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Pasó por delante y preguntó. Desde hacía días tenía curiosidad por saber qué iban a poner en ese local que se estaba reformando con tan buen gusto. Una persona de unos cuarenta y cinco años, con acento latinoamericano, quizás argentino o uruguayo, le dijo que “un club social de cannabis”, “y que conseguiría abrir por fin la semana que viene”. Cuando Raúl –nuestro protagonista del mes– ya se iba, el del club le dijo que más adelante podría hacerse socio, que él mismo le avalaría. 

Pasó por delante y preguntó. Desde hacía días tenía curiosidad por saber qué iban a poner en ese local que se estaba reformando con tan buen gusto. Una persona de unos cuarenta y cinco años, con acento latinoamericano, quizás argentino o uruguayo, le dijo que “un club social de cannabis”, “y que conseguiría abrir por fin la semana que viene”. Cuando Raúl –nuestro protagonista del mes– ya se iba, el del club le dijo que más adelante podría hacerse socio, que él mismo le avalaría. Al cabo de unos días observó cómo entraba y salía gente y se acercó. En la puerta tan solo había un pequeño rótulo que rezaba: “Club social privado. Exclusivo para mayores de edad”.

Picó a la puerta y cuando le abrieron preguntó por la persona con la que había hablado días atrás. A los diez minutos ya estaba dentro fumando variedades de marihuana. El local era impresionante, con sofás de cuero, pantallas de televisión de grandes dimensiones, una barra de bar de diseño y luces tenues que conferían al lugar una atmósfera especial. Había bastante gente y de todos los lugares. En las semanas siguientes frecuentó a menudo el local y se hizo amigo del dueño y de algunas otras personas. Se sentía a gusto; pensó que le gustaría trabajar allí, en la barra, sirviendo cócteles y charlando con la gente. A pesar de su juventud, apenas veinte años, tenía don de gentes. En el trabajo donde estaba le pagaban poco y también en B. Además, le quedaba al lado de casa, en plena zona turística de la ciudad. Era ideal. Todo parecía correcto, y de la policía no había que preocuparse, ya que siempre entraba y salía gente y nunca había habido ningún problema. Según le habían dicho, los clubes de cannabis eran legales, y no había problema por tener uno abierto, y menos por trabajar en él. Así que pidió el trabajo, y al cabo de un par de semanas le dijeron que adelante, que podía trabajar, pero no solo en la barra, sino en lo que se terciara.

Al principio todo iba bien, pero de pronto todo el tinglado se vino abajo. Una mañana aciaga en la que estaba solo en el local con un par de turistas fumándose unos porros, picaron a la puerta y al abrir se encontró de bruces con una comisión judicial que venía a cerrar el local por falta de licencia administrativa. Sin embargo, al entrar en el establecimiento para asegurar el local, fueron viendo lo que no tenían que ver: más de quince recipientes de cristal con distintas variedades de marihuana y pasteles hechos a base de cannabis en la estancia principal, y en un almacén abierto, diversas bolsas grandes llenas de marihuana lista para el consumo. Contabilizaron, grosso modo, unos quince kilos. Pararon el cierre administrativo y solicitaron una autorización judicial de entrada y registro. Tuvieron retenido a Raúl durante horas, y finalmente se lo llevaron detenido. El dueño y presidente del club no se presentó en ningún momento. Se instruyó procedimiento judicial por delito contra la salud pública en cantidad de notoria importancia y por delito de asociación ilícita. El ministerio fiscal solicitó para la junta directiva una pena de cuatro años y seis meses de prisión por el delito contra la salud pública y tres años por el de asociación ilícita.

A Raúl, el trabajador, le pidieron tres años y seis meses por el primer delito y dos años por el segundo. Pocas semanas antes del juicio, Raúl, aconsejado por su padre, decidió no ir con el mismo abogado que defendía a la junta directiva. En el juicio logramos demostrar que Raúl no era el responsable del local y que no tenía ninguna participación en los supuestos delitos imputados. Era un local abierto al exterior, no clandestino, al lado de su casa, en pleno centro de la ciudad, y estaba en él trabajando, en la barra, sin dispensar marihuana ni tener ninguna otra participación en la distribución de cannabis, o al menos no se logró demostrar lo contrario. Solo contestó las preguntas que le formulaba su abogado. Cuando el acusado es joven y no tiene experiencia, es peligroso que declare a las preguntas del ministerio fiscal y a las del resto de la defensa. En nuestro interrogatorio, sí admitió que en el local se consumía, y que él veía y podía tocar la marihuana, pero sostuvo de forma convincente que tan solo se ocupaba de la barra y de limpiar y adecentar la zona social del local. Al presidente de la asociación, sin embargo, sí le condenaron, pero no a penas tan graves como pedía el ministerio fiscal. Las defensas pudimos demostrar que había habido un error en la fijación de la cuantía total de marihuana, por lo que el tribunal no apreció la agravante de notoria importancia. Tampoco hubo condena por el delito de asociación ilícita. Sin embargo, si su abogado no lo remedia ante el Tribunal Supremo, deberá entrar a cumplir la pena de dos años y cuatro meses de prisión impuesta. 

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #251

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