Aunque su apellido no haya pasado al vocabulario corriente como adjetivo –no hay un huxleiano equiparable al orwelliano de su compatriota y contemporáneo–, sí ha calado en nuestro imaginario ese sarcástico sintagma suyo referido a las sociedades desarrolladas: el mundo feliz de esclavos narcotizados y satisfechos. La visión de Aldous Huxley (1894-1963) sobre la deriva de la cultura occidental forma parte del repertorio literario e ideológico de cualquier ciudadano mínimamente cultivado. Esa alegoría del mundo contemporáneo descrita en su clásica novela de 1932 ha hecho que el inglés, vástago de un prestigioso linaje de científicos e intelectuales, haya quedado como una de las voces más agudas y preclaras del siglo XX. Y este cuarto de siglo XXI que llevamos encima no ha hecho caducar ni una sola de sus advertencias: Vázquez Montalbán consideraba Un mundo feliz uno de los libros capitales para comprender los años del “fin de la Historia” por su “idea catastrofista del progreso, instrumento de deshumanización más que de humanismo”. Nada que no suene terriblemente familiar en el mundo de Elon Musk y las armas inteligentes.
Huxley fue un escritor prolífico y versátil que empezó a publicar muy joven sus primeras poesías. Es conocida sobre todo su obra narrativa –el citado Un mundo feliz, pero también La isla, Contrapunto o Mono y esencia–, pero Huxley se prodigó también en verso, en obras de teatro, guiones cinematográficos –vivió buena parte de su vida en Los Ángeles trabajando para Hollywood– y, muy especialmente, como pensador, conferenciante y articulista. Esta faceta menos conocida de Huxley se ha puesto en circulación en España gracias a la labor de Página Indómita, que en los últimos años ha editado buena parte de sus escritos políticos y filosóficos: Ciencia, libertad y paz, La situación humana, Literatura y ciencia y El fin y los medios. También la editorial libertaria y antidesarrollista Ediciones El Salmón ha llevado a la imprenta El precio del progreso, una compilación de ensayos y conferencias que reflejan su angustia ante las amenazas a la libertad humana generadas por la industrialización y el avance tecnológico.
Los ensayos de Huxley son en su mayoría una delicia de erudición, claridad y pensamiento holístico. Al leerle en profundidad, impresiona su dominio de materias tan diversas como por supuesto la historia, el arte o la literatura, pero también la filosofía oriental, la química o la psicología. Huxley demuestra una inusual apertura de mente, una curiosidad omnívora y una pasmosa habilidad para moverse de una disciplina a otra, hilando conceptos y estableciendo relaciones entre distintos fenómenos. Un hombre renacentista no solo por su interés en diversas materias, ajeno a cualquier distinción entre ciencias y humanidades, sino por la forma en la que tradiciones y culturas diferentes se enlazan en su pensamiento: Huxley es el nexo intelectual entre la alta cultura victoriana y la contracultura de California; entre las tradiciones espirituales de Oriente y la izquierda antisoviética europea; entre el liberalismo clásico inglés y la psicodelia. Su pensamiento es un cofre repleto de objetos fascinantes y exóticos; prolijo en exquisitos licores y también en algún que otro alimento caducado. Se ha dicho de él que fue un profeta, y quizás no le disgustase esa etiqueta. Prefiero pensar que las profecías no son tales, sino el efecto de la inteligencia arrolladora de un británico de buena cuna que no quiso servirse de ella para componer su árbol genealógico, sino para vivir enraizado en su tiempo, pisando el mismo suelo que sus prójimos.
