“La prensa local, incluidas algunas de las publicaciones más minoritarias y hip de la ciudad, dedicó cierta atención al autobús, pero nadie comprendió cabalmente lo que estaba sucediendo. Interpretaron únicamente que se trataba de un grupo festivo. Lo era, en efecto, pero en julio de 1964 ni siquiera el mundo hip de Nueva York estaba del todo preparado para el fenómeno de un puñado de jóvenes que cruzaba atronadoramente el continente norteamericano en un autobús pintado con abigarrados mandalas fluorescentes, dirigiendo sus cámaras de cine y sus micrófonos hacia todo lo que se pusiera a su alcance en aquel país, mientras Neal Cassady tomaba las curvas más bruscas como un súper Hud y la nación norteamericana entera iba desfilando ante el parabrisas como ante una de esas condenadas cámaras panorámicas de Cinemascope que fuerzan los nervios ópticos como la goma elástica de un aeroplano de juguete”.
El bus era un vehículo escolar que el escritor Ken Kesey, erigido en gurú de la contracultura y el LSD, había comprado, tuneado y sacado a la carretera en compañía del grupo de seguidores bautizado como los Merry Pranksters, los Alegres Bromistas; Cassady, el conductor, había sido el compañero de peripecias de Jack Kerouac, al que la publicación de En el camino (donde era rebautizado como Moriarty) convirtió en héroe de la generación beat. Y el párrafo que pone en cuestión la capacidad del periodismo convencional para aprehender el significado y la importancia del viaje es de Tom Wolfe, que le dedicó al bus y al resto de la peripecia lisérgica del autor de Alguien voló sobre el nido del cuco y su banda uno de sus reportajes más ambiciosos, un reportaje escrito con técnicas hasta entonces casi exclusivas de la literatura de ficción. Ponche de ácido lisérgico (o The Electric Kool Aid Acid-Test, en su título original), una de las cumbres de lo que el propio escritor bautizó como Nuevo Periodismo, y puede que la mayor epopeya que la literatura norteamericana haya dedicado nunca a la contracultura de los sesenta y los orígenes del movimiento hippie, cumple este verano medio siglo. A Wolfe, fallecido hace unas semanas, no le ha dado tiempo a celebrar el aniversario del libro que le convirtió en una de las estrellas más cotizadas del periodismo pop.
El periodista y el fugitivo
Wolfe, que había empezado en el modesto Springfield Union, saltó después al Washington Post y de ahí al New York Herald Tribune y a la revista Esquire, donde encontró el espacio para desplegar crónicas caracterizadas por una prosa libérrima, abigarrada y torrencial, a años luz de la sobriedad expositiva y los condicionantes a menudo funcionariales que encontraba en la prensa diaria. A mediados de los sesenta, el atildado Wolfe alternaba sus textos en Esquire, el Tribune y el suplemento semanal de este, la revista New York; ya había publicado una primera recopilación de artículos, El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron, y ahora se planteaba escribir una novela.
En el verano de 1966, llegaron a sus manos una remesa de cartas que Kesey le había escrito al también novelista Larry McMurtry desde su exilio en México, a donde se había fugado tras simular su suicidio mientras estaba en libertad bajo fianza por una acusación de posesión de marihuana. Kesey buscaba una notoriedad que le diera fuerza en su pulso a las autoridades, y Wolfe, admirador de Alguien voló sobre el nido del cuco, quedó fascinado con las cartas, unos textos repletos de humor negro que le parecieron “locos e irónicos” y que “hablaban de disfraces, paranoia, gente huyendo de la policía, fumando porros y buscando el satori en las regiones más pobres de México”.
Las puertas de la percepción
Kesey había tenido su anunciación con el LSD siendo un fornido estudiante interesado en la psicología freudiana a finales de los cincuenta. Y fue gracias al gobierno, que es quien se lo suministró por primera vez, durante unas pruebas médicas para las que se presentó como voluntario y que no eran más que una más de las innumerables ramificaciones del MK Ultra, el proyecto de control mental de la CIA, que había visto en las drogas alucinógenas una oportunidad para la manipulación de individuos, y que se decidió a financiar experimentos para explorar sus efectos, como el del Hospital de Veteranos de Menlo Park para el que se ofreció Kesey por una remuneración de setenta y cinco dólares por sesión.
Desde que descubrió esa sensación de percibirse “como una pelota de pimpón en una riada de estímulos sensoriales”, Ken Kesey se entregó a difundir la buena nueva: el LSD era la llave para acceder a un estadio superior de la conciencia y la comprensión del mundo
En poco tiempo había catado el LSD, el peyote, la psilocibina, la mescalina, las semillas del dondiego de día o el IT-290, a.k.a. “la superanfetamina”, y había descubierto un mundo nuevo. Se le habían abierto “las puertas de la percepción” de las que hablaba Aldous Huxley. Desde entonces, desde que descubrió esa indescriptible sensación de percibirse “como una pelota de pimpón en una riada de estímulos sensoriales”, en palabras de Wolfe, se entregó a una experimentación ya no reglada, a ejercer, en sus propias palabras, de “pionero” de esa nueva frontera y a difundir la buena nueva: el LSD era la llave para acceder a un estadio superior de la conciencia y la comprensión del mundo.
Kesey compró un terreno en La Honda, una zona rural de California, para convertirlo en su base de operaciones, y se instaló allí formando una comunidad con un grupo de amigos y acólitos que pronto pasó a autodenominarse Los Alegres Bromistas, en consonancia con la joie de vivre y el tono juguetón y festivo con el que abordaban su forma de vida alrededor del ácido, tan alejado de las ansias de trascendencia y el sesudo misticismo del otro gran gurú sixties del LSD, Timothy Leary.
Los beneficios de su primer libro y del segundo, A veces un gran impulso, le permitieron financiarlo todo. También la compra del autobús escolar con el que el verano de 1964 viajaron de La Honda a Nueva York, cruzando el país de costa a costa, y las llamadas “pruebas del ácido”, maratonianas sesiones abiertas de consumo grupal para sumar adeptos a la causa en espacios decorados con pinturas fluorescentes y amenizadas con música a todo trapo. El LSD aún no estaba prohibido, pero a Kesey las autoridades le echaron el ojo y lo pillaron dos veces con marihuana encima. Tras la segunda, temeroso de acabar en prisión, se fugó a México. Fue entonces cuando llamó la atención de Wolfe.