Al final se murió en un hospital, con lo poco que le gustaban los médicos. Un fallo multiorgánico acabó con él la madrugada del domingo 21 de noviembre en el Hospital del Rosario, en Ibiza, la isla que había elegido para pasar a mejor vida. “Muere el filósofo Antonio Escohotado a los 80 años”, tituló El País, y El Mundo no fue menos: “Muere a los 80 años el filósofo Antonio Escohotado, el gran defensor de las drogas y la libertad”. La sorpresa de los periodistas resaltaba en titulares sus 80 años; Escohotado, que no había escatimado en el uso y disfrute de las drogas había cumplido una vida longeva, contraviniendo el discurso prohibicionista. No llegó a centenario, como sus admirados Ernst Jünger y Albert Hofmann, pero se quedó solo unos cinco meses por debajo de la esperanza de vida de los hombres españoles. Y sin perder la lucidez, que era el mayor miedo que le tenía a la vejez.
Cinco días antes se había puesto a la venta La forja de la gloria, su último libro, como describe en su subtítulo una “Breve historia del Real Madrid contada por un filósofo aficionado al fútbol”. Y unas semanas atrás me había reído con su hijo Jorge pensando que todavía le quedaba cuerda para rato. Había llamado a Jorge para hacerle una última entrevista a su padre, con la intención de publicarla post mortem, a modo de epílogo de una vida intensa. Desde que en junio de 2020 se había mudado a Ibiza, dejando en su casa de Galapagar a su mujer y a su hija y anunciando que tenía intención de morirse en la isla, no había dejado de ofrecer entrevistas. Ya lo había dicho todo y lo único que se me ocurría era emplazarlo a entonar respuestas sabiendo que se publicarían tras su muerte. Su hijo, en cambio, me aseguró que gozaba de una relativa salud, que incluso había dejado el hotelito donde lo cuidaban y se había mudado a un piso en San José, con un tal Raúl Novella que le hacía de escudero. Nos reímos de cómo el viejo había convencido a medio mundo de que se iba a morir de manera inminente y, al final, el cabrón era capaz de sobrevivirnos a todos. Quedé entonces en viajar a Ibiza a comienzos del año para entrevistarlo. “Ahora que no te has muerto…”, pensé como arranque para la primera pregunta de esa futura entrevista.
Antonio se pensaba a sí mismo como un cobaya de la humanidad en un experimento que demostraba que era perfectamente posible “disfrutar con las drogas en vez de padecer con ellas. O padecer sin ellas”. Llevaba casi dos décadas tomando heroína a diario y una de sus últimas voluntades era que al morir le hicieran una autopsia en busca de cánceres larvados que no se hubieran desarrollado por el efecto ralentizador del caballo. Lo decía desde hacía años, aunque en la entrevista que le hice a finales de 2015 no quiso incluirlo, pues entonces guardaba cierta discreción con el tema del jamaro. Pero sí dejó constancia hace unos meses al periodista Ricardo F. Colmenero:
“Necesito que cuando muera me hagan una autopsia detenida en busca de cánceres larvados. Si se demostrase que los tengo desde hace veinte o treinta años, y que no he muerto de cáncer, revolucionaría el mundo de la medicina. Y a partir de los cincuenta años, todo el mundo a tomar heroína. Es una cuestión de ciencia. El hombre de ciencia le pregunta a la naturaleza. El caballo sería la curación del cáncer”.
Según me confirma su hijo Jorge, esta última voluntad de autopsia no pudo ser atendida; no era fácil encontrar en la isla un forense privado que lo abriera y lo cerrara con urgencia para poder enterrarlo el martes en el cementerio de Santa Inés.
