‘Polvo de nariz’ de contrabando
Sucede en la cárcel, en donde han ido a dar sus huesos tras ser detenido en una protesta obrera a la que asistía por casualidad. Y una vez allí, igualmente sin comerlo ni beberlo (si acaso esnifarlo), acabará por sofocar un motín. La escena transcurre más o menos como sigue: primero conoce a su iracundo compañero de celda, y justo antes de que este lo estrangule suena la campana y todos los reos marchan en formación al comedor. Charlot toma asiento entre el mentado compañero y otro sujeto enjuto y malcarado, claramente sospechoso. Apenas comienzan a darle cucharadas al rancho cuando un par de sabuesos escudriñan desde la puerta. Se intercala el intertítulo: “Buscando ‘polvo de nariz’ de contrabando”. Trávelin de reconocimiento, iris shot enmarcando al sospechoso y este, taimado, que agarra el salero con disimulo, lo vacía y vuelca ahí todo el polvo blanco que llevaba en un paquete. Entonces, el ingenuo personaje interpretado por Charles Chaplin se hace con el bártulo y condimenta la bazofia de su bandeja con tanta plétora que se le queda el bigote blanco… Y al poco, claro, llegan los tics nerviosos, los aspavientos, los ojos como platos, las cucharadas que van a parar a la oreja y todo el despliegue de eufórica hilaridad charlotesca que lo lleva a frustrar la fuga de unos amotinados y ser liberado como premio; aunque contra su voluntad, pues prefiere la vida en prisión a volver a la fábrica.

Michael y Charlie Chaplin en su casa de Suiza, hacia 1957.
Tiempos modernos, de 1936, contiene la que es probablemente la primera representación audiovisual del consumo de cocaína –al margen de títulos de explotación de bajo presupuesto como The Pace That Kills (Norton S. Parker, 1928) o su refrito, The Cocaine Fiends (William A. O’Connor, 1935), que circularon por barracas de feria y salas independientes– en la ya larga historia del cine comercial, anticipándose más de medio siglo a Uno de los nuestros (Martin Scorsese, 1990), Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994), Perdita Durango (Álex de la Iglesia, 1997), Airbag (Juanma Bajo Ulloa, 1997) o Miedo y asco en Las Vegas (Terry Gilliam, 1998), por poner sólo algunos ejemplos de empolvado nasal al por mayor en la gran pantalla.
Ciertamente, no es por eso que Tiempos modernos es recordada, sino por ser una película de transición entre el cine mudo y el sonoro, amén de la evidente lectura social que contribuiría a que el primer gran icono de Hollywood fuese señalado por el dedo acusador del mccarthismo, forzándolo a abandonar los Estados Unidos en 1952 para exiliarse junto a su familia en la Manoir de Ban, la mansión solariega en Suiza donde residió hasta su muerte. De hecho, más allá del gag arriba descrito, el apellido Chaplin no tendrá ningún vínculo con las drogas hasta muchos años después, cuando lo haga precedido del nombre de uno de los vástagos del cineasta: Michael Chaplin (Santa Mónica, 1946), el primer varón de cuantos Charles Chaplin engendró con Oona O'Neill, su cuarta y última esposa. Pero antes de ocuparnos de este asunto, permítanme que me detenga en uno de sus filmes más controvertidos: Un rey en Nueva York (1957), la producción inglesa en la que Michael fue presentado en sociedad como actor de nueve años sorprendentemente maduro.

Michael Chaplin en los estudios Paramount durante el rodaje de Promise Her Anything (Arthur Hiller) en 1965.
"Charles Hamblett y Tom Merrin le sugirieron la escritura y edición de sus memorias cannábicas, sugerencia que se materializó con la publicación en 1966 del libro I Couldn’t Smoke The Grass On My Father’s Lawn"
Rupert Macabee, el personaje al que da vida, es un niño ácrata, historiador y redactor jefe del periódico escolar, que está leyendo a Karl Marx cuando recibe la visita del personaje interpretado por su señor padre, el destronado rey Igor Shahdov, quien desea instaurar una especie de utopía nuclear, pero, al llegar a América, ha quedado atrapado en el zafio mundo de la publicidad. El chico procederá a humillar dialécticamente al rey-padre, aunque más tarde se escapará del colegio cuando pretendan interrogarlo sobre la filiación comunista de sus padres y buscará refugio en Shahdov. Estas escenas son una evidente sátira de la “caza de brujas” del Comité de Actividades Antiamericanas, el espionaje nuclear, la paranoia anticomunista y una condena del abuso de poder en la política norteamericana; pero también, acaso de forma más accidental, pueden ser leídas como una translación al celuloide del mito freudiano de la muerte del padre, los estilos tradicionales de crianza y los conflictos paternofiliales; e incluso, con algo más de voluntad, ser interpretada como un anticipo del conflicto intergeneracional que muy pronto traería consigo la Generación Beat, la contracultura y las culturas parentales de las que procede. No en vano el término beatnik fue acuñado por Herb Caen, un periodista del San Francisco Chronicle, contrayendo las palabras beat y Sputnik para sugerir la condición antiestadounidense y comunista del movimiento. Y más teniendo en cuenta que Michael Chaplin, tras cumplir los dieciséis y para escapar del peso de su apellido y hacerse con una identidad propia, acabará vagando por las calles, caffs y clubs de jazz del Soho londinense, convirtiéndose en la más mediática encarnación de aquel estereotipo juvenil reconocible por el pelo largo, los raídos jerséis de lana con sandalias, una actitud proclive a la holgazanería y alternar el be-bop con las drogas, la promiscuidad sexual, el vagabundeo dhármico, la poesía descarnada y las lecturas de Jean-Paul Sartre.
Charlot II: un niño problema

