Antropóloga de formación, el inicial interés de Aura Roig por las cárceles la llevó a descubrir la importancia de la prohibición de las drogas en la represión de los desposeídos: “Entendí que si lo que queríamos era vaciar las cárceles teníamos que cambiar las políticas de drogas”. Estaba también la experiencia de tener amigos usuarios de heroína, alguno que murió y otros que supieron gestionarla sin mayores problemas, “pero la información que tenía estaba muy sesgada y si quería investigar sobre drogas tenía que entrar en contacto con personas que estuvieran usándolas”. Con la excusa de recabar datos y experiencia para su tesis antropológica sobre mujeres que usan drogas entró a trabajar en Baluard, una sala de consumo supervisado en Barcelona. Y así fue como cambió su destino académico por el activismo de los cuidados. Porque después se marchó al Canadá, a la sala de consumo más avanzada del mundo, y después a Colombia, donde desarrolló una red nacional de intercambio de jeringuillas, para volver a Barcelona donde, con todo lo aprendido, montó el proyecto de Metzineres.
Empezar a trabajar con mujeres que usan drogas ¿te sirvió para cambiar el enfoque sobre el asunto que tenías en la universidad?
Sí, claro. Hasta que entro en contacto con usuarias de drogas lo único que hacía era hablar de lo que ya hablaban otros estudios: las barreras que se encuentran las mujeres, el doble estigma que recae sobre ellas, el androcentrismo de los centros asistenciales… Me faltaba lo importante, cómo lo vivían ellas, el por qué usaban drogas. Pensar que alguien hace algo que solo le aporta problemas es un error, la gente no es imbécil, si las mujeres estaban consumiendo por algo sería. Esto me llevó a investigar por otros lugares y entonces leí el libro de El siglo de la heroína y ahí empecé a ver a personas que estaban utilizando heroína, pero no de una manera problematizada, gente que tenía una estructura en su vida, y descubrí cómo el ideario de la heroína era fruto de la ideología prohibicionista. Luego supe también de una colega que había estado tomando heroína un tiempo y que, a raíz de un susto, lo había dejado sin síndrome de abstinencia, sin demasiados problemas. Todo eso me sirvió para hablar del consumo de heroína entre mujeres de manera no problematizada, viendo cómo las mujeres articulan unos mecanismos específicos de reducción de daños, de protección. Empiezo a ver que las mujeres tenemos otras maneras de relacionarnos con las cuestiones de riesgo, en general y también con las sustancias.
Canadá y la escucha activa
Trabajaste en la sala de consumo supervisado más puntera del mundo, Insite, en Vancouver, ¿cómo llegaste hasta allí?
Yo estaba en Barcelona, trabajando un domingo uno de noviembre en la sala de consumo Baluard. Estábamos todas disfrazadas porque era Hallowen y entró un tipo con pantalón corto y cámara de fotos, le dije que se había equivocado, que el Museo Marítimo estaba enfrente, y me contestó que no, que era el director de Insite y venía de visita. Le pregunté tantas cosas que me dijo: “yo no te lo puedo explicar todo ahora, pero si quieres te ofrezco un trabajo allí de seis meses”. Yo estaba precisamente buscando un curro en algún lugar en el que se hablara inglés, así que me fui para allá. Y llegué pensando que iba a trabajar en Insite, pero me dijeron que antes tenía que entender cuál era la visión sobre reducción de daños que tenían, que la sala de consumos era solo una pequeña pieza dentro de aquel entramado, que lo importante era entender la reducción de daños como una forma de acompañar a personas que están viviendo múltiples situaciones de vulnerabilidad, y que las sustancias muchas veces ni son el inicio ni la conclusión.
¿Y dónde empezaste a trabajar?
Lo primero fue en un hotel en el que había alojadas unas sesenta personas que habían sido expulsadas de todas partes: psiquiatrizadas, con consumos activos, algunas trabajadoras sexuales… Cada una tenía su propia habitación y durante la noche había dos profesionales que, más que una formación concreta, simplemente tenían que tener el corazón en su sitio para atender desde la recepción a lo que pudiera surgir: si había un incendio, llamar a los bomberos; si venían invitados, apuntarlos; dar medicación, comida… Empiezo a currar en un hotel de gente a la que nadie quería, sin saber inglés, pero flipando porque existiera un espacio en el que vivieran sesenta personas, cada una con su pedrada y en situaciones muy complejas. Personas que aquí en España estarían internadas o en la calle sin ningún acompañamiento allí tenían su propia habitación y no pasaba nada grave. Luego hice otros trabajos, como en el CTCT, que era un hospital para que personas usuarias de drogas pudieran terminar sus tratamientos médicos. Tenían que estar principalmente allí para recuperarse, pero si querían consumir podían salir, comprar las sustancias, volver y consumirlas en su habitación. Y un 90% terminaba su tratamiento, frente al escaso 20% que lo consigue aquí, donde no los dejan salir y les obligan a la abstinencia. Luego estuve en un banco para gente necesitada, un banco que no te pedía tanta documentación para poder abrirte una cuenta, que en lugar de un billete de diez podías sacar un dólar. También trabajé en un centro de desintoxicación que estaba justo encima de la sala de consumo de Insite.
