No es difícil imaginar el pánico de los claretianos recién llegados a la selva cuando oían hablar del Bwiti. Los rumores referían ceremonias nocturnas con bailes dionisiacos y percusiones enloquecidas, antropofagia, plantas mágicas y negros pintados de blanco. Unas imágenes que concitan el terror de los religiosos, avanzadilla del colonialismo español en Guinea Ecuatorial, y su convencimiento de la necesidad de evangelizar y civilizar a los salvajes africanos. La “carga del hombre blanco” impone la obligación de rescatar a esas almas descarriadas para devolverlas al redil del Señor: hacer de ellos hombres piadosos y, sobre todo, productivos. Para ello contarían con el respaldo de todo el aparato jurídico y militar de la administración española en Guinea, que en las primeras décadas del siglo XX se empleaba a fondo en controlar de forma efectiva unos territorios que, en realidad, solo le pertenecían en los mapas.
Del Bwiti ha escrito el antropólogo Giorgio Samorini que se trata de “un culto religioso psiquedélico puro”. Si para el cristianismo “en el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios”, para el Bwiti –una religión sincrética, con elementos cristianos y otros procedentes de cultos animistas africanos– en el principio fue la iboga, y la iboga llevó a Dios. No es que el Bwiti utilice la iboga –cuyo principio activo, la ibogaína, tiene un potente efecto visionario– para reafirmar una creencia religiosa preexistente, sino que fue el descubrimiento de los efectos de esta planta lo que dio lugar a una nueva fe.
Los orígenes del Bwiti son inciertos, como corresponde a un culto minoritario nacido en culturas ágrafas y seminómadas de las selvas africanas. Las primeras referencias en Europa provienen de exploradores belgas y franceses que, a mediados del siglo XIX, recorren el territorio de lo que hoy es Gabón. De esa época datan los primeros escritos sobre los efectos estimulantes y afrodisíacos de la iboga. Los investigadores coinciden en señalar que posiblemente fuesen los pigmeos, un pueblo de cazadores-recolectores originarios del Congo, los primeros en descubrir las propiedades de la planta. Ellos les transmitieron estos conocimientos a otras etnias de la zona occidental, muy principalmente a los fang, entre los que nace la religión Bwiti.
Y nace como un nuevo culto para un nuevo tiempo, en un momento en el que todo lo sólido sucumbe ante las primeras explotaciones madereras y de cacao de los colonos franceses o españoles. El historiador Enrique Okenve explica en sus trabajos cómo la expansión europea en la región ocasionó una profunda crisis espiritual y religiosa entre los pueblos indígenas. “Cambiar a los africanos”, escribe, “era vital para facilitar la administración de las colonias y la explotación de los recursos agrícolas y forestales”. La expansión del comercio internacional, las expediciones de castigo, la pérdida del autogobierno y el reclutamiento forzoso de mano de obra sumieron a las comunidades fang en la confusión y el desarraigo.
“El bwiti surge en una sociedad cambiante”, explica el antropólogo Jesús Sánchez Azañedo, que ha escrito varios estudios sobre esta religión y su represión durante el colonialismo español en Guinea, “tanto en lo material como en la comprensión y percepción de la naturaleza humana y de la realidad circundante”. Con la llegada de los colonos, los pueblos indígenas “se encuentran con unas relaciones sociales mucho más asimétricas, incluidas las laborales e industriales, y con un proceso de urbanización novedoso”. Todos estos factores hacen necesario “una nueva forma de adaptación y empoderamiento, y así se produce la emergencia general del Bwiti”.
Un cristianismo nocturno y selvático
El antropólogo estadounidense James W. Fernández, quizás el mayor experto mundial en el tema, expone en su monumental obra sobre el Bwiti y la “imaginación religiosa en África” que uno de los objetivos prioritarios de este culto era “la resurrección de los ancestros del olvido al que la evangelización cristiana los había relegado”. No en vano, se piensa que la traducción más exacta de Bwiti es algo así como “muertos” o “antepasados”. Esto emparenta al Bwiti con otras religiones tradicionales del continente, pero no lo reduce a una nueva versión de una espiritualidad previa. Lo que define al Bwiti es esa síntesis entre el culto a los ancestros, el uso de plantas visionarias y ciertos elementos teológicos o simbólicos del cristianismo.
Y es que los Bwitis celebran la Pascua y la Navidad, hacen sus eucaristías y tienen su particular lectura de Adán y Eva –para los buitistas el árbol de la ciencia era un arbusto de iboga– y del diluvio universal. A la jerarquía eclesiástica le repugna este uso herético y bastardo de sus dogmas, lo que sin duda atizó la persecución de los bandjis –sacerdotes buitistas– y de sus fieles. “La Iglesia Católica es una bella teoría para el domingo”, dijo el líder buitista Nengué Me Ndjoung, “la iboga, por el contrario, es la práctica de cada día. En la iglesia se habla de Dios, con la iboga se vive a Dios”. Los misioneros, por su parte, repetían machaconamente la máxima de que “iboga y bautismo no son compatibles”. Los indígenas no hacían mucho caso: hay testimonios de comunidades que asistían el sábado por la noche a la ceremonia con iboga y el domingo por la mañana a la misa con el cura.