El cuaderno de Rebeca
Escohotado tenía un cuaderno de pastas de corcho al que se refería como El cuaderno de Rebeca, regalo de su hija, en el que, desde los años noventa, apuntaba todo lo que se tomaba y los aforismos que se le ocurrían en su día a día. Aseguraba que sería un libro póstumo y lapidario, un superventas que dejaría grandes regalías a sus deudos. En su última etapa ibicenca había dejado la moderación a un lado, y su régimen opiáceo lo alegraba con cocaína cuando se sentía cansado, además de sus varias cajetillas de tabaco diarias, sus porros y su whisky de malta. En el hospital lo ingresaron el viernes 19 de noviembre, y las últimas drogas que ingirió fueron una pastilla de 40 mg de oxicodona que le dieron justo antes de entrar y fentanilo que, junto con un somnífero, le fue administrado en el suero. No pudo dejar constancia de estas últimas tomas en El cuaderno de Rebeca, pero bueno es saber que se fue de muerte natural y sufriendo lo menos posible.
Su dieta farmacológica seguía la máxima de la sobria ebriedad, aunque en las últimas décadas se entregara a un bioensayo con toda clase de opiáceos y opioides, con ese capítulo final sin recato. De todo ello nos enteraremos con detalle dentro de dos años, cuando está previsto que la familia publique El cuaderno de Rebeca.
Dada esta familiaridad en el uso de fármacos, su prevención hacia los médicos resultaba sorprendente. Él lo explicaba desde la autonomía, desde el imperativo de ser dueño de la propia salud y la desconfianza hacia un gremio intervencionista que había traicionado el principio hipocrático de primum non nocere, de que lo primero es no hacer daño.
El hereje contra el dogma prohibicionista
“Descanso en paz arropado por mi familia” fue la despedida publicada en Twitter que dio a conocer el deceso. Las redes sociales de Escohotado las maneja su hijo Jorge en un esfuerzo encomiable por llevar a su padre a nuevos públicos; hasta lo ha convertido en un provecto youtuber, con más de 120.000 seguidores de su canal. Ahí se puede volver a ver a Escohotado en la plenitud de sus intervenciones televisivas, en aquel primer programa de La Clave del año 1982 y en aquellos otros que ya en los noventa aportaron razón y sentido común a un debate dominado por la histeria prohibicionista, el alarmismo sin fundamento y el victimismo pusilánime. Frente a los inquisidores que identificaban las drogas con el mal había otros lumbreras, como Fernando Savater, Fernando Sánchez Dragó o Cristina Almeida, pero nadie tenía el carisma de Escohotado ni su voz grave ni su chulería. La televisión entonces llegaba a todas partes y la presencia doctoral de Escohotado sentaba cátedra, desvelando con suma elegancia la idiotez del discurso dominante de que la droga mata.
Para hacerse una idea del impacto mediático que tenían sus palabras hay que situarse en la España de “la inseguridad ciudadana”, cuando la droga era el problema número uno, por delante del paro o del terrorismo. En el instituto, los profesores nos asustaban con historias para no dormir sobre drogas que enganchaban sin remedio con solo probarlas y te condenaban a ser un desgraciado dando tumbos hasta la tumba. El éxtasis te mataba las neuronas hasta dejarte mongolo, el LSD te hacía creerte Superman y lanzarte desde el balcón, los porros te convertían en un zombi desmemoriado y eran la puerta de entrada a las drogas duras, del porro al pico en un santiamén: “Que se empieza por el po y se acaba por el pi”, nos repetían. Y de pronto, en la tele, aparecía Escohotado con su modulada voz oracular, haciendo pedagogía pero sin dejar nunca de tratar al espectador como un ser inteligente. Basta con ver cómo contesta al cantante Ramoncín en un debate conducido por Jesús Hermida en Antena 3:
“Se dice que la droga mata, no señor, lo que mata es la ignorancia, la barbarie, las tinieblas. Las drogas por el contrario curan, para eso fueron inventadas, para eso son usadas. Todos los que usan todo tipo de drogas no las usan para perjudicarse, quizás se perjudican por ello, pero la perspectiva que acaba de decir Ramoncín de levantar a un amigo muerto por heroína… también puede una persona morir practicando el coito y no por eso vamos a prohibir el contacto carnal. Nadie prohíbe lo que no se desea. Cuando las drogas han sido legales –y han sido legales siempre, porque drogas ha habido siempre y siempre las habrá– no eran un problema, eran un tema, un tema de conocimiento al cual unas personas por unas razones y otras personas por otras acudían. O nosotros aprendemos a tratar con las drogas o seguiremos