¿La sala de consumo abajo y el centro de desintoxicación arriba?
“Tener que seguir lo que decían personas que usan drogas y están en múltiples situaciones de vulnerabilidad me hizo reubicarme, ¡qué prepotencia la nuestra, creernos que por ser profesionales sabemos más de una situación que la gente que la vive a diario! Desde entonces, trato de llevar a cabo esta escucha activa y no dar un paso sin aliarme con la comunidad con la que esté trabajando”
Sí, así era y sigue siendo. En el primer piso estaba este centro de desintoxicación donde la gente estaba interna una o dos semanas, no se podía salir, pero cada cual tenía su habitación y decidía lo que hacer con su propio tiempo (había acupuntura, grupo de lectura y otras actividades de lo más diversas). Después de esas dos semanas podías pasar a los pisos de arriba, que ya son viviendas transitorias en las que te puedes alojar seis meses como máximo y de las que puedes entrar y salir cuando te dé la gana. Esto contrasta con el modelo que tenemos aquí, donde si quieres dejar de consumir tienes que dejar tu comunidad, irte uno o dos años donde Cristo perdió el zapato y luego regresar, pero no volver a relacionarte con ese ambiente que tú vinculabas al consumo. En Vancouver en cambio tú decides cada mañana si tú vas a la sala de consumo o subes a casa y esa decisión diaria, al contrario de lo que pueda parecer, robustece mucho y te permite crear otra relación con la sustancia y con tu comunidad, porque si te vas fuera puedes no vivir con ello pero cuando luego vuelves y te tienes que enfrentar a todo es muy complicado. De hecho, una gran parte de las muertes por sobredosis se producen cuando salen de esas comunidades terapéuticas y vuelven a la calle y nadie les ha dicho que durante esos dos años han perdido tolerancia… En Vancouver también había un espacio de desintoxicación para mujeres, pero la parte de vivienda la tenían en otro lugar, y se habían currado una chocolatería como salida laboral. Como están en un barrio muy gentrificado, ideaban proyectos de mucha calidad para sacarle la pasta a la gente de clase media-alta que estaba llegando. También con la peña joven consumidora de alcohol de farmacia se curraron una cooperativa de cerveza artesana: chavales y chavalas pasaron de estar en la calle bebiendo litronas mezcladas con alcohol de quemar a ser unos sibaritas de cerveza que no tocaban nada más. Aprendieron a bajar la cantidad de alcohol que consumían porque habían aprendido a disfrutar de la sustancia, y habían de paso generado una estructura laboral y social alrededor de la sustancia. Todo esto me abrió mucho la mente, me hizo entender la reducción de daños como una mirada no como un conjunto de estrategias para mantener a la gente viva. Claro que es necesario que la gente no se contagie de VIH y que no muera por sobredosis, pero llevamos más de treinta años así, se ha conseguido que la gente siga viva, pero se han cronificado las situaciones de exclusión: viven en la calle, de cualquier manera, no han tenido un espacio para desarrollar sus potencialidades y solo les queda la supervivencia. Se cronifica la exclusión porque se segmentan mucho los servicios asistenciales. Si es una cuestión de consumo, vas a la sala de consumo o al programa de mantenimiento con metadona o te vas a buscar la chuta al programa de intercambio de jeringas. Pero si el problema es la vivienda te mandan a otro servicio donde otros profesionales te van a dar otras instrucciones, a veces contrarias. Y además no se te considera una interlocutora válida, como eres consumidora, habitante de calle o tienes problemas de salud mental es difícil que se te ponga en el centro y puedas ser protagonista de estos procesos eligiendo en qué consiste la mejora de tu bienestar. Además, si no haces caso puedes perder las ayudas.
Algo que te sorprendió también en Vancouver fue encontrarte a usuarios de drogas que sin esconder sus consumos lideraban organizaciones de reducción de daños.
