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Discordia y reconciliación

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Cáñamo me sugiere contar cómo la andadura ibicenca pasó por la cárcel, hasta terminar en un proceso modélico de reinserción social, y así lo haré; con todo, el artículo previo hablaba de Trump –a propósito de intentar ser ecuánimes–, y compruebo que quedó en el tintero un buen ejemplo de la diferencia entre rebeldía y misantropía, sentido crítico y furia difusa.

 

Cáñamo me sugiere contar cómo la andadura ibicenca pasó por la cárcel, hasta terminar en un proceso modélico de reinserción social, y así lo haré; con todo, el artículo previo hablaba de Trump –a propósito de intentar ser ecuánimes–, y compruebo que quedó en el tintero un buen ejemplo de la diferencia entre rebeldía y misantropía, sentido crítico y furia difusa.

A esos fines recordemos que los años sesenta fueron una creciente apoteosis de drogas, sexo y rock; y que los años setenta consolidaron en Europa e Iberoamérica una ola de terrorismo superior a todo lo conocido, donde el espíritu del odio volvió a prevalecer sobre la palabra del perdón. El haz el amor, no la guerra de los hippies fue la piedra miliar no solo para la liberalización del sexo entre varones y hembras, sino del respeto por el colectivo cubierto con las siglas LGTB, aunque suele quedar en la sombra qué pensó al respecto el espíritu afín a Montoneros, Brigadas Rojas y Sendero Luminoso. También les advierto que no tenía ni idea de lo que les voy a contar, y acabo de descubrirlo tras algunos días de pesquisa por internet, aunque les ahorro las referencias bibliográficas.

Portavoz de lo conocido unas veces como lesbofeminismo y otras como materialismo o marxismo feminista francés, tendencia emergente en los años setenta, Monique Wittig (1935-2003) vio en la porción femenina una “clase oprimida, que solo tiene sentido en los sistemas económicos heterosexuales”, y aseguró que “la mujer desaparecerá cuando desaparezca la clase patriarcal masculina, pues así como no hay esclavos sin dueños tampoco habrá mujeres sin hombres”. En todo caso, “las lesbianas no son mujeres” a juicio de la vanguardia formada por la propia Wittig y varias otras escritoras del momento, pues sexo “no es una categoría natural ni biológica sino social”, fruto de un capitalismo que manipula el lenguaje –convirtiéndolo en “faloegocéntrico”– para asegurar la hegemonía de lo masculino. Capital y patriarcado son sinónimos, y “no hay categorías neutrales”: o reflejan la perspectiva opresora o la liberadora.

“Unificada por la rabia” (anger), esta actitud se vio enriquecida en los años ochenta y noventa por aportaciones de norteamericanas blancas como Sheila Jeffreys, la afroamericana Cheryl Clarke, la afroalemana Audre Lorde y varias teóricas de habla hispánica, entre ellas la dominicana Ochy Curiel –autodefinida como “militante descolonial”– y la boliviana Julieta Paredes, que se identifica como aimara y analiza críticamente los procesos de mestizaje. Estas últimas se vinculan con una regeneración del continente americano reinventado como Abya Yala, un término quizá precolombino –de los kuna, un pueblo ágrafo que mora hoy en los confines de Colombia y Panamá– traducido como ‘tierra de sangre vital’, fundiendo el rechazo de la heterosexualidad con un retorno al alma indígena, que descarta sin condiciones la occidental. Takir Mamani, un líder del pueblo aimara, tiene declarado que “colocar nombres foráneos a nuestras villas, ciudades y continentes equivale a someter nuestra identidad a la voluntad de nuestros invasores y sus herederos”.

Julieta Paredes, boliviana y activista feminista descolonial, se identifica como aimara
Julieta Paredes, boliviana y activista feminista descolonial, se identifica como aimara.