en esta demencia de masas que es intrínsecamente idéntica a la cruzada contra las brujas. Si en tiempo de la cruzada contra las brujas, siglos XV y XVI, preguntamos a cuatrocientas personas si es verdad que Satán a través de las brujas causa que se seque la leche a sesenta kilómetros de la vecindad, si con eso las brujas además se preparan unos caldos con niños pequeños, porque solo les gustan los caldos con niños pequeños recién cocidos, si les preguntamos si hay magia, si la magia realmente mueve el universo y los espacios intersiderales, nos contesta que sí no el 70 por ciento sino el 95 por ciento. Si preguntamos en la Alemania de Hitler en el año 33 o 34 que qué hay que hacer con los judíos, el 90 por ciento dice que hay que hacer algo, pero es que no hay que hacer nada con los judíos, no hay que hacer nada con las brujas, y con las drogas ahora lo que hay que hacer es sustituir el oscurantismo, las tinieblas y la barbarie por un poco de verdadera compasión. Porque el cruzado que pretende que defiende a otros prohibiéndoles una droga lo único que hace es meterle a otro una película autodestructiva que le va a justificar para engañar, robar, incumplir y, en definitiva, sustituir la ética y la estética por lo contrario, es decir, por un papel de pelele social autorizado […]. En Roma había 900 tiendas dedicadas a vender opio y el opio era una mercancía subvencionada como la harina, y no hay en latín una palabra para opiómano. Desde que se prohíben las drogas por la iniciativa puritana norteamericana, que luego nos llega a nosotros en los sesenta, no hay más que un vertiginoso aumento de muertes, situaciones familiares insostenibles, corrupción policial, corrupción institucional y, sobre todo, falsa conciencia”.
En tres minutos había soltado este aldabonazo. Es muy probable que la mayoría de televidentes, acostumbrados a los argumentos lacrimógenos de madres de yonquis o a la demagogia de políticos o al victimismo de antiguos adictos, no se enterase ni de la mitad de lo que decía el filósofo, pero el mensaje llegaba de alguna forma. Frente al miedo, Escohotado hablaba de libertad, de independencia, de tolerancia, de verdadera compasión y eso llegaba. Y a los jóvenes que empezábamos a drogarnos nos mostraba una alternativa refinada y responsable al embrutecimiento masivo: entender las drogas como una vía de conocimiento.
No tardé en leerme Historia general de las drogas. La inicial sorpresa –¿cómo era posible que sobre un tema del que no se hablaba más que para maldecirlo tuviera tanta enjundia?–, dio paso a una rendida devoción por el autor. Como muchos de sus lectores reconocí en él a un maestro: alguien que te enseña a pensar y a actuar, en un terreno, el de las drogas, tan fatalmente descuidado y tan necesitado a su vez de ilustración. No era solo la información que transmitía, sino la manera de comunicarla. A medio camino entre la erudición y la experiencia, el estilo de Escohotado era tan seductor como convincente. Conseguía ser divulgativo sin que aquello de lo que tratara perdiera el misterio. Como escritor tenía el talento de la acuñación poética y conseguía ejemplarmente abordar “la ebriedad como una rama de las bellas artes”.
El dinero, gran invento de la civilización
Escohotado conseguía ser divulgativo sin que aquello de lo que tratara perdiera el misterio. Como escritor tenía el talento de la acuñación poética y conseguía ejemplarmente abordar “la ebriedad como una rama de las bellas artes”
La devoción previa a internet convivía con muchas lagunas que hoy se solucionan en un clic. Así, a principio de los noventa, yo pensaba que Escohotado estaba especializado en drogas y no le pedía más. Luego supe que defendía el sistema democrático suizo, con políticos sin sueldos y referéndums casi por cualquier cosa, incluida la autodeterminación de los pueblos. Como nunca he sido muy aficionado a la televisión, lo que me llegaba eran sus publicaciones en periódicos o en revistas de pensamiento. Todavía recuerdo una entrevista en Archipiélago en la que Isabel Escudero, repitiendo uno de los estribillos recurrentes de mi adorado García Calvo, maldijo el dinero, ¡maldito parné!, que todo lo pudre y corrompe. Escohotado la paró en seco y alabó el dinero como un gran invento de la civilización, que fluidifica las relaciones económicas propias de toda sociedad humana. Yo que era de los que opinaban que el dinero era una mierda, al leer a Escohotado empecé a pensar en lo incómodo que sería volver al trueque y en el callejón sin salida al que habían llevado las alternativas al comercio.