Allí descubro VANDU, que es la Red de Usuarios de Drogas de Vancouver, que tienen un edificio entero que está liderado por ellos, con un montón de grupos que tienen iniciativas relacionadas con drogas y otros temas, que están poniendo en marcha muchos proyectos innovadores y potencian otras luchas por sus derechos en Vancouver y alrededores. Estar organizados les permite que puedan participar también de otros servicios como parte del personal, reivindican que no puede haber ningún servicio que no cuente con ellos y con ellas. Aquí en España, salvo excepciones como ARSU o Asaupam, la presencia de personas usuarias de drogas en los equipos de intervención es bastante anecdótica y con muy pocas incorporaciones nuevas, por no decir ninguna. Para mí, no ser yo la que iba con las ideas y tener que seguir lo que decían personas que usan drogas y están en múltiples situaciones de vulnerabilidad me hizo reubicarme, ¡qué prepotencia la nuestra, creernos que por ser profesionales sabemos más de una situación que la gente que la vive a diario! Desde entonces, trato de llevar a cabo esta escucha activa y no dar un paso sin aliarme con la comunidad con la que esté trabajando.
Colombia y las vecinas del Raval
Y luego te fuiste a Colombia donde desarrollas el servicio de intercambio de jeringuillas Cambie, bajo el paraguas de ATS, ¿cómo fue la experiencia?
Fue muy emocionante. Hice primero una asesoría con Open Society Foundations para la corporación ATS (Acción Técnica Social). Mi misión era explicarles cómo implementar los programas de intercambio de jeringas, pero al final acabo yéndome para allá. Me encuentro que tengo que inventarlo todo de cero, y eso es muy emocionante. También con mucho vértigo y mucha inseguridad, porque en Colombia lo que no hay es la seguridad de que el año que viene vas a poder seguir. De hecho, hay algunos programas de Cambie que cerraron con el tiempo, otros han seguido. Cuando los recursos económicos son inestables, la red pública es tan débil y el cambio político tiene tanta incidencia, la inseguridad es muy grande. Hubo que hacerlo todo con muy pocos recursos y mucha imaginación, desde una lógica comunitaria que tienen en Colombia que es espectacular: sin pedir permiso, sin estructura, implicándose, yendo de kamikaze con proyectos que aquí en España o en Vancouver habrían necesitado infinidad de permisos, protocolos y mil movidas. Si esto es necesario, abrimos un garaje y lo hacemos ahí… Y esa creatividad que te despierta el tener pocos recursos, esa valentía de no pedir permiso, hacer y cuestionar esos nos. Todo eso aprendí en Colombia, y también a engrescar a personas que nunca se habían imaginado liderando estos procesos, personas que usaban drogas, aliarse codo a codo y trabajarlo juntas, implicarlas en todo el proceso de diseño, implementación, monitoreo y evaluación y ver que no era difícil, que no es que las personas no quisieran o no fueran a hacerlo, sino que realmente nunca se les iba a buscar. Pero si las buscabas estaban allí y era muy bonito poder construirlo con ellas. Hay además una parte de deconstrucción de su estigma. “No me merezco nada, si yo soy un yonqui”, esa frase la decían un montón y había que explicarles que no se trata de merecer, que estos son derechos que tiene todo el mundo y que no te los pueden negar por el hecho de usar drogas. Todo ese aprendizaje mutuo fue muy bonito.
Y luego Metzineres, ¿qué diferencia Metzineres de otros proyectos asistenciales?
“Muy pocas de ellas te hablan de las sustancias desde la perspectiva del placer, sino desde la necesidad de aminorar los malestares y conseguir algo de calma y de bienestar. Hablar de placer es más fácil desde unas posiciones en las que te puedes permitir esa parte de hedonismo, pero cuando no has tenido nunca ese bienestar no puedes hablar de placer”
Que desde el principio lo hemos ido construyendo con las mujeres que han ido formando parte. Lo hemos hecho desde el sentimiento de pertenencia, de esto lo hacemos todas, unas desde el conocimiento vivencial, otras con la experiencia técnica, otras con un poquito de cada. Tenemos claro que estamos en continua construcción, no tenemos normas, tenemos acuerdos que vamos revisando continuamente con unos mecanismos de participación para que cada una pueda ir aportando desde su lugar y sus posibilidades, de manera flexible. Hemos partido mucho de lo comunitario y los movimientos sociales, saliendo un poco de la red asistencial; no es que trabajemos al margen de esta red, pero lo hacemos sin dejar de aliarnos con movimientos sociales y con las vecinas. Vivimos en el Raval, que tiene un entramado comunitario muy rico en el que nosotras queríamos aportar, como vecinas del barrio que somos. Que al principio se hablaba de las vecinas como si nosotras, que vivimos en el barrio, no lo fuéramos. Pero quién es más vecina, ¿la compañera que duerme en un cajero y vive en la calle o la que se ha pillado un piso y no viene más que a dormir y solo pisa la calle para tirar la basura? Metzineres somos del barrio, y nos reivindicamos como vecinas no como servicio, aunque podamos como vecinas organizarnos y ofrecer servicios.
