Un precoz ‘poetiso’
El mediano de la saga de los Panero nace en Madrid en el mes de junio de 1948, hijo del poeta Leopoldo Panero y Felicidad Blanc. Su madre cuenta, en sus memorias, Espejo de sombras (1977), que comenzó a trascribir los raptos poéticos del precoz Leopoldo María cuando apenas tenía tres años; el niño se autodenomina “poetiso”. Unido a sus innatas condiciones para la lírica, su madre confiesa la rebeldía del pequeño: “Leopoldo María comienza a andar; es un niño de aspecto más endeble y frágil que Juan Luis, pero de una terquedad que vencerá a su padre desde que comienza a dar sus primeros pasos. Su primer acto de rebeldía sucede en ese verano. Intento ponerle un mono azul que no le gusta nada. Se quita la hombrera una vez. Se la vuelvo a poner. Inútil. Su padre se acerca y sin decirle una palabra se la sube de nuevo. El niño le mira fijamente y se la baja. Le da una bofetada. No llora. Ni unos azotes ni nada podrán vencerlo. Mi marido confiesa sorprendido su derrota”.

Foto de familia, con Felicidad Blanc y sus tres hijos: Juan Luis, Leopoldo María y Michi; casa en Astorga de los Panero.
Sus inspiraciones y rebeldías comienzan a preocupar a sus padres, mientras que el pequeño insiste en ser matriculado en el colegio de mayores, donde aprende a leer “y otras cosas”, rápidamente. Benito Fernández cuenta, en El contorno del abismo, que fue gracias a la mediación de Dámaso Alonso, “que está loco con este niño”, que fue inscrito en el prestigioso Liceo Italiano, donde acabará la educación primaria con notables calificaciones. Estudia piano y continúa escribiendo versos. Leopoldo Panero, su padre, muere cuando el talentoso poeta en ciernes tiene catorce años, edad en la que “enciende sus primeros cigarrillos y saborea los tragos iniciales”. La familia sufre un revés económico (tal y como cuenta Leopoldo María en la película El desencanto, 1976), y el jovencito comienza a perpetrar una serie de “fechorías” y “escándalos” en el Liceo. Junto a Joaquín Araújo, participa de las Tertulias Literarias del Colegio Decroly, que cuajan las desmedidas aficiones literarias del quinceañero. Sus notas comienzan a empeorar y contacta con miembros del Partido Comunista apenas cumplidos los dieciséis.

Cartel de El desencanto, de Jaime Chavarri, y una imagen de Leopoldo María de joven en el documental.
Acabado el bachillerato, se matricula en Filosofía y Letras. En ese clima universitario aumenta su militancia política hasta que es detenido “tratando de escapar de la persecución policial; al grito de ‘por aquí, por aquí’, condujo a los manifestantes al único callejón sin salida que hay en la calle Bravo Murillo”.
Así se fundó Carnaby Street

Leopoldo María Panero, joven poeta retratado por Cèsar Malet.
A partir de entonces su fiebre literaria aumenta al ritmo que lo hacen su consumo de alcohol y su excéntrica personalidad. Leopoldo es detenido en varias ocasiones por correrías políticas y coquetea con “drogas blandas”. Pasa temporadas en Barcelona, donde se relaciona con Pere Gimferrer, quien no fumaba pero “le ponía hachís en el té” durante sus conversaciones literarias en casa de Ana María Moix, de quien se enamora el poeta y por quien incurrirá en un discreto intento de quitarse la vida al ingerir dos cajas de Somatarax. Leopoldo ingresa en el que será el primero de una larga lista de psiquiátricos. Comienza a fumar hachís (con filtros de cartón) y sus borracheras son memorables.
En 1968 publica su primera plaquette, Por el camino de Swann (1968), que le dedica a la Moixeta. Con apenas veinte años vuelve a intentar quitarse la vida, esta vez mediante la ingesta de Valium, y vuelve a ser internado en Barcelona. Felicidad Blanc, a la que Leopoldo a menudo desprecia, se presenta en el frenopático y su hijo le pide marihuana, sustancia que a su madre “le suena a chino”. El episodio lo recogió Jaime Chávarri en su mítica película documental. Sus familiares le comunican a su madre que “lo peor no es el intento de suicidio, lo peor es que se droga”. Trasladan al poeta al más confortable sanatorio de Pedralbes, donde recibe los primeros electrochoques. Leopoldo comienza a fumar marihuana en la propia clínica para combatir sus estados depresivos y encontrar el sosiego propicio para crear y escribir, y se la ofrece a otros pacientes, por lo que la dirección decide expulsarlo y es trasladado a otro centro psiquiátrico.
Leopoldo termina el original de Así se fundó Carnaby Street (1970), título que le sugirió su amigo Ignacio Prat, mientras es sometido a un tratamiento con insulina para moderar su psicosis. De vuelta a Madrid conoce a Eduardo Haro Ibars, junto a quien le detiene la Brigada de Estupefacientes al encontrarle unos cigarrillos de hachís. Vicente Aleixandre se ofrece para testificar a su favor y poder sacarle de la Dirección General de Seguridad, pero le aplican la Ley de Vagos y Maleantes, y acaba en la cárcel de Carabanchel en compañía de su nuevo amigo y futuro amante, Eduardo Haro. De allí, al penal de Zamora con escala en el de Valladolid.

