del siglo xx. Y todas ellas las probaron, y de todas ellas reportaron su uso. Ellos y su grupo de colaboradores especializados dispersos por todo el mundo.
Si usted sabe la química suficiente y tiene el laboratorio adecuado, con estos libros puede transformarse en un alquimista del cerebro, los sentidos, las emociones, la iluminación y el espíritu. Puede intentar también hacerse un Walter White, pero entonces no habría entendido nada. Si usted es un curioso psiconauta o una drogófila ilustrada, un terapeuta que busca ir más allá de los límites legales pero no sabe lo que es un matraz, también está de enhorabuena: los simpáticos ancianitos le habrán dejado un manual concienzudo de cómo no cruzar las líneas de seguridad y qué equipo personal, preparación y entrenamiento debe llevar si desea experimentar con tal o cual sustancia. Si a usted le gustan las historias de love bigger than life pero las novelas de Danielle Steel le parecen una mariconada indecente, también tiene jamón del bueno. Si usted es de los que disfrutan con las hazañas increíbles que los seres humanos son capaces de lograr, ya tienen acá a su nuevo matrimonio Curie. Somos muchos a los que nos gusta leer la historia de Thor Heyerdahl en la Kon-tiki y el navío más peligroso que hemos pilotado es un colchón hinchable de Nivea a veinte metros de la orilla en aguas calmas. Por fortuna, leer historias nos exime del miedo o la cobardía durante unas horas y, a veces, también nos vacuna de sus efectos secundarios.
La edición en castellano
Tras más de dos décadas, este legado fabuloso ya puede leerse en castellano. Desde hace apenas un mes y medio, la Editorial Manuscritos comenzó a enviar por correo los dos ejemplares al precio de setenta euros a todos los futuros lectores que habíamos contribuido a través de las redes en la campaña de compra previa, una suerte de crowdfunding drogófilo nunca antes practicado en España a esta escala, muy similar al sistema de autoedición que en su día siguió Shulgin para editar originalmente sus libros. De esta manera, los lectores en el segundo idioma del mundo en influencia y distribución geográfica, nos volvimos cómplices en el relanzamiento del virus del conocimiento secreto que alienta esta obra. Traducir PIHKAL y TIHKAL al castellano era un desafío y una necesidad que llevaba años sobre el tapete. No por culpa de Shulgin. Hacía ya años que el venerable Panorámix le cedía sus derechos a cualquiera a quien notase con corazón noble, mente aguda y cultivada y capacidad de trabajo suficiente para semejante empresa. En España era el psicofarmacólogo clínico, habitual colaborador de esta revista, José Carlos Bouso quien había intentado el encargo, desechándolo en varias ocasiones.
Pero no fue hasta que Bouso contactó con otro ilustre colaborador de esta revista, el filósofo, nutricionista y traductor, especialista durante años en temas de nutrición, farmacología y dopaje deportivos, autor de monografías como Albert Hofmann. Vida y legado de un químico humanista, Juan Carlos Ruiz Franco, que la posibilidad de tener esas obras en castellano se hizo posible. Y Ruiz, amante del citius, altius, fortius en toda su extensión, otro hombre que estudió latín en la escuela, aceptó el reto y comandó desde entonces el Proyecto Shulgin en Español. Buscó, como Shulgin hacía para los estudios de las sustancias mágicas que salían de sus probetas, a sus Ocean’s Eleven particulares, campeones de la traducción familiarizados con la química: su mano derecha es Alfonso Barba, bioquímico, traductor y antiguo miembro de la Asociación Eleusis. El resto del grupo, aparte de apoyos finales cuando el tiempo apretaba y ayudas para la difusión a través de las redes, lo componían Antonio Cillero, Igor Domingo, Ricardo Marticorena, Mario Manjárrez, Guillermo Herranz y su esposa Cris, y Mari Mar Adrián, que se encargó de la comunicación.