También tenéis una posición diferente respecto a la reducción de daños.
Nosotras reivindicamos que lo que estamos haciendo como reducción de daños son políticas de drogas. Una de las cosas que se perdieron con la medicalización de la reducción de daños fue eso. Es cierto que en los noventa cuando se empieza a desarrollar la reducción de daños de lo que se trataba era de salvar vidas, porque la peña se estaba muriendo a puñados, y en ese momento se despolitizó el tema del consumo de sustancias para poder hablar de salud y poder implementar salas de consumo sin tener una oposición vecinal, pero treinta años después necesitamos repolitizar. Podemos hacer mucha reducción de daños, pero si no vamos a la raíz del problema, que es la prohibición, difícilmente vamos a dejar de ser ese asistencialismo con gente siempre esperándote en la puerta. Unos se van pero diez esperan, esa cronificación de la exclusión. Nosotras trabajamos el consumo de sustancias rompiendo con el estigma, sin poner el énfasis en las mujeres sino en la comunidad, es la comunidad la que tiene que romper el estigma para que las mujeres puedan reducir los daños, son las políticas de drogas las que tienen que cambiar para que realmente podamos reducir los daños. Luego nosotras, en el local, haremos lo que podamos para que cada una de las compañeras pueda cuidarse de la manera que necesite, sea descansando, comiendo, pegándose una ducha o consumiendo de manera acompañada y con los utensilios adecuados y en un lugar tranquilo donde encuentren algo de privacidad, porque si duermes en la calle tu vida está a la vista 24 horas.
Bienestar, más que placer
Hay quien plantea que más que de reducción de daños tendríamos que hablar de autogestión de los placeres, sin embargo, vosotras habláis más de bienestar que de placer.
La mayoría de mujeres que vienen a Metzineres llevan sobreviviendo a múltiples situaciones de vulnerabilidad y violencia desde la infancia: agresiones sexuales, palizas, desestructuración familiar, violencia de sus parejas sexo-afectivas, violencia por parte de entornos desconocidos, por parte de las instituciones, por parte de la atención social y sanitaria derivada de la criminalización... Es constante. Y vemos que muy pocas de ellas te hablan de las sustancias desde la perspectiva del placer, sino desde la necesidad de aminorar los malestares y conseguir algo de calma y de bienestar. Hablar de placer es más fácil desde unas posiciones en las que te puedes permitir esa parte de hedonismo, pero cuando no has tenido nunca ese bienestar no puedes hablar de placer. El placer no es genuino mientras estás preocupada de dónde vas a comprar la sustancia, de con quién, de si vas a tener suficiente pasta para comprarla, de si la estás usando para mantenerte despierta por la noche, porque no te atreves a dormirte en la calle, o para ejercer el trabajo sexual, para que te sea más fácil y te desinhibas un poco más…. Las usan para determinadas cosas y es diferente a cuando las usas para potenciar el placer o las percepciones. Son vivencias diferentes, lo que no quiere decir que no lo hagan nunca por placer, pero si vemos que el significado mayoritario que le dan las mujeres aquí es la de bienestar, para facilitar su cotidianidad y también para lidiar con el trauma, a través de esa paz emocional que te dan determinadas drogas.
¿Cuántas trabajadoras sois?
“‘No me merezco nada, si yo soy un yonqui’, esa frase la decían un montón y había que explicarles que no se trata de merecer, que estos son derechos que tiene todo el mundo y que no te los pueden negar por el hecho de usar drogas. Todo ese aprendizaje mutuo fue muy bonito”
En el equipo de intervención hay una jurista, una trabajadora social, una psicóloga, tres educadoras, tres enfermeras y dos técnicas comunitarias, que son mujeres con experiencia vivida que empezaron como participantes y que forman parte de la comunidad de mujeres que usan drogas y sufren violencias. Dentro del equipo de intervención también habría que incluir a las talleristas, muchas de ellas participantes que les dan talleres a sus compañeras: de peluquería, de maquillaje, de cante, de autodefensa feminista, de ilustración, de radio, de teatro y de cosmética natural, porque a nosotras nos mola bastante cuidarnos, tener nuestros champús, nuestra pasta de dientes, nuestras cremitas de olores hermosos, y esto es algo también diferencial, porque en los servicios asistenciales lo que suelen dar son productos de baratillo y unisex. Además tenemos el equipo administrativo, que hace sostenible el funcionamiento de la cooperativa y ponen orden, con una administrativa, la técnica de proyectos, la compañera que lleva la contabilidad, la que lleva las redes y comunicación, otra que nos lleva la intranet y nos hace la web, y luego tenemos un montón de gente que nos echa cables, que participa.