En el cementerio de Astorga en El desencanto.
Leopoldo pasa unos meses de lectura intensa en la cárcel, donde tiene sus primeras experiencias homosexuales. El poeta consume Tegretol y Meleril para amortiguar sus brotes psicóticos, lo que no impide que intente ahorcarse en su celda. En el presidio, ante la falta de abastecimiento, se colocan con disolvente y eran conocidos como la “banda del trapito”. Tras cuatro meses sale de la cárcel y evita ir al servicio militar al encontrarle una lesión epiléptica producida por la insulina con la que había sido tratado. En 1970, Castellet le incluye en la antología Nueve novísimos poetas españoles.
Un ‘tripper militante’

Desnudo en un posado para la revista Macho (1981).
En junio de 1969 viaja a Tánger para visitar a Eduardo Haro Ibars, donde tomaron unos ácidos California Sunshine que rompen la precaria cordura del poeta, que sufre un “episodio de delirio agudo”. A partir de entonces, Leopoldo María se convierte en uno de los primeros psiconautas nacionales. Junto a su novia de entonces tomaba dos ácidos al día, “hasta que ella acabó enamorándose del camello y se cortó el suministro”.
En junio de 1969 viaja a Tánger para visitar a Eduardo Haro Ibars, donde tomaron unos ácidos California Sunshine que rompen la precaria cordura del poeta, que sufre un “episodio de delirio agudo”. A partir de entonces, Leopoldo María se convierte en uno de los primeros psiconautas nacionales, como recoge Juan Carlos Usó en Spanish Trip (2001 y reedición digital 2021), su imprescindible historia de la lisergia en España. Leopoldo devora todos los tripis que caen en sus manos y, según su biógrafo, Benito Fernández, se convierte en un “tripper militante”. Junto a su novia de entonces tomaba dos ácidos al día, “hasta que ella acabó enamorándose del camello y se cortó el suministro”. Entonces el poeta sustituyó el ácido lisérgico “por calmantes y barbitúricos para dormir”.
Su fama de tripero le valió para ser detenido a causa de una fiesta de ácidos que tuvo lugar en el municipio de La Navata, en la que ni siquiera estuvo, y que dio con sus huesos en el psiquiátrico penitenciario de Carabanchel. En la entrevista del 2003 que le realizó David Benedicte, al ser preguntado por su primer viaje de LSD, declaró: “Estuve un mes tomando ácido todos los días”. En el documental Locos (1997), de Yolanda Mazkiaran, declara que el ácido depende de cómo se tome: “Si te tomas un triple ácido con el camarero y con un pimiento, ¡flipas!”, aunque remata que para el psiquiátrico prefiere la heroína.

Leopoldo María Panero leyendo uno de sus poemas en la película Después de tantos años.
El LSD se incorpora a su universo personal, algo que se trasluce en su obra. En el cortometraje de Elba Martínez, Merienda de negros (2003), un Leopoldo María más deteriorado y en clave psicopoética declara: “Llevo veinte años en un tripi etarra permanente, en plan ruleta rusa”. En su poemario Mi lengua mata (2008) escribe los versos: “Porque el mundo es solo una sombra en el ácido del grito / Oh, tú, LSD, espíritu del grito”. En Conjuros contra la vida (2008), a modo de poética, declara: “Hoy, el sol me quema los ojos, y me penetra, como cuando me enamoré en viaje de ácido de otro chulo, llamado Luis Ripoll: fueron él y las drogas los que me volvieron loco”. En su libro Tragos (2009), donde el alcohol, que tantos problemas le causó a él y su familia –su padre y hermanos fueron contumaces bebedores–, tiene su protagonismo, Leopoldo escribe: “En cualquier caso, prefiero el ácido al alcohol. El LSD es más puro, más limpio”. Túa Blesa, en la introducción del libro póstumo, Los papeles de Ibiza 35 (2018), considera que quizá, cuando Leopoldo María Panero se refiere a “los caramelitos” en la película El desencanto, se refiera al LSD, “y eso era una gloria”, remata el poeta. Sabemos que pasó una temporada como dealer por una carta que le remite su hermano Michi al psiquiátrico: “Ya sé por ma que traficabas con caramelitos. Vaya, quién me lo iba a decir”.

