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De las alegrías y las penas

El truco del tabaco los agentes ya se lo sabían, y no dudaron en actuar de inmediato.

El caso de este mes acaba con una buena noticia, pero no evita la tragedia. Podría haber sido mucho peor. Todo empezó el día en que unos agentes observaron a un individuo con un actuar sospechoso. Tenía una actitud ansiosa, miraba hacia todos los lados, consultaba compulsivamente su reloj y, al cabo de un buen rato de espera, se decidió a coger el teléfono y a marcar nerviosamente la llamada sobre un contacto reciente.

Tras una breve conversación telefónica, paró a un taxi y se subió a toda prisa. Los agentes, en su vehículo no logotipado, siguieron discretamente al taxi hasta que se detuvo frente a un bar restaurante, en el que el sujeto entró sin perder un segundo. Los policías entraron a su vez y observaron como hablaba con el hombre que atendía la barra, de nombre ficticio Arturo, nuestro protagonista, que le sirvió una cerveza y siguió secando la vajilla durante unos minutos.

A continuación, Arturo pasó su mirada por todo el local, sin sospechar que las personas que habían entrado detrás de su cliente eran policías. “Todo tranquilo”, pensó, y abrió la caja registradora, levantó la bandeja del dinero y sacó un paquetito pequeño que puso dentro de un paquete de tabaco. Y, sin más, se acercó al sospechoso de los agentes y le dio el paquete.

El truco del tabaco los agentes ya se lo sabían, y no dudaron en actuar de inmediato. El “alto policía” consiguió congelar por unos segundos a los dos implicados, y ese fue tiempo suficiente para que un agente retuviera a Arturo con el dinero que acababa de recibir y el otro requisara la cocaína antes de que la pudiera esconder en los genitales.

Los agentes llamaron pidiendo refuerzos y se presentaron otras dos patrullas. Registraron el local, muy pormenorizadamente, tanto que encontraron más cocaína en el interior de un marco de un póster de los Led Zeppelin. También encontraron papelinas por el suelo, tiradas por algunos clientes antes de ser cacheados. Vaciaron el local y le hicieron cerrar el establecimiento antes de llevárselo detenido. Tampoco se olvidaron de tomar los datos del comprador y hacerle firmar un acta de aprehensión de la sustancia, con indicación del lugar y la hora.

Al cabo de dos noches y un día, lo pasaron a disposición del juez de guardia, donde se acogió a su derecho a no declarar. En total, le habían intervenido unos 15 g, así como los ciento sesenta euros que tenía en el bolsillo y novecientos ochenta euros que había en la caja registradora. Si bien el Ministerio Fiscal pidió la prisión provisional, el juez acordó su puesta en libertad.

Al cabo de unos meses se celebró el juicio oral. El Ministerio Fiscal pidió siete años de prisión y multa de seis mil euros por un delito contra la salud pública en la modalidad de sustancias que causan grave daño a la salud, con la agravante de realizar la venta en establecimiento abierto al público, por la posesión para su venta de un total de 9,5 g de cocaína, con una pureza del 75%.

En el juicio, el acusado sí contestó todas las preguntas que le formularon. Negó haber realizado la conducta, argumentando que había sido un error de la Policía, que no hubo pase alguno. Se alegó que el paquete de tabaco estaba encima de la barra y que, comoquiera que estaba limpiando, solo lo levantó un momento para pasar el paño por debajo. Que seguramente en ese momento se produjo el error de apreciación de la Policía. Que los agentes estaban lejos, había poca luz y otros clientes por en medio.

Además, Arturo insistió en que él tenía trabajo, dos hijos a cargo, y que no necesitaba realizar ninguna venta de estupefacientes. Pero los agentes, como siempre, fueron muy contundentes y lo recordaban todo con enorme lujo de detalles. Aseguraron al tribunal que vieron perfectamente como sacaba algo de la caja registradora, lo introducía en el paquete y lo dejaba de forma clara al alcance del comprador, que no tenían ninguna duda al respecto.

Por su parte, la defensa también alegó que, en cualquier caso, si se consideraba culpable al acusado, se le tenía que condenar por el tipo atenuado del delito, que prevé la pena inferior en grado ante casos de escasa entidad del hecho y determinadas circunstancias particulares del autor, al considerar que la sustancia intervenida era muy escasa y que el acto de venta, de haber existido, era algo puntual y no una forma de vida del acusado.

El tribunal, en su habitual acto de fe sobre la palabra de los agentes de la autoridad, dictó sentencia considerando culpable al acusado, condenándole a la pena de seis años y dos meses de prisión, sin apreciar el tipo atenuado. La defensa recurrió en apelación, y el recurso fue a su vez rechazado. Finalmente, recurrió ante el Tribunal Supremo, y este tribunal, sorpresivamente, revocó las sentencias de instancia y apreció el subtipo atenuado del delito, rebajando la pena en un grado, fijándola en tres años y seis meses.

Si bien esta es una pena que implica entrar en prisión, la reducción de la pena hasta prácticamente la mitad cambia mucho el escenario: permite entrar en la cárcel pensando ya en la salida. En todo caso, una imprudencia que salió muy cara.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #302

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