¿Sería posible trasladar la experiencia de Metzineres a otros lugares?
Yo creo que Metzineres es un modelo de abordaje. Seguramente en otros lugares no es posible abrir un local como el que tenemos en el Raval. Porque en Cataluña, por ejemplo, hay una tradición ya asentada de salas de consumo acompañado, de forma que ese espacio que estaría en discusión en cualquier otro lugar aquí se permite. Salvo en País Vasco, porque en Madrid la cerraron, no hay salas de consumo acompañado en ninguna otra parte de España. Sería difícil trasladar todo lo que tenemos en Metzineres a otro lugar, pero si podemos incorporar esa mirada de no juzgar a las mujeres y de ponerlas a ellas en el centro. Y considerar el consumo una cosa más y no ponerlo per se como el principal problema ni la causa estructural de los problemas o utilizarlo como una cortina de humo para no ir a las verdaderas causas de la exclusión. Se puede hacer en muchísimos otros lugares y en muchos espacios que ya están funcionando, flexibilizando normativas, incorporando a personas con experiencias vividas dentro de los equipos y en la toma de decisiones, garantizando diferentes espacios para la toma de decisiones. Todo eso si que se puede aplicar en muchos lugares diferentes.
Si estuviera en tu mano, ¿cómo organizarías tú la red asistencial para aquellos que tienen problemas con las drogas?
Tendríamos que generar más esos espacios que ponen a la persona en el centro y que desde ahí se activen las diferentes redes sin tener que enviar a la persona a cada uno de los servicios, evitando de paso toda esa burocracia que genera esa segmentación de servicios. Que sea la persona la que elija por quién quiere estar acompañada y que esos recursos estén al alcance, se le faciliten. Tenemos que quitarnos ese chip de que son las personas que acuden a los servicios las que tienen que demostrar que nos podemos fiar de ellas. Es al contrario, si esas personas están ahí es porque el sistema les ha fallado, y la red asistencial es parte del sistema y, por tanto, es la red la que tiene que demostrar que puede acompañar a esas personas, que puede hacer las cosas de manera diferente. Eso implica que sea la persona quien dirija sus propios procesos de recuperación del bienestar. Se tiene que poner énfasis en la vivienda, el hecho de que las personas no tengan un techo genera muchos problemas que luego se asocian a las sustancias, porque si yo tengo que mantenerme despierta y alerta toda la noche, evidentemente voy a tener que tener un consumo, si tengo miedo las sustancias me van a ayudar con ese miedo. También hay que incorporar a las personas a las que se dirigen los proyectos a formar parte del diseño, implementación, monitoreo y evaluación. Y trabajar en red, faltan recursos económicos y al final las distintas entidades parece que nos estemos peleando entre nosotras para partirnos un pastel que es ínfimo. Hay que acabar con esta competitividad entre entidades y trabajar desde la colaboración.
El tocador de Metzineres
Un 84% de las participantes en Metzineres tiene problemas relacionados con el consumo de drogas, ¿qué hacéis al respecto? ¿Pretendéis que abandonen el consumo?
En Metzineres intentamos hacer lo que quiere la mujer o la persona de género no binario que estemos acompañando. Eso quiere decir que para algunas va a ser dejar el consumo, y entonces la acompañamos a un CAS (Centros de Atención y Seguimiento a las Drogodependencias) o a una comunidad terapéutica o lo que quiera ella, buscamos con ella la opción que prefiera y la acompañamos en el proceso de deshabituación. En otros casos lo que trabajamos es la relación que se tiene con las sustancias, sobre todo porque muchas de ellas no quieren dejar de consumir sino dejar de tener algunos de los problemas relacionados con esas sustancias. A lo mejor quieren reducir el consumo o quieren consumir sin tener infecciones, sin joderse las venas, a lo mejor quieren pasar de una vía de consumo a otra o no quieren gastarse tanta pasta o quieren reducir unas sustancias y utilizar otras que ven que le son menos perjudiciales. En todo esto intentamos acompañarlas, reforzar el proceso, que tengan la información necesaria y poder crear pautas y estrategias que puedan servir.
La sala de consumos que tenéis en Metzineres la llamáis “el tocador”, ¿por qué?