Michael Chaplin y April Wilding se toman un descanso en una calle londinense cerca de Hempstead Heath en 1965.
A poco que uno rebusque en hemerotecas digitales españolas combinando la entrada “Michael Chaplin” con “beatnik” se dará cuenta, de un lado, del inusitado interés que a mediados se los 60 el hijo de Charlot despertó en nuestro país, y, de otro, de cómo su figura se convirtió en sinónimo de esta exótica y peligrosa cultura juvenil, con una larga nómina de noticias en tabloides empeñados en presentar al vástago del gran cineasta como el miembro más réprobo, desaliñado, holgazán y drogota del clan Chaplin. (Cabe señalar que muchas de estas noticias eran compradas a granel a agencias internacionales, en muchos casos vinculadas con los intereses del Departamento de Estado estadounidense). En realidad, tras la promoción de Un rey en Nueva York, Michael se había mantenido en total anonimato hasta que en abril de 1964, muy a su pesar, acaparó los titulares de los periódicos de medio mundo. Recordemos que hacía un par de años que se había escapado a Londres, primero buscando refugio en casa de un amigo de su hermana Geraldine y después en casa de Janet Hill, una bailarina, también amiga de su hermana, unos años mayor que él y con quien tuvo una relación más bien platónica. La cosa es que, una noche, Michael asistió a una fiesta con Jimmy Benton, el hijo de un pianista de jazz de quien se había hecho amigo, y la novia de este, una chica de quince años llamada Samantha. La noche anterior alguien le había contado que en las fuentes de Marble Arch los turistas lanzan monedas pidiendo deseos… Y allí que se fueron de pesca los tres colegas hasta ser detenidos por una pareja de bobbies con un botín de “123 peniques, 24 medios peniques, un franco francés, una pieza de dos centavos belga y un centavo USA”. Pueden imaginar el escándalo cuando en el juicio se supo que aquel tirado era hijo del archimillonario Charles Chaplin…
Lo siguiente debe leerse visualizando el tropo de una concatenación de “periódicos giratorios” y un joven con boina gritando “¡Extra, extra, léanlo todo sobre el chico Chaplin!”:
- Pueblo, 15 de enero de 1965: “Charlot II: un niño problema”. “Michael Chaplin, de 18 años, anuncia en Barcelona que desea casarse con la ‘actriz, poetisa y novelista británica’ Patricia Jones, de 25 años de edad”.
- 7 Fechas, 13 de abril de 1965: “Michael Chaplin vive en Londres de la caridad pública”. “Hijo del famoso Charlie, está viviendo en Londres acogido a la asistencia pública para los sin trabajo. El asunto ha llegado a los Comunes, y ha habido diputado protestón que mostró su disconformidad ante el hecho de que la Asistencia dé de comer al hijo de un millonario”.
- Garbo, 29 de mayo 1965: “El desheredado se ha cortado el pelo”. “Michael Chaplin tiene ya un contrato como cantante y otro para rodar un film”.
- 7 Fechas, 6 de julio de 1965: “Chaplin (hijo) bosteza de hambre, mientras Chaplin (padre) es millonario”. “El hijo de Charlot, ese estrafalario mozo que peina larguísima melena y organiza notables escándalos, acaba de debutar como cantante en la TV francesa. Quince millones de telespectadores le vieron y oyeron interpretar, sin demasiado entusiasmo por su parte, unas cuantas melodías ante las cámaras”.
- Pueblo, 22 de abril de 1966: “Sol y sombra de los Chaplin”. “‘Ya no soy un beatnik. Cuando abandoné mi casa, hace tres años, estaba imbuido de ideas avanzadas. Pero ahora ya no significan nada para mí’. Estas palabras, pronunciadas por Michael, el ‘garbanzo negro’ de la familia Chaplin, indican un cambio de mentalidad en este joven rebelde y decidido, que abandonó el confort y la tranquilidad del hogar familiar, en Suiza, porque estaba expuesto a un ‘asesinato calculado’ de su carácter”.

