De hijo de ferroviario a librero clandestino
Rafael Chirbes nació en Tavernes de Valldigna, Valencia, en 1949. Hijo de una familia obrera perdió a su padre, peón de vías, después de que se suicidara cuando el futuro escritor tenía cuatro años. Su madre, guardabarrera, fue depurada por el franquismo. Ya viuda, envió a su hijo a un internado en Ávila para huérfanos de ferroviarios. De allí pasará a León y Salamanca, donde trascurren su pubertad y su adolescencia, internado y lejos de su familia. En aquella “infancia sin bálsamos” comenzó a familiarizarse con el castellano y empezará a aficionarse a la lectura para conformar el carácter y la disposición del narrador por venir.
Desde la ciudad del Tormes llega a Madrid, donde se matricula en Filosofía y Letras en la Universidad Complutense. Allí se licencia en Historia Moderna y Contemporánea, pese a su natural inclinación por el mundo de la literatura, algo que refleja en su novela La caída de Madrid (2000) en el personaje de Quini Ricart. Su extracción obrera y sus antecedentes familiares definirán su temperamento, que, junto a su etapa universitaria sesentayochista, fraguará su ideología. En aquellos años participa de la agitada vida estudiantil y colabora como profesor en cursos de alfabetización por el extrarradio madrileño. El joven Chirbes se empapa del chabolismo y la miseria del Pozo del Tío Raimundo o Entrevías. Son años de activismo. Es detenido y encarcelado como miembro de una célula maoísta en 1971.
Tras concluir el servicio militar y acabar los estudios, se va a emplear como librero, y tendrá acceso a las trastiendas, donde continuará su formación con “lecturas clandestinas”. El joven Chirbes colabora como crítico en las revistas que surgen en los estertores del franquismo. El libro Asentir y desestabilizar (2023) recoge una muestra de las colaboraciones del escritor en Ozono, El Viejo Topo, Cuadernos para el Diálogo y Revista de Occidente. La deriva hacia el desencanto que tomó la sociedad española le incitó a salir del país con destino a Marruecos.
Primavera de vino y pastis
El novelista declaró que dejó todo seducido por incursiones “turísticas y superficiales” en el país vecino. Su bajada al moro particular le llevó a trabajar como profesor de español en la Universidad de Fez, experiencia que trasladará a su obra Mimoun, su debut como novelista que le sitúa en el escaparate de los nuevos narradores al disputar el premio Herralde de 1988 al novísimo Vicente Molina Foix. La novela, que no escapa a las evocaciones narrativas de Paul Bowles, tiene un tono febril de hachís, alcohol y sexualidad. El personaje de Manuel, trasunto de Chirbes, declara: “El alcohol se llevaría todo cuanto pudo haberme quedado de mi modesto sueldo de profesor”. En un pasaje, el escritor vincula el cannabis con el ámbito castrense: “Él prefería subir, al atardecer, a un café cerca del morabito, donde los jóvenes del pueblo fumaban y cantaban. Allá arriba, el humo del kif mezclaba ambiguamente a los adolescentes con los soldados del cuartel”.
En Mimoun se evidencia la permisividad con el alcohol del país árabe, así como la afición del propio Chirbes por la bebida: “Yo nunca había bebido tanto. Parecía como si mi cuerpo no pudiese soportar la felicidad de aquellos días hermosos. Esperaba ansioso el momento en que se abrían los bares y, desde media mañana, mezclaba las cervezas con vino y pastis. Raro era el día en que no llegaba completamente borracho a la hora de la comida. Solo el alcohol me calmaba, poniendo entre mis sentimientos y la primavera un celofán aislante”.
Tras su regreso a España, vivió apartado en Valverde de Burguillos (Badajoz) durante más de una década. Allí escribirá En la lucha final (1991) y Los disparos del cazador (1994), que marca el paradigma de su novelística y donde el alcohol, el sexo, la enfermedad y la denuncia social generan una atmósfera propia que Chirbes ficcionaliza en Misent, su Macondo particular. Chirbes crea paralelismos de eyaculaciones, ingestas, humo, erecciones y construcciones que evocan la cinematografía ibérica del otrora mediterráneo Bigas Luna. En Los disparos del cazador dejó escrito un apunte sociológico sobre el que se ha pasado de puntillas: “Los cimientos de buena parte de las empresas españolas, sobre todo las constructoras, se pusieron aquellos años con penicilina, con morfina o con no sé qué que llegaba de estraperlo”.
