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Memorias de Ibiza (III)

Nos quedamos en la isla llena de terrazas hechas a mano, gracias a un trabajo como el de los arrozales escalonados asiáticos, por más que aquí no sean ribazos pantanosos sino tierra apelmazada por la sequedad, sobre la cual resbalan una lluvia con frecuencia escasa aunque perjudicial por no absorbida, que arrastra al fondo de cada valle los no menos escasos nutrientes.

Nos quedamos en la isla llena de terrazas hechas a mano, gracias a un trabajo como el de los arrozales escalonados asiáticos, por más que aquí no sean ribazos pantanosos sino tierra apelmazada por la sequedad, sobre la cual resbalan una lluvia con frecuencia escasa aunque perjudicial por no absorbida, que arrastra al fondo de cada valle los no menos escasos nutrientes.

Cruzarse de brazos equivalía a una drástica reducción de las extensiones cultivables, con laderas donde solo pueden crecer maleza y el sufrido pino mediterráneo, pero no permitirlo suponía enmendar la plana al estado natural de cosas. En efecto, cada una de esas terrazas es un pequeño castillo formado por amontonamiento de rocas, y rellenarlo de tierra exige subirla hasta allí, moviendo en cualquier caso centenares de toneladas para espacios reducidos a pocos metros. Eso se hacía a cuerpo gentil, cuando mucho con ayuda de borricos, y cada temporal multiplicaba corrimientos que exigían reparación.

Cuando llegué, a finales de los 60, eran borricos quienes trasladaban también cargas del alga local –la posidonia– desde las playas a las casas, porque los techos tradicionales evitaban goteras usando una capa suya como aislante, situado entre las tablillas de sabina y la capa exterior de arcilla reforzada por una lámina de cemento. Esto evitaba una sola gotera, y mantenía a raya las montañas de posidonia que hoy se acumulan en Salinas y Cavallet, aunque mucho menos pudo mantenerse a raya el avance de un bosque que entonces solo ocupaba la cresta de las colinas. Limitada su cabaña a unas pocas ovejas, las terrazas salvaban la falta de abono sembrando avena y habas en torno a los cuatro o cinco frutales con cabida en cada una, normalmente higueras acompañadas por algún almendro.  En las partes más llanas los almendros alternaban con ciruelos y hasta frondosos nogales, manifiestamente plantados hacía poco, en contraste con algarrobos aclimatados desde tiempo inmemorial, como los olivos, entre ellos el llamado España, un gigantesco ejemplar al que se atribuyen bastante más de dos milenios, cuyo tronco central  se ensancha hasta deparar algo parecido a una cama de matrimonio a algunos metros del suelo. No fui sin duda el primero en aprovecharlo para pasar una noche de verano con la parienta, aprovechando el marco del firmamento exterior para sondear con unos micropuntos el firmamento interior.

Ibiza

Prácticamente cada pequeño valle tenía uno o varios hornos de cal, difíciles de distinguir a primera vista de pozos, al ser chimeneas de piedra bastante profundas donde ciertas rocas se calientan durante días, hasta cuando sus vetas de color lechoso se abren como venas, liberando algo que al enfriarse es óxido cálcico o cal viva, uno de los productos más útiles jamás descubiertos, asombroso por hervir al entrar en contacto con agua. Pasado por ella la cal viva se convierte en apagada, con la que se pintan casas y fachadas, aunque sus aplicaciones desafían cualquier enumeración no dispuesta a usar páginas enteras. En el caso de Ibiza es el responsable de que funcionase satisfactoriamente su tipo de vivienda, donde una inclinación muy leve de tejados planos e interconectados canaliza la lluvia hacia una cisterna subterránea, construida justo debajo o muy cerca. Cada familia se jugaba la vida calculando bien su tamaño, porque en la mayoría de los casos era su única fuente de agua para beber y lavar, y los años de sequía debieron ser terribles antes de que hubiese camiones capaces de trasladarla.

Tardaría en generalizarse el estándar en volumen y rasgos de los hormonalmente atractivos; pero el aislamiento daba paso a un mestizaje subvencionado por el alza en el valor de los terrenos

Todas las cisternas tenían su cubo, normalmente sin polea, y los payeses más desarrollados instalaban una bomba manual que subía el agua hacia algún depósito situado en el tejado, aprovechando el desnivel para disponer de una taza, un lavabo y hasta una ducha calentada gracias a una bombona de butano, todo ello reunido en alguna dependencia adosada a la casa original, pues el cuarto de baño no existe en el plano de ninguna entre las antiguas. Tener o no esta rudimentaria instalación doblaba sencillamente el alquiler, permitiendo pedir en vez de las habituales 100-150 pesetas entre 200 y 300, como pude comprobar pasando de mi primer a mi segundo palacio payés. Darle a la bomba resultaba más eficaz que andar sacando cubos, y la relación directa entre bombear y poder tirar de la cadena o ducharse deslindaba enseguida al honesto del gorrón, uno dispuesto a bombear su cuota diaria –estimada en 150 golpes– y otro capaz de dejar al prójimo enjabonado y sin agua en la ducha, como me ocurrió más de una vez en pleno invierno. Si el culpable era un hijo pagaba la afrenta bombeando el cuádruplo de inmediato, y si era un huésped quedaba advertido de expulsión irrevocable a la próxima.

