El asesino que amaba el Jazz
Una novela recupera la figura del Asesino del Hacha, que aterrorizó Nueva Orleans en 1918 y 1919. En la ficción, le persigue una detective novata, ayudada por un joven Louis Armstrong.
Una novela recupera la figura del Asesino del Hacha, que aterrorizó Nueva Orleans en 1918 y 1919. En la ficción, le persigue una detective novata, ayudada por un joven Louis Armstrong.
Los ciudadanos de Nueva Orleans tienen mucho de lo que presumir: atribuyen a su ciudad el papel de incubadora del jazz. Recuerdan que, a diferencia de otros lugares, allí se permitía que los esclavos exhibieran sus tambores y sus bailes; lo hacían en Congo Square, las tardes de los domingos.
Desde finales del siglo XIX hay testimonios escritos de bandas que improvisaban y que, por lo que se intuye, tocaban con algo parecido al swing.
El imperialismo estadounidense vino en su ayuda: en Nueva Orleans se desmovilizaron las divisiones que participaron en la Guerra de Cuba; los instrumentos de las bandas militares se vendieron baratos y muchos aprendices de músicos pudieron convertir su vocación en profesión.
Las leyendas en sepia cuentan que el jazz animaba las veladas de los burdeles de Storyville. Aunque no se llegó a legalizar la prostitución, Nueva Orleans contaba con una zona urbana reservada para los placeres carnales. Se consideraba uno de los atractivos turísticos de la ciudad: unas guías, los “blue books”, ofrecían listados de las putas –se añadía si eran blancas, negras o mestizas– más sus lugares de trabajo. En realidad, la oferta musical en los prostíbulos solía limitarse a un pianista. Las orquestinas tocaban en las salas de baile del barrio y, si podían, aumentaban su formación para actuar en espacios más respetables, como los barcos de vapor que ofrecían excursiones por el Mississippi.
Italianos en Luisiana
Todavía hoy, los vecinos de Nueva Orleans presumen de que allí fue donde primero se manifestó una institución siciliana que se trasladó sigilosamente a Estados Unidos: la mafia. El pionero fue Carlo Mattranga, que derrotó a la familia Provenzano en la lucha por el control de los muelles. Mattranga es considerado el instigador del asesinato de David Hennessy, jefe de policía de la ciudad en 1890. Mala idea: aunque Mattranga fue exonerado en el juicio, once de sus hombres fueron sacados de la cárcel y linchados por una multitud enfurecida.
Se llegó rápido a un entendimiento: autoridades y capos se convirtieron en intocables. La mafia controlaría a la agreste inmigración italiana y regularía los bajos fondos; así habría suficientes beneficios para repartir. El negocio resultó tan rentable que el Ayuntamiento se mostró renuente a la petición de la Marina para que se cerrara Storyville. Los Estados Unidos habían entrado en la Gran Guerra pero muchos reclutas no llegaron ni a embarcar para Europa: pillaban enfermedades venéreas o morían en altercados.
A regañadientes, el alcalde Martin Behrman clausuró Storyville en la noche del 14 de noviembre de 1917. Eso sí, avisó: “Puedes prohibirlo pero no dejará de ser popular”. La prostitución pasó a una relativa clandestinidad y se repartió por toda la ciudad. El “blue book” dejó de publicarse y se reforzó la segregación: blancos y negros no debían coincidir en bares, burdeles y otros lugares de esparcimiento.
El aguafiestas
En realidad, la diversión no paró. Ni siquiera cuando entró en acción el llamado Asesino del Hacha. Evidentemente, un serial killer de Nueva Orleans tendía a la excentricidad. Mandaba cartas burlonas al periódico local, The Times-Picayune. Por ejemplo, avisaba de una próxima incursión (a las 12.15 de la noche, puntualizó) y ofrecía una posibilidad de salvación:
“Me gusta mucho la música de jazz y juro por todos los demonios de las regiones infernales que no será atacada ninguna persona en cuya casa esté sonando una banda de jazz a plena potencia”.