‘Los viejos amigos’
Se podría utilizar el título de su novela Los viejos amigos (2003) para referirnos a su relación con las drogas. Esta novela corta está teñida de desencanto. La presencia del alcohol es constante, salpicada por el consumo de otras drogas: “Aquellas noches nos bebíamos todo lo que conseguíamos: ginebra, ponche, whisky, anís, licores de hierbas, Ricard, pastis; fumábamos tabaco, maría, hachís, hierbas aromáticas que Pedrito recogía en el Montgó y de cuyas virtudes alucinógenas intentaba convencernos. Cuando ya no podíamos más, vomitábamos sobre las piedras de la escollera y seguíamos bebiendo, fumando, hablando”. La narrativa de Chirbes trasluce la inquietud de poder enfermar debido a los excesos, aunque, en paralelo, muestra una curiosidad por los placeres de la química. Del cannabis escribe: “Me gusta la maría, me pone bien, me anima y me tranquiliza”. En un pasaje de la novela, que parece sacado de sus Diarios, se lee: “La vejez, yo tengo cincuenta y seis, Juan cumplirá pronto los sesenta. Los dos fumamos, los dos bebemos, los dos hemos vivido, cada uno por sus motivos, a un ritmo más rápido que la mayoría de la gente. Yo, de joven, en la facultad, en los años de después de la facultad, en la fábrica, en la oficina, metiéndome en todos los líos, pasando más horas en la barra del bar y en las reuniones de célula que en casa, probando todas las cosas, acostándonos a las tantas y metiéndonos todas las porquerías en el cuerpo; mal comidos, mal bebidos, mal vestidos”.
Chirbes utilizaba las drogas para intensificar su sexualidad. En Los viejos amigos apunta: “Yo le compro al chino un poco de chocolate y me lo llevo y fumamos en la habitación del hotel por la noche, antes de follar, o fumamos tumbados encima de la nieve, [...] sentir que nos embriaga el hach […] que hay un calor que está germinando secretamente para que nazcan hierbas, flores, cuando llegue la primavera, vida por debajo del hielo”. El escritor valenciano recrea encuentros con la cocaína (de la que fue consumidor) a través de las canciones de Albert Pla, y tiene palabras para las tortillas químicas de rohipnoles y minilps para amenizar las noches “que duraban hasta las seis de la tarde del día siguiente”.
‘Crematorio’ y ‘En la orilla’
Hasta la publicación de Crematorio (que tuvo una exitosa adaptación para la televisión), Chirbes trabajó como colaborador y director de la revista Sobremesa, lo que le hizo ser un buen conocedor de la gastronomía y un amante de los alcoholes. Para Chirbes “Crematorio era el esplendor y En la orilla es la caída”. Esta segunda parte fue, para Luis Goytisolo, la mejor novela sobre la crisis inmobiliaria porque reflejaba: “Una realidad desolada presentada en contrapunto con las eufóricas celebraciones de antaño, las comilonas, los coches de lujo, la droga, los clubes de alterne”.
Esta bilogía desarrolla un denso y extenso monólogo interior donde las descripciones alcohólicas y el exceso (de drogas y sexo sórdido) traslucen una vida que Chirbes conoció de cerca. En el monólogo interpersonal de Crematorio, escribe: “Nos lo follamos todo, se lo follaron todo, y yo al menos me lo esnifé todo”. Y vierte algunas impresiones sobre la cocaína: “Una delicia, el tiempo sin tiempo, todas las cosas en tus manos, pero los efectos se los pasas a otro, te pones pesado: tú recibes la virtud y otro el castigo”. El título de la obra se antoja como sociología del consumo: “Ahora sorben mierda por la nariz los niñatos en las terrazas de la playa, de los discopubs, de los after hours y los chills outs, esa mierda de los muertos de hambre que salen el fin de semana a quemarlo todo, a pegarle fuego a todo […] y que lo que quieren es meterse lo que sea, la cuestión es meterse, anfetas, tripis, éxtasis sólido o líquido, alcohol, Red Bull, Coca-Cola, poppers, pegamento, mierda, guarrerías, descontroladas, matarratas. Dolor de cabeza garantizado para la mañana siguiente. Meterse lo que sea y dar saltos, notar cómo te bombea la sangre bajo el chorro de láser que moja con esa luz tan blanca la pista”.
