Nuestro protagonista del mes recuerda ese día como uno de los más tristes de su vida. No porque fuera detenido por la Guardia Urbana de Barcelona, sino porque murió su padre. Fue un día aciago en todos los sentidos. Hacía unas horas que lo habían llamado de París: su padre había muerto finalmente, después de una larga enfermedad. Andaba despacio por el andén del metro, cabizbajo, pensando si, después de todo, el fallecimiento no era sino una liberación, para su padre mismo, pero también para toda la familia. Llegó al acceso de las escaleras mecánicas y sin darse cuenta se quedó en el lado izquierdo. De pronto, escuchó como alguien se quejaba con voz dura y agresiva. Se giró sin saber qué pasaba, fue entonces cuando se percató que estaba dirigiéndose a él, recriminándole que estaba parado en el lado izquierdo, que por ahí se tenía que caminar, que él no estaba por perder el tiempo por culpa de un pringado. En ese momento le subió por el espinazo una rabia interna que le nubló el cerebro y le pegó una fuerte bofetada con toda la mano abierta, bien sonora, y se giró sin mediar palabra y sin poder ver la cara de estupefacción del estresado. Siguió caminando algo más tranquilo, accediendo a la calle Major de Gràcia de Barcelona.
Al cabo de pocos minutos le interceptaron dos agentes de la Guardia Urbana, que enseguida le quisieron buscar las cosquillas, seguramente por su aspecto de squatter de vuelta de todo. Le pararon en plan chulesco, le empujaron contra una pared, le recriminaron haber abofeteado a un ciudadano y le hicieron enseñar su documentación y todo lo que tenía en la bolsa. Él los miró sin entender muy bien de qué iba todo aquello, pero cuando le abrieron la bolsa y le sacaron el hachís, las anfetaminas y el MDMA que llevaba se dejó caer en el suelo y se puso a llorar como un niño. Los agentes se quedaron un poco desconcertados, pero enseguida recuperaron su papel y su actitud, y sin ningún miramiento se lo llevaron detenido por la comisión de un delito contra la salud pública. Nuestro protagonista se dejó hacer, parecía que le importara todo un bledo, y así era. Pasó la noche en calabozos, y al día siguiente lo llevaron ante el juez, que lo dejó en libertad con cargos.
Durante la instrucción del procedimiento presentamos el certificado demostrando el fallecimiento de su padre el mismo día de los hechos y documental acreditativa de su consumo habitual precisamente de esas tres sustancias. Las cantidades netas que se le hallaron fueron, de acuerdo con el informe del Instituto Nacional de Toxicología y Ciencias Forenses, 7,52 g de marihuana; 1,96 g de MDMA, con pureza del 73%; 10,19 g de anfetamina, con una riqueza del 8,8%. Si bien estas cantidades son pequeñas, compatibles con el consumo propio, lo cierto es que la policía también le había intervenido doscientos cuarenta euros escondidos en el forro de su pantalón, y no contaba con un trabajo legal que pudiera ser acreditado. De esa guisa nos fuimos a juicio oral, con una petición fiscal que, dadas las cantidades mínimas, era absolutamente desproporcionada, y que desde luego quitaba el sueño al acusado: cinco años de prisión y multa de mil trescientos cincuenta euros, con una responsabilidad penal subsidiaria de tres meses de privación de libertad en caso de impago.
El Ministerio Fiscal, en el acto de juicio, sostuvo que el acusado no acreditaba su condición de consumidor, dado que los informes médicos aportados no eran de la fecha de los hechos, sino anteriores, y que no eran creíbles por sí solas sus propias manifestaciones en tal sentido ni las de su expareja, porque si bien esta declaraba que ambos eran consumidores habituales de esas y no otras sustancias estupefacientes, en el momento de los hechos ya no eran pareja, por lo que nada podía decir sobre su situación de consumidor en aquel momento. Esgrimió como indicio claro de tráfico de drogas el hecho de poseer la sustancia en diferentes bolsas, tener doscientos cuarenta euros escondidos y no acreditar trabajo, y finalmente, su actitud de derrumbarse en el momento de ser detenido.
Por parte de la defensa sostuvimos lo contrario: que era consumidor antes y en la época de los hechos; que trabajaba como tatuador por su propia cuenta en B, lo que acreditamos mediante fotografías en las que salía tatuando, y que si el día de su detención se derrumbó fue porque su padre había muerto y no porque temiera ser condenado a cinco años de prisión. La sala en su sentencia valoró todas las pruebas practicadas y se inclinó, finalmente, por la tesis de la defensa, sosteniendo que, si bien existían dudas sobre el destino final de la sustancia intervenida, lo cierto es que las explicaciones dadas por el acusado eran verosímiles y, por lo tanto, le tenía que favorecer el derecho constitucional a la presunción de inocencia. Los magistrados hicieron expresa referencia a la cuestión del derrumbamiento del acusado, y declararon que era más lógico pensar que fue por la tensión acumulada por lo de su padre y la discusión con el ciudadano, que por tener consciencia de haber cometido un delito. Les faltó decir, en mi opinión, que lo lógico sería también no pedir una pena de cinco años de prisión por poseer cantidades tan ridículas de drogas. Y le devolvieron también el dinero, lo cual no fue consuelo para un día tan aciago como aquel.