Ruiz hizo cuentas, se preparó a conciencia para lograr medalla en estas Olimpiadas. Y si tuvo que tomar algo en el proceso para lograr los objetivos, lo hizo à la Shulgin: sabiendo qué, cómo, bajo qué circunstancias y en qué dosis. Montó una web (www.shulgin.es); abrió una página de Facebook para la ocasión; creó una lista de correo donde nos iba dando cuenta de los avances del trabajo y plazos de entrega; cada tanto nos ofrecía un caramelito en forma de extracto de capítulo, prólogo o colaboración jubilosa de alguna eminencia psiconáutica (Ott, Escohotado, la propia Ann Shulgin, Fernando Caudevilla, Manuel Guzmán, el propio Bouso, Juan Carlos Aguirre, Alaska, Rick Doblin...); nos regalaba un libro digital sobre los Pioneros de la coca y la cocaína; nos ilustraba con una concienzuda biografía de Sasha, o nos mandaba alguno de sus reportes sobre sustancias con nombre extraño que inmediatamente nos abrían un doble apetito sobre el libro y sobre esos cristales o polvos de nombres desconocidos y sugerentes (2C-B, 5TOM, 2C-I, DOM, 2C-T4, 4-TASB, 2C-D, GANESHA, IRIS, NEXUS ALEPH-7...). En los primeros días de diciembre empezamos a recibir nuestros ejemplares como quien recibe la carta de aceptación en una logia masónica. Desde entonces, las fórmulas y enseñanzas del sabio se encuentran en unas 500 bibliotecas privadas donde se habla español. Y como parece que se han cubierto gastos, han quedado unos cuantos libros para vender por web y en algunas librerías. ¿Habrá segunda edición? Bueno, partido a partido, que diría ese pensador contemporáneo del balompié hispano.
“Inventé algunos psicofármacos nuevos. Y los sigo inventando. Pruebo cada droga nueva en mí mismo, comenzando con niveles extremadamente bajos y aumentándolos gradualmente hasta que comienza la actividad. Ahorra muchos ratones y perros, créeme. Si me gusta lo que veo con el nuevo compuesto, lo pruebo con mi grupo de investigación. Después, escribo los resultados y los publico en una revista”
Sasha Shulgin
Un trabajo titánico
“Era impensable que no existieran estos libros en castellano”, afirma Ruiz Franco, teniendo en cuenta el peso del territorio latino en el mundo de la psicodelia, enteogenia y enteobotánica. “La vida es un cúmulo de casualidades que luego se transforman en causalidades. Yo era una doble rata: de gimnasio y de biblioteca. Sé muchísimo de doping físico e intelectual. Dopaje intelectual como dopaje físico. Pero hasta hace pocos años no sabía nada de sustancias psicoactivas que alteran la percepción. Precisamente empecé con la mescalina, como Shulgin”, confiesa este amante del ajedrez. Le refiero lo paradójico de su caso: “comenzaste buscando drogas que aumentaran el rendimiento físico en tu juventud; luego, buscaste las que aumentaran tu capacidad y rendimiento intelectual; por fin has dado con las que logran ir más allá de los límites del ser y son patrimonio del espíritu. Si te fijas, en tu propia biografía se describe el camino de ascensión –o descenso– por los tres niveles básicos de la existencia y la realidad: cuerpo, mente y espíritu”. Juan Carlos se ríe y admite el esquema, y se refiere a la persona que considera clave en esta empresa, el que le convenció para hacerlo, José Carlos Bouso.
Bouso se quita toda la importancia en la hazaña. “Esto era una empresa casi imposible, por la especialización que exigía y lo inviable que resultaba económicamente, y llevaba varada años. Hasta que encontré a Juan Carlos. Él ha sido el titán que lo ha logrado –aclara–. Conocer a los Shulgin en un congreso en los años noventa, cuando yo aún era becario con la carrera recién terminada y buscaba tema para mi tesis doctoral, me cambió la vida. Se me cayeron bastantes conceptos equivocados. Regresé a Madrid, donde estaba de becario en la Autónoma. Entré en la rudimentaria página web de MAPS, busqué PIHKAL en inglés y me lo devoré en una semana. Entonces decidí hacer mi tesis doctoral sobre el uso terapéutico de la MDMA en tratamientos de estrés postraumático y enfermedades terminales”, recuerda.