Como tantos, había asumido que Escohotado, al luchar contra el discurso dominante a favor del uso razonable de las drogas, no podía ser otra cosa que anarquista como yo, o, al menos, muy de izquierdas, defensor de la igualdad tanto como de la libertad. Y no, Escohotado también en esto iba por libre. No era desde luego de los que se dejan atrapar en una categoría estanca, y tanta razón –o más bien ninguna– tienen los que lo arrimaban a VOX como los que lo situaban en el campo de la socialdemocracia. La fascinación por la figura del anarca de Jünger podía explicar muchas cosas, como cuando el emboscado protagonista de Eumeswil apunta “No doy importancia a las ideologías, sino a la capacidad de disponer libremente de mí mismo”. Si le apretabas se escurría o acababa citándote a Ortega y Gasset: “Ser de izquierda es, como ser de derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de hemiplejia moral”.
En Sesenta semanas en el trópico (2003), un diario de viaje en el que conjuga la intimidad con la descripción de paisajes, la especulación filosófica y el análisis histórico económico del sudeste asiático, defiende con agudeza la sociedad de mercado como la única vía hacia la prosperidad y el progreso, siempre en pugna contra el autoritarismo y el delirio comunista. En ese libro ya se anuncia la “crítica de la conciencia roja” a la que seguidamente consagrará tres lustros de investigación y la escritura de dos mil páginas publicadas en tres volúmenes. Los enemigos del comercio es una obra monumental, con espíritu divulgativo cuenta la historia y la prehistoria del comunismo o, como dice en su primer párrafo, la historia de aquellos que “han sostenido que la propiedad privada constituye un robo, y el comercio es su instrumento”.
Los enemigos del comercio supuso un desengaño para muchos devotos de Escohotado que no le perdonaban su apuesta liberal por la sociedad de consumo y su condena del igualitarismo. En la entrevista que le hice a finales de 2015 fue implacable y no se movió un ápice de sus posiciones. Yo le reconocía que la utopía comunista era una ingenuidad, pero ¿no era el libre mercado a su vez una utopía engañosa detrás de la cual se esconde la desigualdad entre los que más tienen y aquellos a los que peores cartas les han tocado? Para Escohotado, “la alternativa al mercado es producir y consumir lo que mande un autócrata”, y añadía que “En sociedades estamentales, y en las de partido único, la movilidad se coagula mucho más que en las europeas del momento, donde las cartas son repartidas por un híbrido de suerte, tesón y virtud”. Se le olvidó meter en el híbrido la herencia, pero en esa entrevista recordó la distinción entre socialismo mesiánico y socialismo democrático, “que es en buena medida el presente”. Para Escohotado, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, los países occidentales vivimos en una suerte de socialismo democrático, una sociedad del bienestar y de mercado asumida por la mayoría de partidos, entre ellos VOX. De ahí que cuando otros periodistas le preguntaban solía reírse y negar el supuesto peligro de la ultraderecha, a la par que alertaba acerca del mesianismo comunista de Podemos.