Porque ahí pasan muchas cosas. El momento del consumo muchas veces es para ellas el único momento tranquilo del día, han tenido que levantarse muy temprano para buscarse la vida, conseguir pasta, que esté bien lo que pillen, que no las timen, encontrar un lugar seguro para hacerlo y, entonces, cuando llegan y se sientan, pueden por fin relajarse y pensar en ellas. Es un momento de intimidad que comparten con alguna otra compañera, muchas veces es la enfermera, otras la trabajadora social, otras la psicóloga o una amiga, es el momento tranquilo que tienen para comentar sus movidas: hablar de su familia, de sus criaturas, de la vivienda, de relaciones tóxicas… Allí pasan muchas cosas que no tienen que ver con el consumo. Y queríamos apelar un poco a ese espacio íntimo para las mujeres que es el tocador, ese espacio de estar con nosotras, de cuidarnos un poco, de maquearnos, de mirarnos y ponernos un poco de orden. Para ellas además el espejo es difícil. Si no tienes casa, mirarte en un espejo no es tan fácil. Que tuviéramos, por ejemplo, espejo de cuerpo entero fue una demanda muy insistente por parte de las mujeres, porque no tienen, y a muchas de ellas tampoco las dejan entrar en las tiendas para mirarse… Tener el tocador en Metzineres como un espacio de tranquilidad para poder maquillarte cómodamente es importante. También, claro, para poder consumir de manera higiénica, de hecho, la mesa bajo el espejo no se parece a la de un tocador, es más aséptica y fácil de limpiar, para poder acompañar el consumo y reducir muchos de los problemas asociados que están teniendo: el que no se inyecten de cualquier manera, que cambien el material limpio rápido, porque a veces con las prisas y con la calle vas cogiendo unos hábitos, que hasta que alguien al lado no te lo dice no caes. Siempre lo hacemos respetando mucho sus rituales, no somos pesadas, no les ponemos límite, son ellas las que elijen cómo, con quién y cuánto tiempo quieren estar ahí. Evidentemente, cuando vemos que están al borde de una sobredosis sí que ponemos el límite; ganamos tiempo, siempre pensando que es mejor que tengan la sobredosis con nosotras a que la tengan fuera, donde nadie sepa muy bien cómo actuar.
Hablemos de los valores con los que se define el proyecto de Metzineres, ¿qué significa “ternura radical”?
Que si me tiras un cenicero a la cara te voy a seguir queriendo (risas). Ternura radical significa que no hay sanciones. Viven mucha violencia en las calles y algunas veces se traspasa a Metzineres, entre ellas y hacia las trabajadoras. Al ser un lugar seguro se bajan las defensas y algunas se dejan ir: pueden llorar, pueden reír y también sacar su rabia, que canalizan hacia la que tienen delante. Tenemos que aprender a no personalizar y saber que mañana será otro día y que vendrás con menos rabia y te querremos igual. Cuando peor nos trata la compañera es cuando más nos necesita, cuando peor está, y tenemos que esforzarnos mucho para demostrarle que puede confiar en nosotras, en todas, en las participantes y en las del equipo de intervención. Trabajar esa confianza es muy difícil cuando llevas tantos años desconfiando. Es picar mucha piedra, deconstruir mucho. Para las profesionales, deconstruir esa relación de poder que nos viene de fábrica, y, entre las mujeres, trabajar ese sentimiento de pertenencia.
¿Y “coraje travieso”?
Se trata de poner en cuestión los protocolos, de pensar más allá del marco, de innovar más allá de lo que hay, de atrevernos hasta que encontremos el límite, de no creernos el “no se puede” antes de empezar a intentarlo. Y vamos a buscar dónde están las brechas, porque las hay, y vamos a desobedecer a todo aquello que nos está poniendo más palos en las ruedas. Y si vemos que hay algo que realmente es necesario, nos lo tomamos en serio, porque si no nos lo creemos nosotras no se lo va a creer nadie. Hay que ser traviesos y encontrar las grietas. Con Metzineres nacemos en medio de toda la polémica de los narcopisos, que no me gusta llamarlos así, sino pisos de venta y consumo, pero, bueno, era así como los llamaban los periódicos. El caso era que nadie quería oír hablar en el Raval de otro servicio para personas que usaran drogas. Pero veíamos que era muy necesario, porque las mujeres estaban yendo a los narcopisos y vivían situaciones muy bestias de violencia, de sobredosis no atendidas, que se las echaba a la calle de cualquier manera, violaciones… Teníamos que actuar con rapidez y si nos poníamos a pedir permiso a la gente no nos lo iban a dar, así que alquilamos un garaje, lo abrimos y lo pusimos en marcha. Cuando la gente se dio cuenta ya estábamos funcionando y teníamos datos que demostraban que era necesario. Nunca nos escondimos, pero no lo anunciamos a voces, y acabamos demostrando que no teníamos problemas con el vecindario y que las chicas habían mejorado su calidad de vida. Empezamos pensando que seríamos unas cuarenta en total y ahora cuarenta son las que pasan diariamente por aquí. En total han sido 360 mujeres y personas de género no binario las que se han implicado en Metzineres.
Y lo de “activismo de los cuidados”, ¿qué significa?
