Remontándose al 5.000 aC, las fibras de cáñamo más antiguas se han encontrado en Asia central. Como substancia psicoactiva, la planta se menciona en los textos védicos originales, y en particular el Atharvaveda, unas veces como vijohia (‘fuente de felicidad’, ‘victoria’) y otras como ananda (‘fuente de vida’), pasando por ser en preparaciones diluidas la bebida predilecta de Indra, el dios guerrero que simboliza la invasión aria del subcontinente indostánico. La posterior tradición brahmánica le atribuye “agilizar el espíritu, otorgar salud, valor y deseo sexual”, y en ámbitos rurales sigue siendo una panacea capaz de curar incluso gonorrea y tuberculosis, por no decir la caspa, el insomnio y la oftalmia. Bastantes de estos prestigios no son infundados.
En la cultura islámica, sus peripecias más conocidas corresponden a Hassam e-Sabbah, el llamado Viejo de la Montaña, un amigo del poeta Omar Khayam que fundó la secta de los haschischins en tiempos de Saladino, y aprovisionaba generosamente a sus miembros antes de lanzarlos al combate contra los cruzados. De su ferocidad podría provenir nuestra palabra asesino, por más que suene algo raro ateniéndonos a las virtudes concretas de la hierba y el hasch, poco o nada afines con salir por ahí lanzando mandobles. Más verosímil parece premiar al valiente con unas buenas pipas y algunas huríes tras cada lance bélico, porque el cáñamo no incrementa el rendimiento muscular, y con frecuencia hace que lo difícil parezca más difícil todavía.
Para entonces, la farmacopea árabe lo administraba contemplando un cuadro clínico casi tan amplio, a menudo asociado con opio e incluso vino –pues en vastas zonas del islam, sobre todo Túnez y Marruecos, las vides solo empezaron a arrancarse a finales del xix–, y asimilando las preparaciones que esta civilización iba descubriendo al expansionarse desde el Sahara hasta el mar de la China. Su uso lúdico era ante todo cosa del pueblo bajo, y de ahí conocerse unas veces como “hierba de los truhanes” y otras como “hierba de los faquires”, empleada también como componente de filtros amorosos.
La tradición brahmánica le atribuye "agilizar el espíritu, otorgar salud, valor y deseo sexual".
Pero el estatuto ambiguo empieza a inclinarse hacia la alarma desde el siglo xiii, cuando el jurista Ibn Ganim asevera: “Quien bebe vino es un pecador, y quien come haschisch, un infiel”. A finales del siglo xvi aparece el primer tratado moral monográfico sobre la substancia, obra del juez Al-Zarkasi, que le imputa hasta ciento veinte perjuicios concretos, entre ellos: “ser complaciente con los cuernos, muerte súbita, lepra y sodomía pasiva”. El inconveniente común a todos es “un momento de éxtasis, embeleso y vigor deleitante”, que traiciona la esperanza de vida eterna en el cielo al plantear edenes terrenales transitorios.
I
Curiosamente, el Corán no mencionó ni el cáñamo ni el opio, y tampoco el alcohol, que acabará prohibido por la sharia en función de una memorable inferencia. Como quien se emborracha tiende a hacer tonterías, y tendrá en tal caso la tentación de velarlas con embustes –que son pecados y en ciertos casos delito (como el de perjurio y el falso testimonio)–, el consumo de alcohol va a penarse con latigazos en la planta de los pies. Si no me equivoco, así continúa siendo reprimido el culpable, mediante un castigo que administrado con saña puede dejar tullido, temporal o permanentemente. Un complemento de dicha prohibición será un control más o menos drástico sobre la circulación de bebidas, como acabo de comprobar en Egipto, pues en los trescientos kilómetros que separan El Cairo de Alejandría fue rigurosamente imposible obtener una lata o botella de cerveza.
Conviene no olvidar que el opio cumplió en el mundo musulmán la función de fármaco supremo, combinada con un uso lúdico que entretenía a los harenes y templaba los consejos, con fumaderos como los del Senado iraní hasta bien entrados los años sesenta, paralelos en todo al bar de nuestro Congreso, salvo por los efectos de cada substancia. Cuando no se sobredosifica –por ejemplo, ingiriendo un quinto de gramo–, el extracto de adormidera induce experiencias siempre pacíficas, que vienen a durar unas diez horas hasta convertirse en duermevela, donde cada cual contempla despierto su fábrica de sueños. La reacción al alcohol es mucho más expansiva y la mitad de prolongada, alternando cordialidad con tartamudeo y suspicacia, sin descartar casos de mal o pésimo vino, una circunstancia sin contrapartida en el caso del opio, responsable de innumerables violencias y accidentes.
Es tentador ponerse a pensar cómo le iría al mundo islámico si recobrase un analgésico y euforizante que le acompañó más de un milenio, pues el desasosiego actual podría remontarse a situaciones de hacinamiento sin acceso a otra substancia psicoactiva que el café. Vale la pena también recordar que este fue prohibido en 1511 por el sultán de El Cairo, y sus usuarios castigados con jornadas de picota, aunque derviches y toda suerte de funcionarios contraatacaron alabando sus virtudes para leer el Corán con entusiasmo, porque en algunos círculos y oficios su obligatoria lectura cotidiana invocaba más bien una plaga de somnolencia.