De la piel para dentro mando yo
La muerte de Escohotado ha despertado innumerables muestras de condolencia. El cantante Jorge Drexler, que para el cumpleaños del filósofo estrenó su último tema, La guerrilla de la concordia, un himno góspel inspirado en las enseñanzas de su “amigo del alma”, se despidió desde su cuenta de Facebook calificándolo de “la cabeza más lúcida, valiente y libre que tuve la suerte de conocer”. Unas horas antes, Inés Arrimadas, presidenta del partido Ciudadanos, hizo lo propio, y nueve días después fue Begoña Villacís, también de Ciudadanos, la que en un pleno del ayuntamiento de Madrid anunció que, por acuerdo unánime de toda la corporación municipal, se va a erigir una estatua en honor de Escohotado en la Ciudad Universitaria con la inscripción de su epitafio: “Quise ser valiente y aprendí a estudiar”. En su discurso de homenaje, la Vicealcaldesa de Madrid incidió, como muchos de los obituarios publicados, en dos cuestiones para definir a Escohotado que, por su importancia, merecen aclaración.
Por un lado, Villacís atribuyó al filósofo el lema “De la piel para dentro mando yo”, cuya letanía completa se entona en el himno antiprohibicionista del mismo título que Mil Dolores Pequeños publicó en 1994: “De la piel para dentro comienza mi exclusiva jurisdicción. Elijo yo aquello que puede o no cruzar esa frontera. Soy un estado soberano, y las lindes de mi piel me resultan mucho más sagradas que los confines políticos de cualquier país”. En los créditos del disco –que, por cierto, se vendió con una pequeña china de hachís incluida y se promocionó con un videoclip en el que hasta el filósofo salía desnudo– esta letra venía firmada en colaboración con Escohotado y basada en un “anónimo contemporáneo”.
Escohotado repitió mucho esta máxima, la hizo suya, sin aclarar que lo había tomado de su amigo el químico Alexander Shulgin. Según supimos gracias a un artículo de Alejo Alberdi (“From the skin inward: el origen del argumento dermatológico”, Cáñamo nº 172, abril 2012) este “anónimo contemporáneo” aparecía en un apunte del libro PIHKAL en el que el redescubridor del MDMA y creador de tantas sustancias benditas reproducía la carta de un admirador que decía: “Yo, como ser humano adulto y responsable, nunca concederé a nadie el poder de regular la elección de lo que introduzco en mi cuerpo o de adónde viajo con mi mente. De la piel para adentro es mi jurisdicción, ¿no? Yo elijo lo que puede o no cruzar esa frontera, de la que soy el aduanero y el guardacostas, el único gobernante legal y espiritual de este territorio, y solo las leyes que yo promulgo son aplicables”. Es verdad que la historia es un poco enrevesada y la explicación reduciría la utilidad del eslogan, cuya eficacia está en ser una metáfora fácil de entender, pero resulta cuando menos irónico que el pensamiento antiprohibicionista y liberal de Escohotado, que tantas páginas brillantes escribió, quede en la memoria colectiva sintetizado en una máxima ajena. Cosas de la cultura de masas, donde a veces la propiedad es el robo.
¿Comunista renegado?
Parte del éxito de Escohotado radica en haber hallado las metáforas adecuadas para explicar su ideario. Metáforas que, sin duda, en el tema de las drogas, han nutrido los argumentos de todos los que hemos venido detrás. Quizás esa búsqueda de simplificaciones que ayudaran al cabal entendimiento de sus ideas explique el equívoco en torno al pasado comunista de Escohotado. Como resumió Villacís en el pleno del ayuntamiento: “supo ser revolucionario cuando tocaba, cuando tenía a Franco enfrente. Fue anticapitalista y aun así aprendió y supo evolucionar”. Por algunos amigos comunes, cercanos al filósofo en aquella época, yo ya sabía que a Escohotado no le había interesado nunca la militancia en organizaciones colectivas. De hecho, en una entrevista que le hizo Pepe Ribas para Ajoblanco en 1990, la primera pregunta “¿Cómo es que en la universidad no te integraste en un grupo político organizado?” era contestada, a su manera esquiva, pero sin refutar su falta de compromiso y su aversión hacia lo gregario, con “la libertad o se tiene desde siempre o no se tiene nunca”. Y en una segunda pregunta dejaba claro que, aunque se inició leyendo a Marx y Freud, los pensadores entonces de moda, enseguida “renuncié a mis intereses marxistas, que siempre habían sido bastante superficiales. Y empecé a dedicarme al pensamiento especulativo”.