“La Iglesia tenía una actitud dividida hacia el Bwiti”, explica Sánchez Azañedo, “por un lado, esa función sobreprotectora y de transmisión de nuevas ideologías a los nativos. Por otro lado, una ignorancia absoluta sobre el Bwiti, y ese miedo a lo desconocido que se plasma en las denuncias contra los practicantes”. Ese miedo, matiza el antropólogo, “viene dado por la ignorancia, pues metían en el mismo saco el Bwiti con otros cultos en los que se ingería carne humana”. También es cierto, reconoce, que algunos religiosos se preocuparon por conocer a fondo el Bwiti, e incluso participaron “en alguna ceremonia de iniciación, aunque sin intervenir ni ingerir iboga”.
“Hay que tener en cuenta”, prosigue Azañedo, “que cualquier religión quiere tener el monopolio de la verdad y subyugar la conciencia y el cuerpo de los fieles”. No así el Bwiti, “en el que el individuo tiene libertad a la hora de ingerir iboga y trabajar en su sanación”. También James W. Fernández llamó la atención sobre la ausencia de una jerarquía eclesiástica como tal, lo que permite una amplia libertad de interpretación de los dogmas y ritos del Bwiti. Es además una religión abierta y con vocación universal, por lo que cualquier persona, europea o africana, puede iniciarse en el culto.
El antropólogo español Juan Aranzadi ha contado con detalle su experiencia en su iniciación Bwiti hace más de treinta años. Aranzadi ha referido “tres días de dura iniciación”, una “intensa experiencia difícilmente asimilable” que, posteriormente, le produjo “serias y perturbadoras secuelas neurológicas y psicológicas”. Entre los buitistas, los malos viajes de iboga no se le atribuyen a la planta, sino a las impurezas o malos pensamientos del iniciado. Sea como sea, de su iniciación Aranzadi extrajo lo que considera “la columna vertebral del Bwiti”: “la total libertad individual de interpretación de esa experiencia vital y la jerárquica y autoritaria rigidez imperante en la celebración de los ritos”. Para el antropólogo vasco, es esa “acracia pneumática lo que explica quizá que, a lo largo de su ya dilatada historia, el Bwiti no se haya nunca organizado como una Iglesia unitaria y jerárquica”.
Ritos y visiones
Detengámonos entonces en los ritos, el eje axial que articula la fe buitista mientras todo lo demás es subjetivo y mudable. Pero antes que Dios, y antes que el rito, está la planta. La Tabernanthe iboga es un arbusto perenne, de hasta metro y media de altura, con pequeñas flores amarillas y frutos anaranjados. El principio activo de esta especie, que se encuentra sobre todo en sus raíces, es la ibogaína. Se trata de un estimulante del sistema nervioso central que produce efectos alucinógenos y que, por añadidura, ha demostrado ser uno de los fármacos más efectivos para tratar la adicción a los opioides.
Los funcionarios de la administración colonial española reconocían que el movimiento Bwiti podría suponer “un peligro político”
“A un nivel más sutil”, nos confía Azañedo, “el iboga nos da un cambio de percepción muy importante de lo que nos rodea, y bastante sanador. Te enfrenta a tus propias internalidades, aclarándolas de tal manera que se elimina el sufrimiento”. El psiquiatra Claudio Naranjo, uno de los primeros en testar los efectos terapéuticos de la sustancia a finales de los 60, escribió que “la prominencia de temas animales, primitivos y sexuales, y de agresión en las experiencias con ibogaína justificaría considerarla como una droga que hace aflorar el lado instintivo de la psique”.
Para su uso ritual, la iboga se cultiva en pequeñas parcelas en torno a los templos buitis. Una vez maduras se arrancan las raíces de la planta, cuyas cortezas se ponen a secar al sol. En cuanto la iboga esté lista para su consumo, pasará a custodiarse junto a las cucharas ceremoniales para su ingesta en una especie de relicario en el interior del templo. Las iglesias buitistas, según Giorgio Samorini, no siguen una distribución predeterminada, salvo por el akun o mástil central del templo, cubierto de símbolos asociados con el axis mundi o árbol cósmico.
Las ngozé, o misas buitistas, se celebran siempre de noche, y su duración depende del calendario litúrgico. La fiesta Pascual, por ejemplo, se alarga durante cuatro días con sus cuatro noches consecutivas, entre el jueves y el domingo. Durante ese tiempo, y siempre bajo los efectos de una dosis de iboga cada vez más alta, se canta y se baila en comunidad. También duran varios días los ritos de iniciación, en los que el aspirante consume una altísima cantidad de iboga después de una ofrenda a la selva y un baño ritual.
