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Memorias de Ibiza (II)

Elmyr de Hory, primera fulguración de la ambigüedad ibicenca, pintaba especialmente bien cuando se salía de su realismo originario para fantasear con los ojos y la mano de otro, digamos Modigliani, como muestra el retrato de su biógrafo Clifford Irving.

Elmyr de Hory, primera fulguración de la ambigüedad ibicenca, pintaba especialmente bien cuando se salía de su realismo originario para fantasear con los ojos y la mano de otro, digamos Modigliani, como muestra el retrato de su biógrafo Clifford Irving, cuya pandilla fue la primera en ser flashy y captar la atención del curioso como un imán las limaduras de hierro. Cuando Welles retrató a ambos, en su F para Fraude, la charla sobre falsificadores se amplió a los galeristas y críticos de arte, dándole ocasión para sugerir que estos últimos son la cresta misma del camelo, aunque por entonces fuesen incomparablemente más usuales las exposiciones que las instalaciones. El adalid del arte experimental en aquella época era John Cage, autor de obras tan comentadas como 4:33, pieza en tres movimientos para uno o varios concertistas, cuya interpretación se logra evitando tocar instrumento alguno durante cuatro minutos y treintaitrés segundos exactamente.

Cage había pagado algunas clases con Schönberg, padre del dodecafonismo, que intentó disuadirle de cualquier dedicación a la música, pues “la armonía es para ti un muro irrebasable”. Lejos de ceder, Cage repuso que se pasaría “la vida topando de cabeza contra ese muro”, y descubrió como primera chichonera la composición silenciosa. Ibiza iba a ser una especie de cotolengo para creadores análogos, dispuestos a pintar, esculpir y componer sin especial don para esas cosas, pero compensados por la inspiración del entorno: una isla regida astrológicamente por Escorpio y teológicamente por Tanit, deidad cartaginesa que el Museo Arqueológico de Barcelona exhibe en una estatua a mi juicio falsa, aunque no tanto como el “santuario internacional descubierto en la cueva de Es Culleram”, donde había “numerosísimos” objetos sin que reste uno solo, in situ o en colecciones públicas y particulares. La Tanit barcelonesa exhibe un collar típicamente hippie, como adquirido en el mercadillo de Las Dalias, y mueve a sorpresa oír que ese santuario (qué casualidad, cegado por ulteriores derrumbamientos) fue objeto de una concienzuda pesquisa arqueológica en 1907, cuyo registro permanece inédito. Tras el lacónico e indocumentado artículo de la Wiki española, seguir navegando nos redirige precisando que Tanit es más bien “la auténtica moda adlib: elegancia, comodidad y sencillez en un mismo estilo”, así como cierto complejo turístico de medio pelo en San Antonio. También cuentan que Ulises fue tentado por las sirenas precisamente a la altura de Es Vedrà, y que Aníbal nació en el desolado peñasco de Conejera, pues cuanto menos estudiamos algo más abierto está a fantasías, sobre todo si pueden venderse a alguien en forma de artículo o folleto.

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Sexo, drogas y rock

Al rarito aunque genial Elmyr, y a la explotación de cuentos chinos, la isla añadió el grupo aristocrático-psiquedélico de San Juan mencionado en la entrega previa, y salió disparada como un misil hacia la gloria mediática gracias al “Ibiza Bar” de Pink Floyd, su tema más próximo al heavy metal, que comienza con una alusión a los riesgos del psiconauta (“I’m so afraid / Of mistakes that I’ve made”), electrizando a todos cuantos buscábamos allá por mayo del 68 una rebeldía distinta de manipular asambleas universitarias, o tirar piedras y ladrillos a la policía al calor de manifestaciones pacíficas. En el verano del 67, su miembro más inestable, Syd Barrett, acudió a Formentera para hacerse tratar por un médico inglés alternativo –tan alternativo como para tener su propia banda de rock y ser un psiconauta avezado–, y semanas después iniciaba Barbet Schroeder los trámites para poder rodar una película en ambas islas, basada en jóvenes descarriados por la libertad sexual y farmacológica.