La victoria de este bando no se hizo esperar, y cuando el viajero Carl Ritter –un médico alemán– recorre Siria y Persia entre 1573 y 1578, descubre que “todas las clases” lo beben sin vacilaciones. Por entonces, o algo antes, la fustigación aplicada a bebedores de alcohol, y la picota impuesta a usuarios de café, encuentran en el caso del cáñamo el castigo de ir arrancando tantos dientes como reincidencias se observen en su consumo. Eso parece haberlo decretado otro sultán, si bien la fuente citada por Louis Lewin no parece de mucha confianza, y consta que aquella medida no le sobrevivió como ley positiva.
II
Cuando entró en sus siglos oscuros, Europa usó tanto hierba como haschisch a título medicinal –hasta allí donde lo consintió el prestigio indiscutido del agua bendita y los exorcismos–, y ambos ingredientes formaron parte también de untos y potajes brujeriles, que contaron además con adeptos entre gentes excéntricas del estamento nobiliario, hasta el punto de verse revendidos por algunos jueces y alguaciles inquisitoriales tras su incautación. La cruzada contra la magia brujeril creó cazadores profesionales de recompensas, como el inquisidor provincial apodado Tenebrero, que combinaban tareas de perista con extorsión a familias distinguidas, de los cuales sabemos gracias a humanistas tan dispuestos a arriesgar su integridad personal como Agrippa von Nettesheim, Giambattista della Porta y Pedro Mártir de Anglería.
Cuando la botánica medicinal clásica –el Dioscórides– se recupere merced a la traducción de Laguna, el galeno de Carlos V, diversas preparaciones con cáñamo vuelven a los herbolarios, y estimulan la consolidación de una institución tan desvanecida durante mil años como la botica, pues los “farmacópolos” grecolatinos sucumbieron ya a finales del siglo v, al amparo de la persecución lanzada contra los cultos paganos y la medicina hipocrática. Por lo demás, estos compuestos no causan sensación, en contraste con los láudanos y otros extractos de opio lanzados entonces por eminencias como Paracelso y Sydenham, que en Europa serán el fármaco favorito desde el Renacimiento hasta principios del siglo xx.
III
El cannabis parecía condenado a ser un fármaco de segundo orden hasta 1800, cuando Napoleón invade Egipto y prohíbe allí tanto “el brebaje fabricado por ciertos musulmanes como fumar las semillas de cáñamo”, alegando que “los bebedores y fumadores habituales pierden la razón y son presa de delirios violentos, que les llevan a cometer excesos de toda especie”. No hemos podido saber con mínima certeza por qué los consejeros de Bonaparte le indujeron a promulgar semejante ordenanza, tan ajena al tema como para suponer que el haschisch es un líquido, cuya alternativa consiste en fumar cañamones. Todo cuanto sabemos es que el precepto cayó en desuso tan pronto como la victoria naval inglesa de ese mismo año forzó la retirada del cuerpo expedicionario francés.
La fustigación aplicada a bebedores de alcohol, y la picota impuesta a usuarios de café, encuentran en el caso del cáñamo el castigo de ir arrancando tantos dientes como reincidencias se observen en su consumo.
De hecho, lo disparatado de sus términos estuvo lejos de poner en peligro al fumador efectivo de costo o maría, que jamás disputó sus semillas a gorriones y otras aves, y en zonas musulmanas tampoco lo diluyó en líquidos de ninguna especie. Sin embargo, dicha ordenanza despertaría la curiosidad de algunos franceses, fundando con ello el horizonte hasta entonces virgen de la psicofarmacología, inaugurada en 1845 por el médico Jacques-Joseph Moreau de Tours con su tratado Del haschisch y la alienación mental, donde encontramos por primera vez la tesis sustantiva en esta materia. A saber, que ciertas substancias nos permiten observar directamente el funcionamiento del psiquismo “anormal”, e indirectamente el del normal, prometiendo avanzar al tiempo en psiquiatría y neurología mediante un estudio coordinado del sistema nervioso y el de compuestos químicos.
Este paso hacia la secularización es, en su campo, lo paralelo de la revolución industrial, el progreso del civismo y la consolidación de regímenes plenamente democráticos, que si en un orden de cosas se decide a investigar “psicosis de laboratorio” –como el pionero Club des Haschischins, fundado por Moreau–, en otro apuesta por la destrucción creativa inherente al gran empresario. Las drogas se distancian de contextos ceremoniales previos, nace el proyecto de usarlas como llaves para conocer nuestra infraestructura pasional e intelectual, y el proyecto de controlar nuestro sistema nervioso como un pianista su teclado se abre camino entre poetas y científicos. Pero el club de Moreau debe quedar para la próxima entrega.