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De cómo la prohibición del hachís contribuyó a los atentados del 17-A

El caso de este mes tiene que ver con las drogas, por supuesto, pero de un modo diferente. Los atentados del 17 de agosto en Barcelona y Cambrils me hicieron reflexionar sobre otro de los efectos devastadores del hachís, más concretamente, de la prohibición del hachís.

El caso de este mes tiene que ver con las drogas, por supuesto, pero de un modo diferente. Los atentados del 17 de agosto en Barcelona y Cambrils me hicieron reflexionar sobre otro de los efectos devastadores del hachís, más concretamente, de la prohibición del hachís.

Resulta que el supuesto cerebro y líder de la célula terrorista que había planeado hacer volar por los aires varios edificios y monumentos turísticos de la ciudad de Barcelona, con la gente que hubiera dentro y a su alrededor, Abdelbaki Es Satty, pasó una buena temporada en la cárcel en cumplimiento de una pena de cuatro años de prisión por tráfico de hachís.

Según diversos medios de comunicación, Es Satty fue condenado en el 2010 por el Juzgado de lo Penal núm. 2 de Ceuta por la posesión de 136 kg, cumpliendo a pulso toda la condena, ya que no se le concedió ni la libertad condicional ni tampoco el tercer grado de tratamiento en el período final de la pena. Según se afirma, en la cárcel de Castellón conoció a uno de los condenados por los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid, Rachid Aglif, por lo que se apunta la hipótesis de que en sus años de prisión el futuro imán de Ripoll se empapó de las ideas salafistas que posteriormente le llevaron a planear un atentado con una gran cantidad de peróxido de acetona, también conocido como TAPT o la madre de Satán.

Al parecer, salió de prisión hecho un hombre nuevo, profundamente religioso, alejado de su vida anterior relacionada con el trapicheo y la chatarra. Así, la cárcel incidió de forma aparentemente positiva en su personalidad, pero la realidad se desvela muy distinta.

Desde sus inicios, la criminología crítica ha señalado que la cárcel, lejos de ser una institución que rehabilite a los delincuentes, es, por el contrario, una verdadera escuela de ideas y estrategias delictivas. En el caso de Abdelbaki Es Satty parece que se confirma esta apreciación. Entró en prisión por un solo hecho delictivo, no tenía ningún otro antecedente penal. Su delito fue comerciar con una sustancia igual de peligrosa que otras de curso legal, y que personas adultas demandan para su propio y libre consumo. Sin embargo, salió un hombre nuevo, supuestamente una persona con ideas terroristas y convenido de que lo que debía hacer era unirse a la yihad islámica.

Se han dado cientos de argumentos a favor de la regulación del cannabis. Bien, si no basta, ahora daremos uno más. Las políticas públicas deben evaluarse, es decir, estudiar si son o no eficaces. También las políticas penales. Es sabido que la mayor parte de las personas que trafican con hachís son magrebíes, es decir, de Marruecos o Argelia. También que los condenados por terrorismo yihadista son en su mayoría argelinos (29,8%) o marroquíes (27,4%), de acuerdo con un estudio del Real Instituto Elcano. De ello se deduce claramente que existe una cierta posibilidad de que simples comerciantes de hachís, ajenos a ideas terroristas, sean reclutados a su paso por la cárcel para la yihad.

En la cárcel, aislados de su entorno, de nacionalidad todavía minoritaria, y unidos por una lengua común, unos y otros entran sin duda en contacto y con el tiempo pueden estrechar lazos. A nadie se le escapa que los condenados por yihadismo pueden tratar de influir en los otros presos de su entorno cultural y religioso para extender el salafismo. No hay que olvidar que, además, la persona presa, por estar encerrada y aislada, sin ninguna esperanza en su futuro, es desde luego mucho más susceptible de abrazar ideas radicales que puedan dotar de sentido a su vida. De hecho, en las prisiones existen protocolos para detectar la radicalización islámica de los presos (aunque parece que en el caso de Abdelbaki Es Satty falló).

Entonces, puestos a evaluar, si la prohibición del hachís no logra en modo alguno reducir ni su tráfico ni su consumo, y en cambio, además de otros daños, puede conllevar una mayor difusión del yihadismo, ¿no sería más conveniente replantear de una vez la política prohibicionista? Me temo que este argumento tampoco va a penetrar en la dura mollera de nuestros actuales gobernantes. Probaré con otro argumento más: piénsese en la cantidad de dinero que se destina a la lucha contra la lacra social del cannabis, entre los sueldos de los policías, fiscales y jueces, y todos los recursos materiales, y además todos los gastos relacionados con las cárceles, ¿y si se dedicara todo este dinero a la lucha contra el terrorismo? Seguramente, este argumento tampoco valdrá. Al final tendremos que pensar que el prohibicionismo comparte objetivo con el terrorismo yihadista: hacer daño porque sí, porque te hace sentir guerrero.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #238

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