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Investigar y opinar

Es costumbre separar poco o nada lo que se desea o aborrece del estado objetivo de cosas, y si despertamos con mal pie deducir que todo va de culo. De hecho, ni siquiera hace falta amanecer jodido, porque la regla es consentirse juzgar lo que vaya ocurriendo en función de preferencias y malquerencias, prescindiendo de que cabe aprovechar las novedades para ver hasta qué punto andamos o no en la higuera.

Es costumbre separar poco o nada lo que se desea o aborrece del estado objetivo de cosas, y si despertamos con mal pie deducir que todo va de culo. De hecho, ni siquiera hace falta amanecer jodido, porque la regla es consentirse juzgar lo que vaya ocurriendo en función de preferencias y malquerencias, prescindiendo de que cabe aprovechar las novedades para ver hasta qué punto andamos o no en la higuera.

Pocos ejemplos mejores de ello nos ofrecen las dos últimas sorpresas: que Inglaterra se largue de la Unión Europea y que el elegido sea Trump. Coincido con quienes lamentan ambas cosas, aunque sugiero aprovechar esos resultados para corregir el despiste aparejado a no preverlos. Así como no hay modalidad más permanente y sana de poder que saber, quien defienda cualquier tabla de valores debería tener presente que los sabotea, si en vez de estar abierto a la cambiante complejidad del mundo opta por patalear o aplaudir, hasta olvidar la diferencia entre adjetivos y sustantivos. Obsérvese que los primeros son sin excepción opiniones más o menos personales, expresadas a través de contrarios –como verdadero o falso, bonito o feo…–, y los segundos son constataciones de carácter impersonal como cabra o espejo, cosas que están o no presentes, y carecen de contrario.

De ahí que un no-cabra o un no-espejo sean representaciones absurdas, porque en cualquier idioma los nombres propios indican siempre algo positivo por concreto, e independiente de nuestros gustos. Sin embargo, quienes obvian la distinción entre adjetivos y sustantivos resultan ser también los dispuestos a patalear o aplaudir, fieles a alguna idea fija sobre lo que debería ser, y coinciden en sustantivar cosas tan abstractas como negativas que culminaron otrora en Satanás, un no-Dios puntualmente opuesto a Yahveh/Alá. El dispuesto a opinar en vez de investigar tampoco tardaría en extender esa incongruencia a entes extrateológicos, como el Monsieur le Capital postulado por Marx o el apóstata perseguido por Mahoma, dos existentes sin naturaleza positiva de ninguna especie –uno nacido solo para arruinar a la Humanidad, y otro para omitir el dogma–, donde late la misma pretensión del no-espejo y la no-cabra. En el caso del brexit y el superbrexit yanqui cabe comparar lo que dijeron hace un par de días mi admirado Vargas Llosa y Obama. El primero terminó su artículo semanal en El País asegurando: “Trump y el brexit no solucionarán ningún problema, y traerán otros más graves”. El segundo, con razones más directas para sentirse mosqueado, declaró en la cumbre Asia-Pacífico: “Conviene que le den una oportunidad al nuevo presidente. Una cosa es la campaña, y otra gobernar. No asuman lo peor. Esperen”. Para Mario, las votaciones británicas y norteamericanas son “un síntoma inequívoco de muerte lenta y decadencia de Occidente”; para Obama las cosas sencillamente no están del todo claras, y que los demócratas hayan cedido las riendas a los republicanos es un gaje del mecanismo constitucional.

Sea como fuere, con Trump parece anunciarse un adiós más o menos áspero al componente victimista de la emigración

El caballero del extraño pelo rubio –peinado aparentemente para disimular la calvicie– resulta ser el primer presidente multimillonario, impúdico y ajeno al buenismo convencional. La prensa más prestigiosa, presidida por el New York Times y el Washington Post, le acusa de ser un evasor fiscal crónico, que nombra a racistas y tramposos para cargos de máxima influencia en su Administración, e incluso tiene pendiente una querella por estupro a una niña de trece años, por si fuera poco ir lanzando bravatas energuménicas, groserías y desprecios. Parece un botarate, que con el mal gusto del nuevo rico cubre con baños de oro todo tipo de muebles, incluso columnas, apoyado en parecerle simpático y de fiar a un ingente número de blancos e incluso negros, poniendo de paso en ridículo al aparato supuestamente ecuánime de sondeos y encuestas.

Por lo demás, para sacar adelante una candidatura tan pringada con el big business, y la arbitrariedad caudillista, hacen falta rasgos positivos o concretos –los que deslindan a individuos físicos de fantasmagorías como Satanás o Monsieur le Capital–, y al menos hasta que pasen cien días de ejercer sus funciones probablemente no lo intuiremos. Lo único indudable es que Trump pasaría de nombre propio a mero adjetivo si todo fuese negación en su persona y programa.

Se cuenta que empezará volviendo al proteccionismo, un sistema ubicuo hasta hace unos tres siglos, cuando empezó a ser evidente que no es posible proteger –ni mediante tarifas aduaneras ni a través de subvenciones– sin cultivar el agravio comparativo, pues los recortes a la libertad de comercio serán tan lucrativos para fulano y mengano como inicuos para el resto. Por ejemplo, mantener el cultivo británico de cereales con aranceles al importador elevaba el precio del pan en un tercio, como comprobó el país a mediados del siglo XIX, y fue un hecho político trascendental para su desarrollo económico posterior que los aranceles resultaran derogados gracias a “la elocuencia sin afectación ni adorno” del parlamentario Richard Cobden, bestia negra desde entonces para todos los adeptos de barrer hacia dentro con dirigismo.

