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Un trumpismo ácido

Youtubers, intelectuales y capitalistas vinculados a la ultraderecha estadounidense han manifestado su interés y familiaridad con las drogas psicodélicas.

Todo empezó con una pastilla roja. El mundo se volvió distinto de pronto: los negros oprimen a los blancos, las feministas persiguen a los hombres, los mexicanos quieren invadirnos, Obama es musulmán y la democracia un sistema fracasado al servicio de élites pedófilas. Todo empezó con una pastilla roja y terminamos asaltando el Capitolio.

Lo que los periodistas y politólogos llaman “radicalización”, en los rincones más sórdidos del Internet trumpista se denomina “being red-pilled”. Tomar la pastilla roja para huir del “Matrix progre”. En ocasiones es algo más que una metáfora: en una encuesta a 75 neonazis conducida por el medio de investigación Bellingcat, cuatro de ellos aseguran que fue un viaje de LSD lo que les impulsó a abrazar su ideología. 

El hummus en el que hundían sus raíces nuestras inercias culturales es hoy un erial arrasado. Los revolucionarios son ellos, y hay que mirar al monstruo a la cara. La comunidad psicodélica, de momento, no parece con ganas de hacerlo. Sigue a palo fijo con Woodstock, hacer el amor y no la guerra, Alan Watts y la ecotopía fraterna y planetaria. De tanto en cuando, algún estudio experimental –con muestras risibles– que pretende demostrar que las personas se vuelven menos autoritarias y más tolerantes tras probar LSD o MDMA.

Hace ya tres años desde que unos investigadores estadounidenses publicaron en la revista académica Frontiers in Psychology un artículo que llamaba a enfriar el entusiasmo a este respecto. Los autores entienden la psicodelia como un fenómeno de una gran “plasticidad cultural y pluripotencia política”, capaz por tanto de sintonizar también con ideologías conservadoras, jerárquicas y violentas. “La suposición de que los psicodélicos conducen a una visión progresista de la política”, escriben los estudiosos, “necesita ser revisada”. 

Un trumpismo ácido Por Bernardo Álvarez-Villar

El psicólogo Jordan Peterson es uno de los intelectuales de referencia de la derecha trumpista. A la derecha, Steve Bannon, un veterano agitador periodístico que fue el intelectual de cámara de Trump durante su primer mandato.

Nuestros entrañables fascistas europeos aún no han transitado esa vía –excepción hecha del escritor alemán Ernst Jünger, que ya era nazi mucho antes de probar los tripis–, pero en Estados Unidos toda una corriente cultural y comercial dentro de la alt-right conoce y valora las drogas psicodélicas. Un artículo en la web de Psymposia, organización de referencia en el “renacimiento psicodélico”, describía así la amplitud de frentes y perfiles con la que la ultraderecha trumpista estaba irrumpiendo en el mundillo: “Desde estirados exbanqueros de Goldman Sachs que presentan sus start-ups psicodélicas en Fox News hasta cabezas ácidas desquiciadas que predican el evangelio de Alex Jones en el Capitolio”. 

Jake Angeli, el de los cuernos y la piel de castor en la sede del poder legislativo de la primera potencia mundial, ha asegurado que los psicodélicos son fundamentales en su visión del universo. Otro de los que le acompaña en una de las fotos icónicas de aquel fallido golpe de Estado muestra un llamativo tatuaje en la mano: es el logo de GammaGoblin, uno de los distribuidores de psicodélicos más populares de la dark web. Suponemos que, tras el indulto de Trump a los asaltantes del Capitolio, habrán vuelto a drogarse a gusto en sus casas. 

Oligarcas y militares en ácido

Desde los milicianos chusqueros de primera línea hasta el Estado Mayor de la extrema derecha yanqui están en el ajo. Sí, los jóvenes blancos e incels de zonas deprimidas del interior del país que compran setas por Internet y comparten conspiraciones y bulos racistas en foros como 8chan, ideado durante un viaje de psilocibina por un hoy millonario programador; pero también los propagandistas y youtubers de combate (Alex Jones, Joe Rogan, Steve Bannon), los intelectuales más exquisitos (Jordan Peterson, Curtis Yarvin) y, por supuesto, los capitalistas con acceso directo al Despacho Oval (Peter Thiel, Elon Musk). Todos ellos, de una forma u otra, han manifestado su interés por las drogas psicodélicas.

Quizás por motivos distintos, pero a la postre confluyentes. Las armas o las letras; y tratándose de Estados Unidos, también el dinero. Peter Thiel, por ejemplo, nunca ha manifestado haber tomado psicodélicos, aunque es de suponer que lo ha hecho. El fundador de Paypal o de Palantir –que provee al ejército y a los servicios de inteligencia americanos de sofisticadas tecnologías de vigilancia–; uno de los grandes donantes de las campañas de Donald Trump y de un puñado de fundaciones y sociedades supremacistas y neonazis, invirtió en 2021 doce millones de dólares en una start-up farmacéutica de productos psicodélicos.  Días antes de la toma de posesión de Trump, Thiel publicó en el Financial Times un escalofriante artículo en el que celebra que “el regreso de Trump a la Casa Blanca anuncia el apocalipsis del Antiguo Régimen”.