Un anarquista tranquilo en los años caníbales
Los escritos sociopolíticos de Huxley eran relativamente inaccesibles para el lector español hasta hace bien poco. La ya citada reciente recuperación de esta parte de su obra indica la pertinencia de las ideas de Huxley en un momento de crisis ecológica, tambores de guerra y furores autoritarios. Su posición ética ante los hechos de su tiempo lo emparenta con otros izquierdistas, humanistas y liberales de su quinta como el propio Orwell, Albert Camus, Simone Weil, Hannah Arendt o Emmanuel Mounier. Para que nos entendamos en casa: al igual que los tres primeros, durante la guerra civil española Huxley manifestó su simpatía por los anarquistas de la CNT: “Mi fidelidad está, por supuesto, con los anarquistas. Porque el anarquismo me parece mucho más verosímil para liderar un deseable cambio social que el tremendamente centralizado y dictatorial comunismo”.
Del fascismo a Huxley le horrorizaba casi todo; y del comunismo soviético detestaba su férrea tiranía, su materialismo ramplón y sus burócratas y policías secretos. Fue un espíritu conmovido ante el macabro espectáculo del hermanamiento entre la fuerza colosal de la técnica y la ambición de poder. Vivió en su primera juventud los horrores de la Primera Guerra Mundial, y pasó su madurez en los años caníbales que dejaron a Europa exhausta y agonizante. Huxley era un alma refinada –jamás un snob– agredida por la violencia, la fealdad y el nihilismo antihumano de la bestia totalitaria. Bajo su punto de vista, el espíritu de la máquina y el afán sistemático de la ciencia occidental eran responsables de potenciar los instintos más rapaces del ser humano. Esa síntesis entre ese cientificismo abstracto que quiere reducir el mundo a una probeta y las tradicionales ideologías autoritarias, nacionalistas y militaristas fue el principal objeto de vivisección en sus ensayos.
En una carta dirigida a la célebre anarquista estadounidense Emma Goldman, escribía: “Si deseamos conseguir una descentralización, si deseamos tener un autogobierno genuino, si deseamos liberarnos de la tiranía de la política y de los jerarcas de la gran empresa, entonces tenemos que encontrar métodos satisfactorios mediante los cuales la gente llegue a ser económicamente independiente (…) Pero los hombres modernos están tan obsesionados por la idea de la centralización y la producción de masas que son incapaces de pensar en otros términos. Estoy persuadido de que este aspecto material y puramente práctico del anarquismo constituye la dimensión que, en el futuro inmediato, requiere el más intenso estudio, junto con su aplicación práctica allí donde sea posible”.
Esa distancia crítica respecto del devenir europeo se agudizaba por una romántica fascinación –tan propia de un caballero británico– por las culturas mediterráneas, asiáticas, sudamericanas y africanas en menor medida. Además de lector políglota, Huxley fue un consumado viajero que pateó Túnez, India, Malasia, Filipinas, Brasil, Perú, México, China, Japón y el sur de España (de su poema “Almería”: “Tú tienes la Luz por amante./ ¡Tierra afortunada!/ Que concibe el fruto de su divino deseo”). Su familiaridad con culturas no occidentales hacía más gravoso a sus ojos el desastre y la anomalía antropológica en la que se desangraba la vieja Europa. La utopía de Huxley se compone en buena medida de elementos provenientes de formas de organización social atrasadas: una economía comunal con cierto margen para la iniciativa individual; una democracia más o menos asamblearia y directa; comunidades pequeñas y autosuficientes, vinculadas a un entorno natural por un cierto animismo/panteísmo que favorece un uso responsable y sostenible de los recursos. En La isla, su última novela, expone de modo ejemplar –concedamos también que un tanto maniqueo– la oposición entre una modernidad de antidepresivos, dictadores y pozos petrolíferos y unas sociedades armónicas y orgánicas.