Para cuando se presentó a filmar cómo la ociosidad lleva a consentirse paraísos artificiales, y estos al desenfreno suicida, venía con un equipo de melenudos y melenudas apolíneos, empezando por él mismo y los propios Pink Floyd, que estaban saltando a la madurez con la incorporación de Gilmour. Ese equipo se fundió con el pequeño grupo de bohemios establecido poco antes, defendiéndose todos con un sentimiento de hermandad no sectaria, y mostrar los peligros de pedir siempre más –More se llamó la película– sirvió de motivo para una banda sonora acorde con los interiores y exteriores descritos: palacios payeses abandonados, tríos sexuales que empezaban o terminaban junto a calas cristalinas, esplendor solar, ácido, caballo y hash del mejor. Me encantaría poder preguntar hoy a Schroeder qué peso respectivo tuvieron el mensaje ético y un retrato de lo más in entonces, pero no hay duda de que su moraleja fue poco disuasoria para parte de la audiencia. Más bien predispuso a visitar un sitio tan sugestivo por paisajes, bondades climáticas, compañía y baratura, como ocurrió con los capaces de ver la película, e incluso con hispanos privados de ella por el censor nacionalcatólico. Unos estuvieron dispuestos a surcar las carreteras a lomos de 600 o 2CV hasta Biarritz o Perpiñán, y a otros les bastó ver alguna foto.

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No se sabe en virtud de qué inspiración los Pink Floyd complementaron la cesta de paja y las espardeñas locales con el boto de tacón y sombreros de western, añadiendo un toque de Búfalo Bill al perfil homérico de ninfas y faunos cubiertos por clámides blancas. Y en un abrir y cerrar de ojos las Pitiusas añadieron a una población castigada por siglos de endogamia –los Marí, Costa, Tur, Cardona y poco más– una hornada exogámica de gente diametralmente distinta. Además de pobres y analfabetos, los isleños eran muy bajos y exhibían a menudo cráneos neandertalianos, definidos por frente huidiza y gran arco superciliar, mientras los inmigrantes traían consigo no solo diversidad étnica sino un culto a la belleza corporal, que redondeaba el agravio comparativo celebrando la promiscuidad y el derecho a la extravagancia. Pero algo conviene añadir sobre la herencia cartaginesa.

 

Intercambiar y conquistar

De la cultura púnica sabemos muy poco, porque no fue aficionada ni a la escritura ni a legar monumentos. De niño me fascinaba la proeza de Aníbal, que cruzó los Alpes con elefantes, jinetes númidas y honderos baleares para derrotar hasta tres veces a las invencibles legiones. Mucho después Saint-Simon me abrió los ojos, y empecé a percibir en las guerras de cartagineses y romanos el principio del fin para la vieja civilización comercial mediterránea, herida de muerte por pueblos hechos a guerrear como Esparta y Roma. Su triunfo trajo sociedades donde la competencia del esclavo acabaría con el trabajador libre, imponiendo economías cerradas a la innovación que fueron retrocediendo demográficamente durante algo más de mil años, hasta redescubrir la alternativa al señorío y la servidumbre representada por el profesional, un depósito de saberes útiles para terceros que sustituyó la inmovilidad de las castas por la movilidad de las clases. Saint-Simon vio en la civilización industrial la revancha de Cartago sobre Roma, una alternativa que ciertamente no nos enseñaron en el colegio, donde con mayor o menor inconsciencia sigue primando el conquistador sobre el empresario, y una u otra indoctrinación sobre la creación de empleo.

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Por otra parte, los cartagineses fueron un ejemplo pobre de las virtudes comerciales, pues un pueblo sin mitógrafos e historiadores es tan sospechoso de ocultación como el anciano que nunca se embriagó, y algunos indicios –solo indicios– sugieren ritos monstruosos como el sacrificio de niños y adolescentes, costumbre por lo demás habitual y bien documentada en la sociedad celta, maya, azteca e incaica. Aunque fuese merced a ingenieros y arquitectos griegos, los romanos legaron a Ibiza una obra inmortal como las salinas, que siguen siendo rentables, y de todos los siglos púnicos el paisaje apenas conserva algunas piedras fúnebres y una aclimatación del algarrobo, con cuyas vainas obtenían una harina nutritiva aunque algo fétida. Sus papillas no son lo idóneo para el buen aliento, y un ibicenco muy culto correlaciona esto con el cortejo tradicional, donde lo común no era tanto besarse como palpar a la novia con ayuda de un falso bolsillo en su saya.

Las Pitiusas no pudieron tomar de Roma el espíritu comercial que informaba e informa a sus gentes, y aquí es donde la herencia de Cartago se hace sentir. Limitada por una deficiencia crónica de agua, añadida a valles muchas veces angostos, cultivar las laderas talló literalmente la isla con terrazas para frutales que aún subsistían cuando llegué. Por entonces una economía de subsistencia mantenía a duras penas las importaciones vendiendo sal, higos y almendras, porque el resto del producto –incluyendo algo de aceite y vino– apenas daba para cubrir la demanda. Su cabaña se ceñía a ovejas y cerdos, y a despecho de la frugalidad reinante, un porcentaje considerable llevaba tiempo inmemorial emigrando. Pero sigo con ello el próximo día.

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