Quizá tanto Trump como su padre, origen de la fortuna familiar, propenden más hacia los intereses del comercio exaltados por Cobden que hacia los de quien reparte o recibe subvenciones. También podría ser una excepción dentro de lo más prodigioso de Estados Unidos, donde a cada rato descubren negocios bajo las piedras, y los capaces de ello defienden con uñas y dientes su derecho a sobresalir. Caso de ser dicha excepción, habrá una batalla sin precedente en los anales mercantiles, donde un magnate del comercio desprecia la eficiencia y el ahorro. Más aún, se alinearía con la actitud altermundista y antiglobal, desolada por la desaparición de trabas al movimiento de personas, bienes y datos, que tanto cundían antes de venirse abajo el Muro y se difundiera internet.

Patera en el mar

A mi entender, que sea el presidente elegido podría ligarse a una capacidad para prever jugadas del adversario, y a la esperanza yanqui de mejorar relaciones con Rusia. Todavía más peso cabría atribuir a su ruptura con el victimismo migratorio, pues migraciones hubo y habrá siempre –por fortuna, si pensamos en las ventajas de un espacio polinizado por comparación con las de zonas estancas–; pero está entrando en crisis el sentimiento de culpabilidad por el pasado colonial consolidado en Occidente tras la SGM, cuando la independencia brilló como panacea “panafricana” y “panasiática”. Acceder al autogobierno incumplió todas las expectativas en esas zonas, provocando más bien hambrunas, genocidios tribales y desgobierno, aunque las calamidades siguieron atribuyéndose a la “deshumanización” impuesta otrora por el colonizador. De ello se encargaron en los años sesenta el combativo Jean Paul Sartre y su discípulo/gurú Frantz Fanon, un martiniqueño indignado por la inclinación del negro a hablar en inglés o francés, pues le hace más propenso a dejarse robar su identidad nacional-racial, y a incurrir en “asimilacionismo”. Con ambos llegaría la primera propuesta de secuestrar aviones para reforzar la lucha del excolonizado contra el “ladrón cultural”, y el convencimiento de que solo podría renacer exterminando al excolonizador.

Andando el tiempo, la guerra fría cesó poco después de que languideciese el Movimiento de Países No Alineados, otro ejemplo de ser negativo, y llega un hoy donde millones de personas renuncian cada año a sus hogares –en ocasiones, castigados por situaciones de conflicto bélico, aunque mucho más a menudo por el mero subdesarrollo– para embarcarse en viajes tan inhumanos como las pateras, los containers de mercancías y cualquier otro medio gestionado por mafias. Propongo que sería miope separar el brexit y el superbrexit de la preocupación causada por ese flujo gigantesco, y sugiero pararse a pensar en cómo serían recibidos millones de inmigrantes occidentales si pretendieran entrar ilegalmente en Iberoamérica, África o Asia. Esto mide hasta qué punto resulta ignorado el principio de reciprocidad, fundamento de toda relación social sostenible.

La reciprocidad parece abominable a algunas culturas, aunque vivan en gran medida de las remesas mandadas por sus emigrantes, cumpliendo el refrán de morder la mano que alimenta

¿Estará escrito en el destino del Congo, Etiopía y Birmania que vivan indefinidamente de la caridad, pues encontrar los dispuestos a trabajar topa allí con personas acostumbradas hace décadas a recibir gratis harina, leche en polvo, alguna grasa para cocinar y quizá arenques en conserva? No hay duda tampoco de que desincentivar la laboriosidad tampoco cura en esas gentes el ansia de mudarse a zonas emprendedoras, donde la pauta es el doy para que des, doy porque diste. Una solución a negociar con sus respectivos gobiernos sería trasladarnos también en masa a los territorios abandonados por sus moradores, a menudo abundantes en bondades climáticas y materias primas, que en algunas décadas dejarían atrás su miseria.

Sea como fuere, con Trump parece anunciarse un adiós más o menos áspero al componente victimista de la emigración. Si siguiese adelantándose en dos o más jugadas a sus contrincantes, la indeterminación estará asegurada, y con ella, una fuente adicional de inquietud para los espíritus que celebran el rencor de clase, insistiendo en que los últimos deben ser los primeros. El caballero del pelo naranja parece tenérsela jurada a la línea Sartre/Fanon, y dispuesto a admitir la erección de mezquitas solo cuando en los países de origen se admita la de parroquias, condicionando la validez de atuendos como el burkini a que allí se respete en la misma medida el bikini o la minifalda.

Por lo demás, algo ha de hacerse, y se hará, para matizar las reglas de acogida en todos los continentes, no solo en los territorios donde el autogobierno cunde y hay prosperidad. Esto anuncia cambios de magnitud imprevisible, porque la reciprocidad parece abominable a algunas culturas, aunque vivan en gran medida de las remesas mandadas por sus emigrantes, cumpliendo el refrán de morder la mano que alimenta. Lo único seguro es que, ante esa urgente cuestión, unos elegirán investigar y otros seguir opinando.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #229

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