El caso de este mes tiene como protagonista a una chica francesa de veinticinco años que se fue a vivir a Barcelona atraída por el ambiente progresista y soleado de la ciudad. A Juliette, nombre ficticio, le gustaba fumar marihuana, así que no tardó en enterarse por una amiga que existía un club social de cannabis en el barrio en el que podía obtener marihuana para su propio consumo y disfrutar de un espacio relajado para fumar.
Al principio no se lo podía creer. Nada así existía en Francia, y no sabía que en España se permitía el suministro controlado de cannabis a consumidores adultos que previamente se inscribieran como socios en un club privado. Pero la amiga le insistió en que no le estaba tomando el pelo y la llevó a la asociación, ofreciéndose como avalista, de modo que a los pocos días ya pudo acceder al local y degustar las variedades que allí se ofrecían.
Después de unas semanas de pasarse por la asociación, Juliette trabó diversas amistades, entre ellas la de una persona que trabajaba en la entidad. Un día nuestra protagonista le contó sus penas. Llevaba ya meses en Barcelona y no encontraba un trabajo digno. Como no recibía ayudas de sus padres, había tenido que aceptar un trabajo sin contrato en un bar donde la explotaban durante más de cincuenta horas semanales por cuatro duros. La empleada en la asociación en ese momento no le dijo nada, pero a los pocos días le comentó que en la asociación necesitaban a una persona que trabajase para la entidad ordenando el archivo, tramitando las solicitudes de admisión de socios y controlando la identidad de las personas que accedían al local. Le dijo que, si le interesaba, el trabajo era suyo, ofreciéndole treinta horas semanales por mil y poco euros brutos, con contrato de obra y servicio y alta en la Seguridad Social. Al principio dudó. Pese a que llevaba semanas visitando asiduamente la asociación y que incluso en una ocasión había venido la policía local y no había pasado nada, le daba miedo de que algo le pudiera ocurrir. Así que pidió hablar con el abogado de la asociación e incluso con la gestoría. Le enseñaron todos los papeles: estatutos, inscripción en un registro, listado de trabajadores inscritos en la Seguridad Social, permiso del ayuntamiento...: todo.
Entonces aceptó. Firmó el contrato y al cabo de pocos días comprobó que, efectivamente, estaba dada de alta en la Seguridad Social. Respiró tranquila y se dedicó a hacer su trabajo y a disfrutar del tiempo libre. Pero la alegría no duró mucho. Al cabo de unos meses, mientras se encontraba trabajando, irrumpieron los Mossos d’Esquadra con una persona que decía ser secretario judicial. Tenían una orden de registro por la presunta comisión de un delito de tráfico de drogas. La tuvieron retenida durante horas, junto con los demás trabajadores, aunque la peor parte se la llevó el trabajador más veterano, que dio la cara en nombre de los demás, pero como nadie de la junta directiva apareció por la asociación, la comisión judicial se lo llevó detenido. A partir de la entrada y registro se inició un procedimiento judicial en el que el Ministerio Fiscal acusó a todos los trabajadores y al presidente de la asociación por un delito de tráfico de drogas y otro de asociación ilícita. En total pidió para los trabajadores cuatro años de prisión, uno más para el presidente, y 14.500 euros de multa.
El Tribunal condenó al presidente de la asociación, por ambos delitos, a una pena de tres años y seis meses de cárcel. Asimismo, condenó al trabajador que había dado la cara el día de la entrada y registro, y también a otro que había confesado haberse ocupado del dispensario, pero solo por el delito de tráfico de drogas y a una pena muy rebajada al aplicar el párrafo segundo del artículo 368 del Código penal y el error vencible de prohibición. Pero absolvió a Juliette y a los otros dos trabajadores. En el juicio, que duró varios días, el Ministerio Fiscal no pudo acreditar que Juliette realizara actos materiales de tráfico de drogas, por ejemplo, que transportara, empaquetara o entregara la sustancia a los socios. Ella había sido contratada como administrativa, y ningún testigo manifestó que realizara otras tareas.
El Ministerio Fiscal argumentó que trabajaba en una asociación en la que se suministraba marihuana, y que por lo tanto promovía, favorecía y facilitaba de forma directa el tráfico de drogas, pero en esta ocasión el tribunal no le hizo caso y aplicó la ley, en el caso de Juliette, haciendo justicia. Eso sí, Juliette ya no vive en Barcelona. No quiere saber nada de un país en el que, por el mismo trabajo por el que te dan de alta en la Seguridad Social y te pagan por transferencia bancaria, te pueden sentar en el banquillo con la amenaza de condenarte a cuatro años de prisión.