Reivindicar que se pueden hacer cuidados no solo desde la lógica asistencialista sino desde la reivindicación de los derechos humanos, desde la autonomía y la autogestión. Y también trasladar esta preocupación a los movimientos sociales, que cuando las situaciones son muy complejas se peca de delegarlas al Estado. No creemos en el Estado, pero luego le pedimos que se encargue, y el Estado, si se encarga, lo hace a su manera, sin ir a las causas estructurales de la exclusión, dirigiéndose a la punta del iceberg y no a la base. Evidentemente tenemos que hacer un trabajo asistencialista, porque si no tienes las necesidades básicas cubiertas no vas a poder luchar por tus derechos, pero también, a la hora de atender esas necesidades básicas, se puede luchar por tus derechos sin dejar de ir a las causas estructurales de la exclusión. Viviendo en Barcelona, además, tenemos una responsabilidad con el resto del mundo. Yo me alimenté mucho de la experiencia en Vancouver y en Colombia, y viajando por EE UU, pero también me di cuenta de las ventajas que tenemos aquí: no ha llegado el fentanilo; no hay encarcelaciones masivas; se criminaliza a las poblaciones vulnerabilizadas, pero el hecho de que meterte en el cuerpo lo que te dé la gana no esté prohibido es importante; no te pueden meter en la cárcel por acompañar a alguien que se esté chutando a tu lado, no te van a estar persiguiendo por llevar jeringas; y tienes toda una red asistencial que te permite incluso tener salas de consumo. Todo eso es un privilegio que no existe en la mayor parte del mundo. Hay países, como Filipinas, donde se cargan a la gente por consumir. Nos estamos encontrando a compañeras de Europa del Este que las han encarcelado por cruzar una frontera llevando metadona… Viviendo en Barcelona, donde hay todo un entramado de organizaciones de desobediencia y movimientos sociales, viviendo en un barrio donde hay toda esa red vecinal, en un país donde las sustancias no están prohibidas, donde no hay armas, donde hay recursos, tenemos la obligación de llevar esto hasta su máxima expresión. Nos están considerando una buena práctica, se fijan en nosotras porque somos las que tenemos la libertad de hacerlo.
En pandemia, más abiertas que nunca
Llevabais apenas tres meses en el local de la calle de la Luna, cuando llegó la pandemia y las medidas de confinamiento, ¿tuvisteis que cerrar? ¿Cómo fue la experiencia?
Nosotras en lugar de cerrar abrimos más días. Los comedores habían cerrado las puertas y daban picnic, en otras salas de consumo habían reducido los servicios a la mínima expresión, como mucho se aguantaba el consumo de la sala y había que salir enseguida, las habían dejado sin un lugar donde estar. Así que decidimos abrir más. Avisamos a la Guardia Urbana y a los Mossos, les dijimos que las chicas que venían a Metzineres vivían en la calle y no se podían confinar, así que les informamos que nos íbamos a juntar en el Ágora, que es un espacio okupado del barrio y al aire libre, porque necesitábamos un lugar donde continuar con nuestras actividades y estar tranquilas. La verdad es que se nos respetó bastante y, a la semana, cuando ya teníamos mascarillas y guantes para todas, nos fuimos al local, asegurando buena ventilación y demás medidas. Teníamos mucho miedo de cómo podía impactar el covid en las mujeres teniendo en cuenta el estado de salud de algunas fumadoras, con problemas respiratorios que las hacían ser consideradas población especialmente vulnerable al coronavirus. El equipo estuvo de acuerdo en seguir, desde el Departamento de Salud nos consideraron servicio de salud básico, lo que nos permitió tener un pase para salir a trabajar como el personal sanitario. Desaparecieron muchos talleres y se pasó a tener una actividad más asistencialista porque la necesidad era urgente. Tuvimos que trabajar mucho, incluso sacamos unos folletos, sobre lo que estaba pasando en la pandemia, porque muchas de las mujeres que vivían en la calle no tenían acceso a la información. Un día de repente se encontraban con que todo el mundo iba con mascarilla, pero no sabían exactamente por qué. No fue fácil hacerles entender que estábamos en pandemia, las calles estaban vacías, no podían ganarse la vida: las trabajadoras sexuales no podían quedar con sus clientes, las que pedían pasta a los turistas tampoco podían vivir de eso, las que robaban en las tiendas tampoco podían porque no había tiendas abiertas y en las que había tenías que entrar de a uno y les era imposible robar. La precariedad era brutal, fue muy difícil. Y también muy hermoso, porque vivimos la solidaridad de todas las vecinas. Como la gente se quedó en su casa se creó mucha red vecinal, entonces, enseguida nos articulamos con las vecinas: un día se nos rompió la lavadora y a los quince minutos una vecina nos trajo una, otra vecina nos hacía pasteles cada día, hubo restaurantes que nos traían las comidas… Fue muy emocionante ver la solidaridad y el apoyo mutuo de gente que no tenía nada que ver con Metzineres hasta ese momento. De repente, creamos relaciones súper hermosas.