Un trumpismo ácido Por Bernardo Álvarez-Villar

Arriba, de izquierda a derecha, Axel Jones, Elon Musk y Jake Angeli, el chamán de QAnon. Sobre estas líneas, el podcaster Joe Rogan y el capitalista Peter Thiel.

No se puede abordar la derechización –o directamente, fascistización– de la cuestión psicodélica sin abordar la transformación de Silicon Valley. El arco argumental es idéntico. En un principio, los alegres muchachos de las tecnológicas eran aplicados filántropos dispuestos a derribar las fronteras que separan a la humanidad. Libre circulación del conocimiento, de las comunicaciones y, por supuesto, de las drogas. En algún momento de la última década, el sueño de la comuna cibernética mutó en la pesadilla de una monarquía tecnocrática. Los gurús de la llamada Ilustración Oscura, una turbia corriente de ideología irracionalista y antidemocrática, comparten dos rasgos: casi todos son programadores informáticos y están familiarizados con los psicodélicos.

Una lectura interesante al respecto es “Acid Liberalism: Silicon Valley’s Enlightened Technocrats, and the Legalization of Psychedelics”. A partir de entrevistas y abundante documentación, el trabajo concluye que “los psicodélicos y sus prácticas asociadas adquieren un significado poco convencional por parte de empresarios tecnológicos de alto nivel, y se integran en filosofías explícitamente antidemocráticas e individualistas”. Los oligarcas transhumanistas y sus distopías digitales han librado, no se puede decir que sin éxito, su “batalla cultural” en torno a la psicodelia.

El ejército ha sido otro de los focos de infiltración ultraderechista en la cultura psicodélica. Numerosos veteranos de la guerra de Irak y Afganistán participaron en terapias con MDMA para paliar el Síndrome de Estrés Postraumático. Los resultados fueron en general positivos, y eso contribuyó a cambiar la percepción sobre estas drogas de algunos conservadores. Al menos, de los conservadores realmente importantes. Por ejemplo, Steve Bannon, intelectual de cámara de Trump en su primer mandato y avezado agitador periodístico, que dedicó un artículo muy elogioso hacia estas sustancias.

¿Desterrarán el espíritu ácrata de la psicodelia?

Un trumpismo ácido Por Bernardo Álvarez-Villar

Si la recepción de una droga es producto de la interacción entre set y setting, la sustancia y el entorno, los riesgos de una radicalización reaccionaria en este último son evidentes. Una sustancia química introducida en el organismo, por sí misma, significa poco. Sus efectos están mediados por una red de costumbres, discursos e instituciones que le aportan sentido y significado. 

¿Qué pasaría si los principales inversores, prescriptores y divulgadores de la psicodelia fuesen ultraderechistas respaldados por el gobierno más poderoso del mundo?, ¿de qué modo podrían dirigir la investigación en el desarrollo y uso de nuevos productos?, ¿qué influencia tendrían en la legislación y en los tratados internacionales sobre drogas?, ¿cómo cambiaría el discurso mediático y cultural en torno a los psicodélicos?

Podemos pensar que en la vieja Europa esta batalla nos pilla lejos. Pero no deberíamos subestimar la falta de imaginación y el seguidismo de nuestros ultraderechistas: no hay concepto o idea acuñado por los neoconservadores gringos que no termine deslumbrando a algún asesor de Abascal, Le Pen o Meloni, y acabarán colándolo en alguno de sus discursos. Es cierto que el corpus ideológico y filosófico de la ultraderecha europea difiere en ciertos puntos de la cosmovisión MAGA (Make America Great Again), pero existen grietas por las que puede infiltrarse el entusiasmo psicodélico. Véase todo el campo de la “Deep ecology” y el neorromanticismo volkisch, con su mística de la patria y las raíces opuesta a la decadente y viciosa civilización urbana. Ese ímpetu nietzscheano puede desterrar el espíritu ácrata y contemplativo de la psicodelia. 

La mejor conclusión posible señala la necesidad de pensar más clara y honestamente sobre los psicodélicos y sus significados culturales. Abandonar la pereza intelectual y las rutinas conceptuales, tal y como invitan a hacer los autores del trabajo citado al comienzo: “El hecho de que los miembros de movimientos políticos reaccionarios y autoritarios de derechas hagan su propio uso de los psicodélicos es una oportunidad para ampliar las afirmaciones teóricas sobre los mecanismos psicodélicos, lo que puede ayudar a los investigadores a evitar generalizaciones acríticas y simplistas basadas en los datos limitados de los estudios existentes”.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #327

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