Pese a todo, Huxley es inequívocamente un heredero del mejor linaje del liberalismo ilustrado europeo. Nada que ver con ese liberalismo arrogante y elitista de un Macron; ni con la misantropía y el cerril fanatismo promercado de un Milei. Huxley pensaba que el individuo era responsable de preservar su propia libertad, y consideraba la pereza y la credulidad los mayores de los vicios, en tanto que conducen a la obediencia y la indolencia. En línea con su condición de intelectual, el inglés creía firmemente en el cultivo del conocimiento y de las artes como pilar de la libertad de conciencia. En cualquier caso, es fruto de prejuicios ideológicos creer irreconciliables los principios del liberalismo europeo y los ejemplos democráticos de las sociedades indígenas: como sostuvo el antropólogo David Graeber, los ilustrados y liberales que barrieron el Antiguo Régimen de Europa reconocían haber tomado buena nota de las costumbres igualitarias y las instituciones democráticas de sociedades atrasadas.
"Del mismo modo que la clarividencia intelectual de Huxley contri buyó a forjar un tópico y una forma de percibir a las sociedades de sarrolladas –ese mundo feliz–, también sus escritos sobre psicodelia han marcado la forma de pensar estas sustancias durante décadas"
Tal vez el texto en el que Huxley explicita de modo más claro su ideario político sea en Nueva visita a un mundo feliz, un conjunto de artículos publicados veintiséis años después de la novela en los que el autor analiza la tecnocracia dominante en Occidente a la luz de las profecías de su ficción. El volumen incluye un prólogo que el propio Huxley escribió para una edición de 1946 de la novela. En él describe una comunidad ideal en la que “la economía sería descentralizada y al estilo de Henry George, y la política kropotkiniana y cooperativista. La ciencia y la tecnología serían empleadas como si, lo mismo que el Sabbath, hubiesen sido creadas para el hombre, y no (como en la actualidad) el hombre debiera adaptarse y esclavizarse a ellas”. No deja de ser una ironía de la Historia que Piotr Kropotkin, el príncipe anarquista ruso que tanto influyó a nuestro novelista, escribiese su clásico El apoyo mutuo para rebatir las tesis darwinistas y hobbesianas en torno a la “lucha por la vida” del biólogo Thomas Huxley, abuelo de Aldous. Esta simpatía libertaria del inglés, establecido en California junto a su familia, sirvió para acercar al elegante caballero de la campiña británica a los estudiantes melenudos que andaban fraguando la revolución cultural de los sesenta. Esa insólita sintonía, sumada a su curiosidad científica y sus inquietudes espirituales, son las que llevan a un Huxley ya sexuagenario a descubrir la psicodelia.
Mescalina contra la inercia psicológica
Ya en sus primeras obras se aprecia en Huxley una vocación mística y espiritual. Desde joven, Huxley entiende la existencia como la perpetua aspiración por alcanzar la iluminación, una lucha reflejada en su poema “Topo”: “Soterrada en impenetrable negrura se arrastra/ la vieja alma del topo, y se despierta o duerme,/ no lo sabe, pero incansable excava túneles/ a través de los siglos del olvido”. También es precoz su interés por la espiritualidad budista y las tradiciones religiosas orientales. Ya casi al final de su vida, ese pálpito místico del escritor encontró en la psicodelia una caja de resonancia y una vía de expresión.
Del mismo modo que la maestría literaria y clarividencia intelectual de Huxley contribuyó a forjar un tópico y una forma de percibir a las sociedades desarrolladas –ese mundo feliz–, también sus escritos sobre psicodelia han marcado la forma de pensar estas sustancias durante décadas. No ha sido hasta los últimos años cuando filósofos como Chris Letheby –ampliamente entrevistado en el número 307 de esta misma revista– han comenzado a crear una nueva gramática y unos nuevos conceptos con los que abordar la experiencia psicodélica. Fidel Moreno escribe que “frente a interpretaciones místicas y confusas apelaciones a la divinidad o a la conciencia universal, Letheby aborda la experiencia psicodélica desde un enfoque neurofilosófico para concluir que su carácter espiritual se puede conciliar con el naturalismo”.