Edición danesa del single “I Am What I Am” (Decca, 1965).
Al final, toda esta exposición mediática y la proyección de los aspectos más carnavalescos de la cultura beatnik en su persona acabaron jugando en beneficio suyo. Arthur Hiller –el director de La familia Addams (1964) y Penélope (1966), posiblemente el filme que dio nombre a la discoteca benidormense– le ofreció un anecdótico papel, interpretándose a sí mismo, en su nueva película Promise Her Anything (1965), protagonizada por Warren Beatty y Leslie Caron, pero en la que, sin embargo, Michael y su corte de pelo se convirtieron en el principal reclamo publicitario. Por otra parte, Decca Records le brindó el mismo año un contrato discográfico para grabar un inefable sencillo que contenía las canciones “I Am What I Am”, en una cara, y “Restless”, en la otra, ambos temas compuestos por la compañía explotando su historia sin el menor rubor.
Y por último, y lo más interesante para el tema que nos ocupa, los avispados ghostwriters Charles Hamblett y Tom Merrin le sugirieron la escritura y edición de sus memorias cannábicas, sugerencia que se materializó con la publicación en 1966 del sugerente libro I Couldn’t Smoke The Grass On My Father’s Lawn.
Fumar al padre

Michael Chaplin fumando hierba sobre las vías del tren en 1964.
Como no podía ser de otro modo, el libro haría correr ríos de tinta desde mucho antes de entrar en imprenta. Charles Chaplin intentó evitar judicialmente que las memorias de su hijo vieran la luz, y llegó un momento en que el propio Michael, consciente de que no lograrían hilvanar su historia sin romper definitivamente todo vínculo con su familia, intentó echarse atrás presentando igualmente un pleito contra los editores. Sin embargo, la justicia dictaminó que era tarde para revocar un contrato vinculante, aunque el joven Chaplin tendría la oportunidad de revisar el texto y limar algunas declaraciones presumiblemente escandalosas. Pero consecuencia de todo aquel proceso legal fue que trascendiera el hecho de que el libro no era obra suya, sino que detrás estaba la pluma veterana de dos autores. “Ahora bien”, se garantiza al lector en la introducción, “este prólogo y el epílogo son producto genuino de Michael Chaplin…”. (Charles Hamblett, por cierto, uno de los dos negros literarios, además de contar con algún libro sobre los Beatles y Marilyn Monroe, era el autor de Generation X (1964), una suerte de ensayo que recoge –tomando prestado el título de Robert Capa, el mismo que adoptará a su vez Billy Idol para bautizar a su banda de punk, y todo mucho antes de que Douglas Coupland popularice el término con su novela homónima en los 90– el testimonio de jóvenes pertenecientes a las incipientes subculturas nacidas en la Inglaterra de posguerra: mods y rockers mostrando “lo que realmente sienten sobre las drogas, la bebida, Dios, el sexo, la clase, el color y las patadas”.)
Sin duda existe una edición original británica, pero el ejemplar que desde hace algún tiempo atesora orgullosamente el bibliomaníaco y criador de pececillos de plata que firma este artículo pertenece a la colección neoyorquina Ballantine Mod Books, y lleva por subtítulo “Pot, girls and swingers in London’s Utra-Mod set”. (Otros títulos de la colección son la autobiografía de Mary Quant, la adaptación novelada de The Leather Boys, una película de 1964 sobre bandas de moteros gays londinenses, libros ignotos de kitchen sink realism y cosas así.) Prueba del interés que Michael Chaplin despertó en nuestro país es la precipitada traducción de Rosalía Vázquez al español, el mismo año del original, editada por Plaza & Janés e intitulada No pude fumar “hierba” en el jardín de mi padre. En ambos casos, el libro viene ilustrado con multitud de fotos tanto familiares como, sobretodo, del Michael beatnik en los meses inmediatamente anteriores a la publicación, muchas de ellas ya difundidas en prensa.