Tal y como describe Samorini, que participó en algunos de estos ritos, durante el mismo “el iniciado permanecerá acostado en el suelo en el interior de la sacristía del templo, asistido por una pareja de iniciados considerados como el ‘padre’ y la ‘madre’ de la iniciación. Además de estos ‘padres’, están presentes otros miembros de la comunidad, los cuales se ocuparán de acompañar en el largo viaje a su futuro hermano al son del arpa o en silencio”.
En la fase final de estas ceremonias de gozo y entusiasmo, cuando ya empieza a amanecer, los fieles alcanzan un estado de emoción colectivo que los buitistas denominan nlem myore, algo así como “un solo corazón”. La iluminación alcanzada durante el viaje acompaña a los creyentes durante toda su vida. Mientras los misioneros católicos intentaban difundir entre los pueblos africanos el sola fides –es necesario creer y basta–un proverbio buitista contiene una aproximación a la divinidad radicalmente distinta: “Es preciso ver para creer”, y solo la iboga predispone al cuerpo para esas visiones.
“¿Qué ofrece nuestra civilización capaz de despertar un fervor de este tipo?”, se preguntaba el antropólogo francés Georges Balandier tras conocer las ceremonias buitis, “nuestras iglesias anteponen la vida interior y los principios morales a esa exaltación que conduce al umbral de la inconsciencia. Parecen frías, carentes de presencia sobrenatural, inadecuadas para la comunión apasionada. A los ojos de los indígenas, los misioneros son otras tantas ‘mantas mojadas’ en la celebración de la plenitud del hombre y la gloria de los dioses”.
‘¿Qué parte del Bwiti atemorizaba?’
A comienzos del siglo XX, un funcionario de la administración colonial española en Guinea alertaba en una nota que “la organización puede llegar a ser un peligro político”. Otro reconocía que “el Bwiti inquieta a nuestra colonia”. Una atmósfera de sospecha y alarma social, inflamada por los rumores de brujería y canibalismo, embargaba a los colonos españoles en Guinea, pero también a los franceses que ocupaban territorios en los que se practicaba el Bwiti. “Se practicaba el culto ocultándose de las jerarquías”, relata Azañedo, “y cuando las cosas se ponían feas para ellos en una colonia, se trasladaban a otra”.
En los años más duros de la dictadura colonial, el Bwiti se convirtió en algo así como una religión de los desheredados y una forma de resistencia cultural contra la metrópoli.
Hasta las más altas autoridades del colonialismo español reproducen ese pánico en torno al Bwiti. José Antonio Moreno, presidente del Tribunal Colonial de Guinea en 1949, denunciaba en la prensa el carácter antropófago del Bwiti e incitaba a su erradicación en la colonia. “Dentro de su ignorancia y su miedo”, reflexiona Sánchez Azañedo, “metían dentro del mismo saco y confundían distintos cultos. Esto terminó no solo en encarcelamientos, sino en la pena de muerte para diversos bandjis solo por pertenecer al culto”. En 1948, siete sacerdotes buitistas fueron condenados a morir en la horca.
En los años más duros de la dictadura colonial, el Bwiti se convirtió en algo así como una religión de los desheredados y una forma de resistencia cultural contra la metrópoli. Entre los braceros de las plantaciones madereras, que trabajaban en condiciones de semiesclavitud, el Bwiti se convirtió en un culto muy popular. Para las autoridades era visto como una amenaza, hasta el punto de que hubo braceros buitistas que fueron deportados para evitar que difundiesen la religión entre sus compañeros proletarios.
Para el historiador Raúl Sánchez Molina el bwiti se relaciona con “el fin del mito del hombre blanco, y las primeras resistencias al poder colonial”, mientras que Balandier lo interpreta como “una reacción política contra el individualismo que incorpora en las sociedades fang el capitalismo”. En consecuencia, y sobre todo a partir de 1939, las directrices de la colonia española para acabar con el Bwiti se basan en un informe de la Gobernación General de Guinea de sugerente título: “Informe referente a dicha secta proponiendo la pena con la muerte en la horca a los autores de asesinatos”.
Sánchez Azañedo se ha sumergido en los archivos coloniales, donde ha documentado un buen número de sentencias contra religiosos y practicantes de este culto. “Los palos, la Brigada disciplinaria, la cárcel, las multas y los requisamientos, pueblan las palabras como formas de represión”, resume en uno de sus artículos, “hay una que nos parece paradójica: la expulsión y deportación de braceros. El Administrador colonial debía tener fuertes temores como para permitirse el lujo de expulsar braceros de una isla siempre ávida de mano de obra durante todo el periodo colonial. ¿Qué parte del Bwiti atemorizaba?”.