Sin embargo, desde Sesenta semanas en el trópico, comenzó a engrandecer la filiación comunista de su juventud. En ese libro anuncia que urge un estudio crítico de la conciencia roja y, entre arrepentido y avergonzado, recuerda las discusiones sobre la guerra civil con su padre, quien lo acusaba de “comunista insensato, ciego de odio”, y “llegaba en ocasiones a suplicar que evitara una militancia entonces limitada a leer y pasar ejemplares de Mundo Obrero o Nuestra Bandera”. También añade que “durante algún tiempo la novia y yo colaboramos impartiendo cursos de alfabetización a obreros madrileños. Aprovechábamos los dictados para adoctrinarlos en conciencia de clase, huelga general y fidelidad al partido”. ¿Fue eso verdad? Algún amigo de entonces lo niega categóricamente y otros, que no estuvieron allí, hablan de que quizás fuera una exageración, que Antonio era muy dado a exagerar.
Creo que Los penúltimos días de Escohotado (La esfera de los libros, 2021) del periodista Ricardo F. Colmenero no debía haberse publicado. Se trata de un libro de conversaciones donde Escohotado habla de su vida y de sus intereses, de la fonética noruega a la muerte, pasando por las drogas, los chinos, Hernán Cortés y los negros. El problema es que frente a la agudeza que caracterizó su obra aquí aparece un Escohotado crepuscular que se vuelve previsible a fuerza de epatar, crecido en su papel de paladín de lo políticamente incorrecto. De los negros, por ejemplo, dice que son una raza que “ha hecho muy poco por las demás razas del planeta”, que son responsables del 95 por ciento de lo que les pasa y llega a sugerir, apoyándose en James Watson, que son genéticamente menos inteligentes que los blancos.
El libro de Colmenero deja la sensación agridulce de encontrarnos ante la caricatura grotesca de Escohotado pintada por él mismo. Por no desviarnos del relato de comunista renegado, en el capítulo “Memoria Histórica” se presenta como dirigente del PC en su juventud y da muchos nombres de aquellos que coincidieron con él en su militancia clandestina. La mayoría de los citados están ya muertos, pero Manuela Carmena sigue viva y en plenas facultades, así que podía preguntarle cómo recordaba al Escohotado comunista que aseguraba haber sido su jefe en el partido. Carmena fue taxativa, me fue nombrando uno a uno a los coordinadores que había conocido en el PC, desde que era estudiante en cuarto de Derecho hasta cuando, ya abogada, ejercía en el despacho laboralista de Atocha. Aseguraba que jamás nadie vio a Escohotado en esos años por el partido. También me dijo que, cuando ya era jueza, se interesó por la legalización de las drogas y que entonces, finales de los ochenta, principio de los noventa, sí que supo de él, por ser una figura respetada en ese ámbito. Era verdad que recientemente habían coincidido en un congreso sobre bienestar cuando era alcaldesa y que intercambiaron unas palabras cordiales acerca de la vejez y poco más, que le dijo “Tú eres mayor que yo”, pero no añadió, como asegura Escohotado en el libro, que él era su jefe en el Partido Comunista.
Invento, exageración o delirio de la vejez, lo cierto es que la figura de Escohotado no necesita añadir la militancia comunista a su singular peripecia vital. Tendrá la utilidad pedagógica de presentar al autor de Los enemigos del comercio como un antiguo comunista que vio la luz y se dio cuenta de su gran error. Un detalle fabuloso menor que se perpetuará ligado al recuerdo del personaje, debido sin duda a las inercias de un periodismo perezoso que fía la verdad a las declaraciones sin contrastarlas.
Escohotado en cualquier caso reúne suficientes méritos como para pasar a la Historia con mayúsculas y, aunque toca desmitificar algunos aspectos de su figura, sería de ingratos no reconocer lo mucho que hizo por todos, sin dejar nunca de ser él.
Es hora de despedirlo y de darle las gracias, por su obra y su manera valiente de vivir, por lo mucho que aprendimos de su palabra y de su ejemplo. Un hombre singular y lúcido como pocos, que hizo el mundo más libre a su paso.