Curiel y Paredes ampliaron sus críticas a fenómenos conexos, como el culto a la esbeltez corporal (“gordofobia”) y a la experiencia (“edadismo”), que pretende excluir a adolescentes y otros sectores supuestamente menos informados a la hora de tomar decisiones y gestionar lo colectivo. El alma de Abya Yala les parece “intemporalmente madura”, y entienden que sus intuiciones pueden compararse con ventaja a cualquier capacitación técnica. De ahí un análisis “carnal” de las cuestiones, llamado a veces “teoría/ficción”, que combina lírica con documental, mezclando entrevistas efectivas e imaginarias. Superando la herida del tiempo, en el 2009 encontramos otra portavoz de la corriente, Cherríe Moraga, que sintetiza su perspectiva como “no traicionar nuestra raza con malinchismo”, entendiendo que “el pueblo” solo evitará ser corrompido si evita “todo influjo extranjero”.

Pero miremos algo más de cerca. Vendida en su infancia, la india nahua llamada Malinche –que acabó siendo traductora y amante de Hernán Cortés– sería el prototipo de la traición, porque le informó sobre cierto complot contra él, aunque los complots de reyes locales contra Moctezuma fueron bastante más frecuentes. Tampoco iba a ser ni mucho menos ni la única ni la más importante dama seducida por el cristianismo y los españoles, pues el sentimiento proazteca empieza olvidando a la bella y despierta hija del monarca –Isabel Moctezuma, esposa de los dos fugaces emperadores siguientes–, que también tuvo un hijo con Cortés, y destacó por sus obras de caridad. No he podido encontrar en escritos de las feministas lesbochicanas referencia alguna al “pueblo” traicionado por La Malinche, y entra dentro de lo posible que ignoren entre otras cosas el estatus mísero de la mujer mexica, cuya realización se cifraba en morir dando a luz.

Tanto o más memorable es el culto a los sacrificios humanos, el más amplio y sistemático de los anales planetarios, atendiendo no solo a testigos sino a evidencias arqueológicas. Tres décadas antes de llegar Cortés, en 1487, la consagración de la gran pirámide de Tenochtitlán supuso cuatro días de inmolación ininterrumpida en los cuatro altares dedicados a ello, hasta cubrir por completo de sangre su gigantesca estructura, y el cálculo más moderado cifra aquel holocausto en unas cuatro mil personas, prácticamente todas adolescentes y niños de ambos sexos. Ningún historiador o arqueólogo discute que el imperio azteca celebraba dieciocho fiestas anuales presididas por holocaustos, y que cada cincuenta y dos años cundía un pavor al fin del mundo conjurado con matanzas extraordinarias. Todo su panteón –al igual que el de los incas y mayas– reclamaba sangre humana, aunque solo Tláloc, el dios mexica de la lluvia, exigía las lágrimas de niños para restaurarse, que solían ser ofrecidas por las familias de más alto linaje entre sus propios hijos.

Audre Lorde (1934-1992), escritora afroamericana, feminista, lesbiana y activista por los derechos civiles
Audre Lorde (1934-1992), escritora afroamericana, feminista, lesbiana y activista por los derechos civiles.

Si Moraga y sus colegas no demuestran otra cosa, el “pueblo” a preservar del malinchismo fue una Esparta incomparablemente más atroz, donde quien no resultaba ser siervo era vasallo, obligado a guerrear con sus vecinos para conseguir los cautivos necesarios a fin de calmar la sed divina. Era mucho más frecuente desollar al sacrificado (y ponerse alguien esa piel como prenda) que sacrificarlo mediante desuello, pues la práctica sagrada por excelencia consistía en extraer un corazón que palpitase aún, sin perjuicio de que los sacerdotes recurriesen también a quemar vivo, ahogar o someter a un seudocombate, donde la víctima era vestida de guerrero pero atada a una piedra y provista de ramos florales como armas, con los cuales hacía frente a las mazas de cuatro verdugos.

El ascenso en la profesión militar –única venerable– dependía del número de los ofrecidos por cada guerrero al sacrificio, engordados para satisfacer un canibalismo ritual de los presentes que podría ser un hábito no solo simbólico, pues el imperio azteca ignoraba tanto la rueda como la cría de ganado. Dado lo tóxico de coyotes y jaguares, con mercados que solo ofrecían pájaros, ofidios y lagartos en términos cárnicos, las proteínas de niños y adolescentes eran lo más nutritivo con mucho, y no hay duda de que en la capital esos “descorazonados” se contaban por millares cada año, cuando no por decenas de millares. Hasta qué punto dicho Imperio fue odioso para sus súbditos lo prueba el éxito de una tropa minúscula, porque el pasmo inicial ante los caballos y la pólvora se desvaneció al poco, y sin vasallos horrorizados por el tributo impuesto habría sido imposible prevalecer sobre una nación de guerreros profesionales.