En este tiempo también habéis perdido a cuatro o cinco compañeras, ¿de qué murieron?
Tres de ellas por sobredosis y una de un ataque al corazón, pero llevaba muchos años en la calle. Nosotras decimos que la calle mata: el estrés en el que vivía constantemente, la dificultad para tener una buena alimentación, seguramente el consumo también influiría… El resto ha muerto de sobredosis, alguna con sustancias legales (alcohol y benzodiacepinas) y una de ellas, Tatiana, muere de sobredosis pero, en realidad, yo creo que muere de falta de atención social y sanitaria. Tatiana estaba en lista de espera para entrar en tratamiento, tenía una demanda muy clara, pero se la hizo esperar demasiado. Y nos supo especialmente mal porque ella era una mujer que lo tenía todo para salir del agujero, tenía el apoyo familiar, don de gentes, tenía formación y muchos recursos. Tenía una criatura a la que quería muchísimo y que estaba con la familia, había sido ella la que había querido que la niña estuviera con la familia para que no la viera así, pero la familia no le impedía que la visitara siempre que quisiera. Tenía muchos refuerzos y muchas ganas, no tenía fuerzas para hacerlo sola, pero estaba decidida. En su caso ella quería salir del barrio, porque conocía a mucha gente, era una chavala muy guapa y le agobiaban mucho en el barrio. La verdad es que murió en un narcopiso y para no comerse el marrón la dejaron abandonada delante de una iglesia, con una chuta al lado que seguramente ni siquiera era la suya, solo para que quedara claro de qué había muerto, nos costó tres días hasta que nos confirmaron que era ella. Todo fue muy doloroso. Teníamos un vínculo muy fuerte con ella y también con su mamá, porque ella venía a Metzineres con su madre, su madre tenía claro que Metzineres era un lugar en el que ella se sentía tranquila y segura. Y pasa todo en un fin de semana, porque no tenemos servicio veinticuatro horas y es una putada, porque sabes que era una de esas chavalas que si hubiéramos estado abiertas se hubiera venido a consumir con nosotras porque lo prefería a quedarse en un piso de venta y consumo, pero como no estábamos abiertas, antes de consumir en la calle y a la vista de todos, se quedó en el piso, donde no la cuidaron y donde igual le hicieron incluso daño.
Habéis levantado un memorial en el Ágora para las víctimas de la guerra contra las drogas.
Es un muro en el pusimos una placa que dice “En memoria de las víctimas de las guerra contras las drogas”, un memorial para recordar a todas aquellas compañeras y compañeros que se nos van quedando por el camino, sobre todo porque cuando vives en la calle no tienes un lugar donde recordarlos. En muchos casos son compañeros con los que has estado conviviendo mucho tiempo. La gente en la calle desaparece de pronto y nadie sabe si se ha ido, si está en la cárcel o si se ha muerto… y aunque sepan que se ha muerto nunca tienen dónde ir a recordarla, porque a lo mejor se la ha llevado la familia o está en una fosa común. El hecho de tener un lugar donde podemos recordar es muy bonito para ellas y también hace visible que cada año tenemos muchos nombres que poner en ese muro. Es una guerra que se está cobrando muchas vidas, no solo la guerra contra las drogas sino también esa criminalización contra los colectivos más vulnerables.
Este octubre vais a cumplir 5 años, ¿qué has aprendido en todo este tiempo al frente de Metzineres?
He aprendido que lo de poner en marcha un proyecto tiene su complejidad y sus dificultades. Pero todo lo otro es bonito, y es verdad que ahora que tenemos equipo administrativo esas dificultades son menos duras. He aprendido mucho de cada una de las mujeres con las que hemos construido Metzineres, hablo de las trescientas sesenta mujeres que han pasado y también de las personas profesionales y con un conocimiento más técnico. Ver que mujeres y personas de género no binario que tienen una situación tan dura son capaces de venir, sonreír, echarse unas risas, compartir un espacio, ser generosas… Mujeres que han vivido en un solo día situaciones que si yo las viviera a lo largo de toda mi vida no podría levantar cabeza. Aprender de sus estrategias, de ese sacarle jugo a la vida a pesar de todas las vicisitudes es muy impactante. Y a trabajar en red. He tenido que aprender mucha humildad para entender más determinadas realidades que a mí me han tocado de otra manera y que se me hacían muy incomprensibles, bajarme la soberbia de pensar que a mí no me pasaría y ver realmente que, en cualquier momento, podemos estar ahí.