¿Qué más querían los buenos vecinos de Nueva Orleans? Era un día laborable pero aquello se convirtió en una fiesta. Hubo jazz en casas y en locales públicos, grabado y en directo, tocado en serio y con guasa. Y el Axeman no se presentó. Sus motivos nunca quedaron claros: ni robaba ni agredía sexualmente a sus víctimas; prefería atacarlas cuando estaban durmiendo y algunas sobrevivieron. Mató a media docena de italianos pero también arremetió contra descendientes de centroeuropeos.
Buscando al Asesino del Hacha
Añado que estamos en 1919, al borde de la Ley Seca. Tal es el telón de fondo de Jazz para el Asesino del Hacha, el estreno en la novela del guionista Ray Celestin. Lo he disfrutado a pesar de su naturaleza inverosímil. A ver: si se lee algo sobre el Axeman original, uno descubre que la investigación fue una chapuza. Por ineficacia de la policía y por la credulidad del momento.
Para que ser hagan idea: una de las supervivientes, Harriet Lowe, señorita de virtud flexible, se empeñó en acusar a su compañero de cama –un hombre casado, Louis Besumer, que también superó los hachazos– de ser un espía alemán, dado que hablaba ese idioma. Luego, insistió en que Besumer era el asesino, algo francamente inconveniente: la policía ya había pillado a un pobre negro al que, contra toda la evidencia, quería atribuir la ola de crímenes. Harriet Lowe murió semanas después, tras una frustrada operación de cirugía facial. Se volvió a detener al señor Besumer, que pasó nueve meses encarcelado hasta que un escandalizado jurado le dejó en libertad.
En Jazz para el Asesino del Hacha, por el contrario, los perseguidores tienen técnica, aguante y olfato. Está el probo inspector, Michael Talbott, detestado en la comisaría por su (relativa) rectitud y por estar casado subrepticiamente con Annette, una negra. Otro es Luca D’Andrea, ex policía que acaba de salir de la penitenciaria de Angola, tras ser atrapado en uno de los espasmos de depuración del Departamento; el capo Mattranga le encarga pillar al Hombre del Hacha ya que tanta conmoción afecta a la caja (además, coglioni, está liquidando a compatriotas italianos).
Y la pareja de aficionados. Ida Davis, mestiza casi blanca, una oficinista en la Agencia Pinkerton que lee novelas de Sherlock Holmes; está convencida que atrapar al Hachero la catapultaría a la categoría de detective. Como ayudante, vaya casualidad, Ida cuenta con Louis Armstrong, cuyo oficio facilita el acceso a putas y delincuentes. Según el autor, el trompetista era esencialmente un pedazo de pan, tan bonachón que cuesta imaginar que pudiera salir adelante en ciudad tan maléfica.
La cara amable del vudú
Siguiendo a los indagadores, descubrimos la realidad de muchos de los mitos de Nueva Orleans. Por ejemplo, las voodouinnes. Las hechiceras podían “adivinar” el futuro: si quedaban con alguna señora de la alta sociedad, procuraban hablar con alguna de sus criadas, para enterarse de sus preocupaciones. En general, su clientela era más modesta: funcionaban como curanderas, gracias a su conocimiento de las hierbas medicinales. Y eran la solución de último recurso para embarazos no deseados o abortos mal rematados.
El libro también nos ilustra en cuestiones de drogas. Se consume marihuana y babania (heroína); uno de los personajes secundarios responde al evocativo nombre de Cocaine Buddy. Y no falta, no podía faltar, el fumadero de opio, situado en la trastienda de una lavandería china. Allí acude, mecachis, el periodista de la novela. Se nos explica el procedimiento ancestral y el hombre advierte la llegada de un rasgo de modernidad:
“Reparó en la música, flautas chinas e instrumentos de cuerda de nombre desconocido tocaban unos acordes inciertos, vacíos. Antes nunca había oído música en la lavandería; paseó la vista alrededor y vio un gramófono en un rincón; casi caída junto a él una chica china con el vestido tradicional y el pelo cubriéndole la cara mientras se mecía con la música”.
Momentos tan visuales hacen pensar que el sueño húmedo de Ray Celestin es ver Jazz para el Asesino del Hacha convertida en serie de HBO o Netflix. Puede que funcionara: tiene una rica galería de héroes problemáticos y villanos sin redención posible.