“Además de parecerme monumentos literarios que comparo a Tom Sawyer o El guardián entre el centeno por su impacto cultural y su condición de obra única e irrepetible –afirma Bouso– PIHKAL y TIHKAL son un compendio asombroso de sustancias que tienen un interés único desde el punto de vista neurocientífico. La manera de sintetizar que tenía Shulgin permitía lograr compuestos que hacían posible entender mejor cómo funciona el cerebro cuando realiza sus diferentes funciones y, en el caso de que estas estén alteradas, poder corregirlas creando fármacos que pudieran tratar enfermedades neurológicas o psiquiátricas”, concluye.
Resulta muy curioso que Sasha Shulgin, un hombre que logró inventar y sintetizar por primera vez tantísimas sustancias químicas con efectos enteogénicos, visionarios, derivados de las feniletilaminas que podían actuar como neurotransmisores, análogos de las hormonas, antidepresivos, estimulantes, empatógenos y alteradores de la experiencia habitual con la que interactuamos ante eso que llamamos realidad, haya pasado a la historia popular como el padre –más bien “el padrino”– de esa sustancia mágica, de tantísimo impacto en el mundo contemporáneo, que es la IUPAC 3,4-metilendioximetanfetamina, en fin, la MDMA. En fin, el éxtasis.
Y es que este derivado de las anfetaminas y las feniletilaminas había sido sintetizado por vez primera en 1912 por Anton Köllisch para los laboratorios Merck, buscando un poderoso coagulante. Aunque patentado, durante décadas se abandonó su uso o se hicieron experimentos en diferentes direcciones. Shulgin, que desde que a finales de los años cincuenta probó la mescalina y decidió hacerse inventor de psiquedélicos, sintetizó la MDMA por vez primera en 1965, quizás ya en su laboratorio de cobertizo recién montado en su finca de Lafayette, al este de San Francisco, pero no lo probó. Diez años después, tras una conversación con una antigua alumna sobre sus posibles y hasta entonces no experimentados efectos empatógenos y euforizantes, decidió probar en sí mismo la sustancia. Le vio mucho futuro. Le puso nombre –MDMA–, y junto a sus colaboradores cercanos intentaron llamarle ADAM, recordando el estado primigenio del hombre original, con ausencia de miedo, rencor y prejuicio.
Shulgin creía firmemente, por propia experiencia, que el amor era la verdadera herramienta del ser humano. Se discutió incluso el nombre de empatía. Envió la sustancia al reputado psiquiatra Leo Zeff. Empezó a usarse con enorme éxito entre terapeutas, psicólogos y psiquiatras. Pero la relativa sencillez de su preparación, la oportunidad que vieron algunos en su comercialización como sustancia recreativa, su uso dentro de un grupo selecto de Texas y el intento de prohibición por parte de la DEA, acabaron con el nombre que se le conoce, éxtasis, y dispararon el consumo por el mundo entero.
El resto es historia: la música electrónica desde los años ochenta, las raves, los millones de personas que durante unas horas de sus vidas sintieron que su corazón y su piel se abrían completamente a la maravilla de estar vivos, la demonización mediática, tienen en aquel hombre alto con barbas, perenne sonrisa y un sentido del humor donde la ironía gozaba de no menos de tres dimensiones, a su arcángel. El mismo Sasha Shulgin, diez años antes de su muerte, reconoció en una entrevista en el New York Times –y más tarde también en ese documental básico para conocer al matrimonio que es Dirty Pictures (Étienne Sauret, Estados Unidos, 2010)– que el nombre de éxtasis contribuyó a la perversión de usos y posterior prohibición de la sustancia. Pero si se quiere saber qué pensó Shulgin en el momento de tomarla, nada mejor que uno de los trip reports que incluye en la parte química de PIHKAL referidos a la MDMA. Shura (Sasha) escribe tras ingerir una dosis de 120 mg: “Todo el mundo debería experimentar un estado como este. Me siento completamente en paz. He esperado toda mi vida para llegar a esto. Siento que he regresado a casa. Me siento completo”.
PIHKAL y TIHKAL
Alexander Shulgin & Ann Shulgin.
Editorial Manuscritos. PVP: 74,50 €
lustraciones: Cristóbal Fortúnez