Son esas apelaciones a la divinidad, a la conciencia universal y a la disolución del ego las que encontramos repetidamente en los escritos de Huxley sobre el LSD y la mescalina, que probó en 1953 como parte de un experimento del psiquiatra Humphry Osmond. La más conocida de sus obras al respecto es Las puertas de la percepción, cuyo título es un guiño a un verso de William Blake: “Si las puertas de la percepción se purificaran todo se le aparecería al hombre como es, infinito”. La editorial Edhasa publicó hace unos años Moshka, una voluminosa compilación de sus artículos, cartas y conferencias en torno a la experiencia psicodélica.
Aunque llegó tarde al conocimiento de estas sustancias, su relación con ellas fue intensa y muy fructífera en su última década de vida. Las esperanzas puestas por Huxley en la potencia cultural y educativa de los psicodélicos queda recogida en uno de sus últimos artículos en Playboy, publicado pocos días antes de su muerte: el escritor esperaba de ellos que constituyesen “nuevas fuentes de energía que nos permitan superar la inercia psicológica de nuestra sociedad” en un momento de “crecimiento demográfico explosivo, de arrollador progreso tecnológico y de nacionalismo militante”. Tanta fue su devoción por estas sustancias que Huxley recibió la muerte en medio de un viaje de LSD: su esposa Laura Huxley –violinista, escritora y psicoterapeuta, judía italiana emigrada a Estados Unidos– le suministró dos dosis de 100 microgramos en sus últimas horas de vida.
En un hermoso texto de Laura, el último de la citada antología Moshka, esta recuerda que Aldous “murió como vivió, haciendo todo lo posible por desarrollar plenamente en sí mismo una de las virtudes esenciales que recomendaba a los demás: la Conciencia”. En efecto, para Huxley la gran promesa de los psicodélicos residía en que permitían percibir la realidad de un modo mucho más consciente y sincero. La sobriedad ordinaria nos mantiene sujetos a las convenciones “del tiempo, de los juicios morales y las consideraciones utilitarias, de las palabras excesivamente valoradas y de las nociones idolatradas”.
Sin embargo, bajo el efecto de la psilocibina, el LSD o la mescalina, pensaba Huxley, la conciencia se abre a “la percepción de cuanto está sucediendo en todas las partes del universo, sino algo más –y sobre todo algo diferente del material utilitario–, cuidadosamente seleccionado, que nuestras estrechas inteligencias individuales consideran como un cuadro completo, o por lo menos suficiente, de la realidad”.
Cuando esto ocurre, continúa escribiendo en Las puertas de la percepción a partir de sus experiencias, “comienzan a suceder toda clase de cosas biológicamente inútiles. En algunos casos, se puede tener percepciones extrasensoriales. Otras personas descubren un mundo de belleza visionaria. A otras más se les revelan la gloria, el infinito valor y la plenitud de sentido de la existencia desnuda, del acontecimiento tal cual, al margen del concepto. En la fase final de la desaparición del ego –y no puedo decir si la ha alcanzado alguna vez algún tomador de mescalina–, hay un «oscuro conocimiento» de que Todo está en todo, de que Todo es realmente cada cosa”.
Para Huxley, experimentar con estas sustancias era sinónimo de abrir puertas en el muro, como lo son las prácticas religiosas o las experiencias artísticas más sublimes. Una forma de escapar de la claustrofobia del sí-mismo, de la monotonía egoica y del laberinto de símbolos y palabras en el que se fatiga y adocena nuestra conciencia. Se trata de “ser arrancados de raíz de la percepción ordinaria y ver durante unas horas sin tiempo el mundo exterior e interior, no como aparece a un animal obsesionado por la supervivencia”.
La respiración de Huxley, enfermo terminal de cáncer, se va apagando lentamente y sin sobresaltos. En su rostro una expresión “de deleite y amor totales”, como escribió su esposa. Laura le coge de la mano y le susurra al oído:
“Liviano y libre. Te dejas ir ligero y libre, cariño, hacia adelante y arriba. Vas hacia delante y arriba, vas hacia la luz. Voluntaria, conscientemente, y lo haces maravillosamente…, vas hacia la luz, hacia un amor mayor…, es tan fácil y tan bello.”