Leopoldo María Panero paseando y fumando en el manicomio de Mondragón (captado por Ricardo Franco en Después de tantos años).
Dentro de los “papeles” de Ibiza 35, se encontraron unos folios titulados “II-Diario del ácido, o el hallazgo histórico del espejo”. Ese II, del encabezamiento, insinúa que fuera una parte de un ensayo más extenso que no llegó a concretarse. Tanto en este texto como en otros muchos, como en el titulado “In vino veritas, o la alucinación colectiva. Incitación a una revolución desesperada”, el escritor hace una reivindicación del alcohol y las drogas como forma de liberar al individuo. Por si quedara alguna duda, firmará un artículo titulado “A favor de las drogas” en el diario vasco Egin.
Esquizofrenia intoxicada

Leopoldo María Panero tumbado en Las Palmas de Gran Canaria, en cuyo psiquiátrico pasó sus últimos años.
Tras haber sido sometido a electrochoques y múltiples tratamientos psiquiátricos (insulina, Meleril, Tegretol, Somatarax, Valium, Largactil, Haloperidol, Sosegón, Leponex...) y haber fumado tabaco rubio o negro (“me fumo nueve paquetes al día”, le confesó a David Benedicte), hachís, marihuana; haber bebido alcohol como un dipsómano (vino, cerveza, ron, vodka, ginebra, whisky sin hacerle ascos a las sobras de cualquier vaso que encontrara) y consumir Colme para evitarlo, también consumió opio, morfina, láudano, cocaína y anfetaminas. A la heroína llegó a dedicarle un poemario entero titulado Heroína y otros poemas (1992).
Era una persona predispuesta a la enfermedad mental por los antecedentes familiares: un tío de su madre se suicidó, un hermano de su abuelo padecía esquizofrenia y su tía Eloísa fue esquizofrénica desde que tuvo diecisiete años. Con todo, su enorme talento le permitió realizar una obra sólida y coherente. Joaquín Ruano, otro especialista en el novísimo, trazó las líneas maestras que las drogas tienen en la obra de Leopoldo María en su artículo “El vampiro del desencanto” (2015). En el libro Leopoldo María Panero: locura familiar (2018), el psiquiatra Enrique González Duro, que trató al poeta en ocasiones, afirma: “A veces llegó a tomar treinta y un comprimidos diarios”, por lo que cuando afirmaba que se le envenenaba “no mentía”, ya que “el abuso continuado y creciente de psicofármacos los convierte, con el tiempo, en verdaderos venenos o tóxicos cerebrales que trasforman las sinapsis neuronales, con malas consecuencias para el futuro de los enfermos”.
Un personaje de novela

El contorno del abismo, biografía de Leopoldo María Panero de J. Benito Fernández, y otros libros del poeta más maldito de las letras españolas.
Aparte de los tres volúmenes de su poesía completa publicados por Visor, Leopoldo María Panero también firmó artículos, cuentos, guiones y conferencias. Escribió catorce libros de poesía en coautoría (uno de ellos escrito al alimón con la hetaira Alicia Ruiz), y también destacó como traductor de enorme radicalidad, por lo que su labor fue muy discutida: “Corrijo más que traduzco”. Para el poeta la traducción “era imposible”, y no dudaba en sentenciar: “Hasta hoy ha sido considerada una labor anónima y humilde”, mientras que él apostó por “una operación literaria, creadora”. Fue un voraz lector, algo que le supuso un enorme bagaje cultural con el que trufó sus versos de alusiones y citas. Su vida y su obra, sin parangón en lengua castellana, le convirtieron en un personaje popular. El director de cine Ricardo Franco rodó Después de tantos años en 1994, una suerte de continuación de la película de Jaime Chávarri.

En el cementerio de Astorga en Después de tantos años.
Por internet circulan multitud de entrevistas, vídeos y cortometrajes sobre el novísimo poeta. Sus versos han sido musicados, entre otros, por Luis y Santiago Auserón, Bunbury y Carlos Ann, y su aura de personaje maldito, incluida en novelas como Lady Pepa (1988), de Jesús Ferrero; Lejos de Veracruz (1995), de Enrique Vila-Matas; El premio (1996), de Vázquez Montalbán, y Los detectives salvajes (1998), de Roberto Bolaño. Su presencia de ficción en la novela 2666 (2004), del escritor chileno, llevó al profesor John Burns, de la Rockford University, a dedicarle un estudio monográfico.
Leopoldo María Panero fue un sablista proverbial: robó, se prostituyó, fue jugador y vendió hachís. Le pedía a su madre que se lo guardara en casa y le enviaba a comprarlo si se le acababa. Bajo los efectos del alcohol, pegó palizas y le pegaron (tras usar los servicios de un chapero sin tener dinero, quien le rompió la mandíbula), actitudes, sin duda, de un iconoclasta. Dentro de esa personalidad podría englobarse su posado en cueros para la revista Macho en 1981. Detrás de su vasta cultura se escondía la ternura de niño herido que se asoma en su mundo poético, trufado de referencias infantiles como el Peter Pan de James Barrie. Benito Fernández, en su artículo “Malditos no, gracias”, confirma que aquella aura le convertía en un personaje irresistible, pero inaguantable. En marzo del 2014 moría solo en un psiquiátrico de Las Palmas de Gran Canaria.