Chirbes quiere que el mensaje quede claro, por eso casi al final de Crematorio escribe: “Y también que capitalismo y cocaína tienen algo en común. […] hiperactividad, el empeño por luchar contra el tiempo. Capitalismo y cocaína, este frenético no parar”. Chirbes, sin embargo, destaca un curioso paralelismo con el consumo de opiáceos para señalar: “Las cosas no cambian tanto como nos creemos. Las mujeres de Misent, cuando yo era pequeño, se untaban los pechos con cascajo, con la leche gomosa de las cápsulas de las amapolas silvestres, para que los niños durmieran tranquilamente; les proporcionaban una pequeña ración de opio”.
Alcohol y cocaína ‘A ratos perdidos’
Agrupados bajo el título A ratos perdidos, se han publicado tres volúmenes de sus diarios. Tras su lectura, podemos acercarnos a la intimidad del escritor de primera mano para comprobar la delgada línea que separa la vida de su obra. En el prólogo al primer volumen, Marta Sanz destaca que Chirbes “reconoce un alcoholismo que va a más”. Las primeras anotaciones son de 1984 y en ellas explicita su insomnio. También sufrió una fisura rectal “que no queda más remedio que operar”, pues le produce unos “dolores que van desde la punta de la polla hasta el ano”. Anota sus paseos como voyeur de cruising en el parque del Retiro y sórdidos encuentros sexuales en la vía pública.
Chirbes utiliza el mismo tono para narrar su intimidad que para reconocer que fuma casi tres paquetes diarios. A veces trata de “matar la depresión a base de Larios con tónica”, pues los vinos dulces le devuelven a la infancia: “A los ponches de moscatel con una yema de huevo que me preparaba cada noche mi abuela antes de meterme en la cama”. Entre recomendaciones cinéfilas y literarias, aprehensiones de enfermedad y su gusto por las estilográficas, Chirbes desgrana “sus enloquecidas sesiones de alcohol, sexo y cocaína”, aunque también anota consumos de popper, LSD y sedantes: “A las once de la noche salgo de casa y me encuentro con mi vecino R.: borrachera hasta las siete de la mañana, alcohol, coca y, a última hora, popper, como otras veces (todo son preludios para ese desenlace sabido)”, y describe con minuciosidad la psicología y la carnalidad del encuentro, que suele dejarle un poso de abatimiento.
La cabeza vacía y la pluma seca
El segundo volumen abarca los años del 2005 al 2007. Su insomnio, sus conatos depresivos y su alcoholemia van en aumento: “Ayer me llamó P. para que tomara una copa con él. Bajé al pueblo y, sí, tomé copas pero no una, más bien quince o veinte: vermuts (3), vinos (3 o 4), cazallas (4 o 5), gin-tonics (5 o 6)”. El novelista desgrana una vida de excesos: “dormir poco, comer sin cálculo, fumar como un carretero y beber como lo que soy, un taciturno alcohólico social”, reconoce a punto de llegar a los sesenta años. Continúan sus consumos de cocaína y comienza a utilizar Viagra para una sexualidad en decadencia. El novelista se muestra cada vez más taciturno, acompañado por sus vicios en un mar de soledad: “Lo que me temía: son casi las cuatro de la mañana. Me he fumado más de dos paquetes de cigarros y me he bebido no sé cuántos whiskies”.
Chirbes se muestra en el año 2007 como un hombre que se pasa días y días sin salir de su habitación más que para comer, “con la certeza de que no tengo más amigos que los libros”. Los insomnios, los vértigos y los dolores de brazos del escritor le auguran una enfermedad que consumará un fulminante cáncer de pulmón en el año 2015. La última anotación que recoge la segunda entrega de sus diarios concierne al Día de Reyes del 2007 y muestra a un hombre solo, desaseado y sin dinero, que echa de menos poderse tomar un gin-tonic. “Lo único grave [remató Chirbes] es tener la cabeza vacía y la pluma seca”.