Trapos sucios
Vamos a expresarlo finamente: se revelan detalles que nunca formaran parte de los folletos de la Oficina de Turismo de la ciudad. Primero, se explica cómo se reclutaba a las niñas que servían de delicatesen en los prostíbulos, como explicaba el cineasta Louis Malle en Pretty Baby (1978). Había cierto glamour en el oficio de proxeneta –el jazzman Jelly Roll Morton alardeaba de haberlo ejercido–, pero aquí se nos retrata un mundo sórdido, donde mujeres de escasa educación eran explotadas.
Segundo, a pesar de algunos toques de tolerancia, la historia racial de Nueva Orleans es tan miserable como la de otras zonas sureñas de infausta memoria. Quizás incluso más refinada en su maldad, por las sucesivas oleadas de población –franceses, ingleses, haitianos, acadianos, cubanos, italianos, alemanes– con sus variadas pretensiones sobre la ciudad; se desarrolló una obsesión por clasificar el mestizaje.
El sistema de castas, que permitía a un blanco pobre sentirse superior a un mestizo próspero, está detrás del crimen horripilante que –con la lógica estadounidense del derecho a la venganza– explicaría las actividades del Asesino del Hacha. Y no digo más, para evitar el Efecto Spoiler.
Ray Celestin. Jazz para el asesino del hacha.
Traducción: Mariano Antolín Rato.
Alianza Editorial, Madrid, 2016.
En 1919, cuando transcurre Jazz para el Asesino del Hacha, los músicos de Nueva Orleáns todavía no han adquirido velocidad de crucero. Los grandes solistas están pluriempleados: lo mismo tocan en un funeral que en una función para la alta sociedad criolla. Pero vamos a fantasear que ya están caracoleando los espermatozoides de un futuro radiante.
ORIGINAL DIXIELAND JASS BAND
Livery Stable Blues (1917)
Primer disco de jazz (aunque estos cinco blancos de Nueva Orleans lo escribieran diferente) de la historia. Otros instrumentistas tuvieron la oportunidad pero se echaron atrás: temían que les “robaran su música”.
KID ORY
Ory’s creole trombone (1922)
La primera agrupación de músicos negros de Nueva Orleans en grabar, con un sonido ragtime que no hubiera sorprendido a los personajes del libro de Ray Celestin.
CHAMPION JACK DUPREE
Junker’s blues (1940)
Orgulloso himno de los yonquis de la ciudad que tardó décadas en ser grabado. Con la promiscuidad habitual, derivaría en Junco partner, Tipitina o Iko iko.
LOUIS ARMSTRONG AND HIS ORCHESTRA
Mahoganny Hall stomp (1929)
Dedicado al Mahoganny Hall, el más celebrado burdel de Storyville: 40 pupilas a las órdenes de la madame Lulu White. Todas las comodidades, incluyendo agua fría y caliente.
SIDNEY BECHET
Wild cat blues (1923)
El estreno de Bechet, tocando una pieza de Fats Waller. A las órdenes de Clarence Williams pero su vibrante saxo soprano se impone sobre el ritmo machacón de los Blue Five.
LONNIE JOHNSON
Racketeers blues (1932)
El padre de la guitarra de jazz también cantó piezas como esta, donde lamenta que un hombre honrado tenga que estar esquivando a los gánsteres que buscan su dinero.
JOHNNY DODDS AND THE NEW ORLEANS WANDERERS
Perdido Street blues (1926)
Si la trompeta era el instrumento rey en Nueva Orleans, el siguiente podía ser el clarinete. Sin malos rollos: la banda de Armstrong acompaña aquí a Johnny Dodds.
JELLY ROLL MORTON AND HIS RED HOT PEPPERS
Each day (1930)
Todo lo grabado por el bocazas de Morton merece paladearse. Esta pieza tiene el morbo añadido de que fue reciclada por Bob Dylan para su Duquesne whistle (2012)
THE BOSWELL SISTERS
Shout, sister, shout (1931)
Tres hermanas blancas que crecieron con el jazz y experimentaron con sus voces. Grabaron también Rock and roll, que nada tiene que ver con lo que estás pensando.
NINA SIMONE
The house of the rising sun (1967)
Balada folk inglesa naturalizada en EEUU como lamento de las prostitutas de Nueva Orleans. Nina la grabó en plan agonizante o con rabia; esta versión se queda en el medio.
El asesino que amaba el jazz
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