El mercadillo de los hippies amigos del comercio.

Un amigo tuvo la ocurrencia de instalar una bomba activada por generador, pecado ecológico que purgó necesitando un camión de agua cada par de meses, cuando a los demás solía bastarnos con la regalada por el cielo. Era necesario mineralizarla y purificarla,  desde luego, pero ambas cosas se consiguen echando a la cisterna unos diez kilos de cal viva, y pronto descubrí que precisamente muy diluida –nunca espesa, porque se torna quebradiza– dos manos de cal apagada son una pintura maravillosa, con la cual las casas brillan de fresca blancura y dejan de incordiar innumerables bichitos. Sin roca caliza y hornos de extracción habría sido imposible beber la lluvia sin enfermar, y el techo plano habría dejado de ser útil. Por si fuese poco, cal mezclada con arena es el mortero que sella las junturas y levanta los muros, así como el recurso para aumentar la porosidad de tierras demasiado compactadas, rebajando su grado de acidez.

Ibiza podría erigirle por eso un monumento al óxido cálcico y sus mineros, gracias a los cuales se ahorró depender de pozos escasos durante los muchos siglos que vivió aislada e inerme, mientras tallaba las laderas para sujetar el bosque y sostener a unos pocos miles, en vez de algunos cientos. Esa fue su epopeya humilde, sacando adelante una autarquía que solo las circunstancias imponían, como una hermana pequeña y desheredada de Mallorca, a quien solo servía de consuelo la suerte aún peor de Menorca, batida por su viento inclemente, si bien los menorquines vieron acelerada su incorporación al mundo con invasores británicos e ingleses durante el XVIII. En contraste con ambas, solo las Pitiusas quedaron expuestas a una autarquía indeseada, que por fortuna no llegó a crear bárbaros sino solo gentes algo más reducidas de lo normal, a quienes la reapertura de contactos bendijo de mil maneras.

La autarquía indeseada de las Pitiusas no llegó a crear bárbaros sino solo gentes algo más reducidas de lo normal.
La autarquía indeseada de las Pitiusas no llegó a crear bárbaros sino solo gentes algo más reducidas de lo normal.

Lo primero fue dar empleo y sugerir viviendas urbanas para payeses hartos de vivir como tales, que pasaron a trabajar en la nueva central eléctrica, las dependencias de butano y demás empresas nacidas del desarrollo genérico, y del específico derivado de los protagonistas antes mencionados: el gran tráfico de drogas, los hippies, los falsificadores, la gente guapa, Pink Floyd... Aquellos payeses empezaron trabajando como guardas, aunque fuesen expertos en construcción y otras artes, y al alquilar sus casas hicieron sitio para más curiosos, tirando todos juntos de la demanda hasta sostener un bucle de realimentación capaz de ampliar el proceso con más obras de todo tipo, públicas y privadas, sostenidas finalmente por el escándalo creado en torno a los libertarios, que iban desnudos a las playas, se jactaban de viajar como las brujas y colgaban el cartel NO ODIAR en sus puertas. Unos diez años después los payeses decidieron recobrar las fincas alquiladas, o venderlas al precio que habían adquirido, y quien pudo o quiso comprar salió muy beneficiado, porque el metro de tierra estaba llamado a superar el de la hectárea en 1960, y comenzaba el milagro económico ibicenco.

Por lo demás, no ha habido tiempo para mencionar el peso en ese milagro de elementos como las propias cisternas, donde dicen que Pink Floyd ensayó hasta oír los secretos del eco sugeridos en “Breathe”; ni cómo la cofia de las payesas dejó de cubrir una cola de caballo lo bastante tensa como para acabar llevando la frente a mitad o más del cráneo, y aparecieron las primeras beldades nativas capaces de competir por, y ganar, el título de miss Ibiza. Tardaría en generalizarse el estándar en volumen y rasgos de los hormonalmente atractivos; pero el aislamiento daba paso a un mestizaje subvencionado por el alza en el valor de los terrenos, que empezó beneficiando a los no primogénitos ni favoritos –pues habían heredado tierras contiguas al litoral, en principio las menos valiosas–, cuando la curiosidad del mundo pagaba por urbanizar unas diez calas y puertos, que elevaron la oferta de camas a centenares de miles. Aunque solo acudiese por pascuas y en verano, era un público suficiente para acelerar la rueda del espectáculo.   

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