Por lo demás, sería injusto centrar en el feminismo chicano un sentimiento de añoranza y veneración por civilizaciones vencidas o desaparecidas espontáneamente, como la maya, que persiste entre algunos indígenas con ayuda de intelectuales a menudo blancos y no nacidos allí. En un ejercicio de cinismo, las oligarquías criollas instaladas en cada país –por supuesto, los descendientes de quienes atropellaron y esquilmaron al indio– promueven la perpetuación del rencor con pantomimas como la escenificada anualmente en el centro del DF mexicano, donde alguien disfrazado de Cortés se arrodilla ante Moctezuma entre aplausos, con una tramoya pagada con fondos públicos para velar siquiera sea por unos minutos la perpetuación criolla de su expolio. Europa podría aborrecer a los despóticos romanos, a las salvajes tribus germánicas y escandinavas que heredaron su égida, e incluso al próspero califato cordobés, pero más bien les celebra como antepasados admirables por un motivo u otro, y lo mismo podría ocurrir en el Nuevo Mundo andando el tiempo, cuando las etnias se desdibujen gracias al mestizaje.

Ochy Curiel, feminista afroamericana autodefinida como "militante descolonial"
Ochy Curiel, feminista afroamericana autodefinida como "militante descolonial".

En cualquier caso, solo algunos occidentales acariciamos la perspectiva de una raza humana unificada por copulación, conscientes de que mulatos y caboclos son tan beautiful como feraces resultan los campos polinizados. Es digno de recuerdo que quienes proponen vengar al aborigen rechazan el cruce físico, y que la rama airada de la causa feminista abogue por el “separatismo”. Aunque se hayan apartado del surco heterosexual, bisexuales y transexuales les parecen “reaccionarios” y “decadentes”, un caso de “falsa conciencia, propio de engañadas y desesperadas”, prestas a apoyar abominaciones como la pornografía, la prostitución y los juegos de roles, empezando por el del tío/tía con su delicada femme. Sea o no jovial en su último fondo, el mundo queer se manifiesta festivamente, en contraste con la combinación de victimismo y puritanismo de las “separatistas”.

Tampoco faltan en internet textos de feministas como las llamadas equitative, que sugieren “tratarnos hombres y mujeres como amigos, en un espíritu de respeto por la belleza y la sensualidad”. En medio siglo, añaden, la mitad femenina del mundo civilizado se emancipó mucho más que en milenios, y quien prefiere ignorarlo demuestra poco sentido crítico. No puedo coincidir más, comparando la bonhomía de unas con la mala hostia de otras. Quienes llaman a la guerra y el separatismo en Europa y América tampoco dicen una palabra sobre la condición femenina actual en África, algunas zonas de Asia y sobre todo el mundo islámico, porque el victimista es invariablemente un victimador más o menos frustrado, y el lesbofeminismo materialista detesta la libertad del prójimo tanto como el integrismo de Jomeini.

Alegando que pene y vagina no son determinaciones “naturales” sino “patriarcales”, despliegan otra vez el estandarte que prefiere escindir a reunir, profesar rencor a extender la concordia. Amós, el más antiguo de los profetas bíblicos, advirtió que la maldición de Yahveh se concentrará en “quienes disfrutan tranquilamente”, y hace falta esperar a Camus para oír que el mitológico Sísifo –símbolo de quien nunca logra terminar su trabajo– “debe imaginarse feliz, pues para colmar un corazón humano basta la lucha por ascender a una cumbre”. El propio Camus redondea también la diferencia entre rebeldes y resentidos, humanistas y victimistas, cuando escribe: “La rebelión es amor y fecundidad, o no es nada”.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #231

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