Ejemplar de I Couldn’t Smoke The Grass On My Father’s Lawn (Michael Chaplin. Ballantine Books, NY, 1966) del articulista.
"Desde allí nos habla de sus fumadas a lo Cheech y Chong, de viajes salvajes bajo los efectos de los porros, del LSD y la heroína –que él no llega a probar, dice– junto a sus amigos Red y Jippo"
En la warholiana foto de portada aparece Michael preceptivamente apalancado en la hierba, con un buen spliff entre los dedos. Con todo, debo advertir al lectorado impaciente por las correrías drogotas del díscolo Chaplin que salte directamente al último tramo del libro, hasta el capítulo “Long, lovely, never lonely ride”. Las tres cuartas partes anteriores indudablemente servirán para ponernos en antecedentes sobre sus primeros años de vida, en California y luego en Suiza, lo que significó para él crecer a la sombra de un padre abrumadoramente carismático, mundialmente famoso, supuestamente divertido y posicionado a favor de los débiles, pero indefectiblemente criado en la época victoriana tardía. Un hombre “hecho a sí mismo” a base de necesidad, esfuerzo y trabajo, empeñado en darle a su hijo la educación formal que él no pudo tener, aun cuando el chico parece crecer con una congénita tendencia a la reclusión fantasiosa, el fracaso escolar, la molicie prematura, el escapismo y un incipiente gusto por las mujeres mayores (inclinación adversativa a la del padre, quien siempre estuvo con mujeres más jóvenes y que conoció –bíblicamente– a su madre cuando ella contaba 17 y él 53 años).
Y ya en la recta final, como decía, llega la escapada a Londres en donde Michael busca una personalidad propia entre los mugrientos cafés del Soho, cuando este barrio era sinónimo de sordidez, batiburrillo racial, artistas hambrientos, camellos, jazz sincopado y escritores airados en ciernes. Desde allí nos habla de sus fumadas a lo Cheech y Chong, de viajes salvajes bajo los efectos de los porros, del LSD y la heroína –que él no llega a probar, dice– junto a sus amigos Red y Jippo. También de bajones cuando está enfermo y sin dinero, de terapia psicoanalítica costeada por un amigo suyo, de interpretaciones en la Real Academia de Arte Dramático estimuladas por grandes dosis de jarabe para la tos, de su huida de las hordas de periodistas para intentar casarse primero en Cataluña y luego en Escocia, y de su austera vida en una casa de vecindad en Hampstead junto a su esposa Patrice, donde engendran a su primer hijo, cerrando así un círculo o permitiendo que la rueda de la vida no deje nunca de girar.
Sangre gitana, corazón ambulante

Michael Chaplin sujeta a Dolores, su primera hija con Patricia Betaudier, 1976. Cartel de Chaplin. Espíritu gitano (Carmen Chaplin, 2024), el documental que indaga, a través de Michael, los orígenes gitanos de su padre.
Léase lo que viene a continuación como el final de una película basada en hechos reales, cuando el director usa el recurso de congelar la imagen para narrar en breves títulos el devenir de la vida del interfecto tras los hechos narrados, como en Falso culpable (Alfred Hitchcock, 1956):
La Guerra Fría entre padre e hijo, al menos en parte y según la prensa del momento, comenzó a templarse en la primavera de 1966. Michael Chaplin se arregló el pelo y la barba, renegó de la cultura beatnik y entró a trabajar en una compañía londinense de publicidad (ver Pueblo, Año XXVII Nº 8.286, página 32) Poco después, aunque el joven manifestó que “el conflicto entre ambos era permanente e irreconciliable”, Charles lo puso a trabajar de ayudante de producción en una de sus últimas películas, seguramente La condesa de Hong Kong (1967).

La artista Patricia Betaudier, segunda esposa de Michael, con Dolores, primera hija de ambos.
Tras unos años con Patricia Jones, Michael se casó en segundas nupcias con otra Patricia: la artista Patricia Betaudier, hija de un pintor de Trinidad y Tobago. Junto a ella llevó una vida nómada por Inglaterra, Irlanda, Marruecos y España (Sevilla y Málaga), antes de echar raíces en una granja en el sur de Francia donde crio a las arrebatadoramente bellas y talentosas Dolores y Carmen Chaplin, amén de algunas cabras para abastecer a la familia de leche y queso; mientras Patricia pintaba, cuidaba el huerto y de sus hijas en casa. Charles Chaplin, padre de Michael y abuelo de Dolores y Carmen, murió en 1977. Oona O'Neill, en 1991.
Recientemente, Michael ha publicado una novela: A Fallen God (The Book Guild, 2024), una revisión moderna de Tristán e Isolda que le ha costado veinte años escribir.
Y finalmente, tras superar una dura enfermedad, y junto a sus dos hijas, ha conseguido sacar adelante el documental Chaplin: Espíritu gitano (Carmen Chaplin, 2024). La producción, que desde diciembre circula en salas, ha contado con la ayuda de Isaki Lacuesta y Amaia Remírez para el guion, y en ella aparecen figuras como Johnny Deep, Emir Kusturika y Farruquito. El metraje explora los desconocidos orígenes romanís de Charles Chaplin a través de la mirada de su hijo, gran aficionado al flamenco.
Finalmente, Michael se ha reconciliado con su padre.