El primer porro del que fumé, un dospapeles con dos posturas de apaleao, lo compartíamos media docena de adolescentes en los aparcamientos del recinto ferial del Puerto de Santa María una noche de la primavera de 1988.
Yo contaba catorce tiernos eneros y ya me dejaban ir a la feria solo con mis amigos. Éramos tan jóvenes que, además de emborracharnos de vino fino, en aquella época todavía nos gustaba hacer un recorrido por los cacharritos: perseguirnos en los coches de choque, mirar el puerto y la bahía de Cádiz desde lo más alto de la noria y vomitarnos en el barco vikingo.
Pero aquella noche no habíamos disfrutado todos de dos caladas de aquel canuto de chocolate apaleao cuando de la oscuridad de un pasillo trasero entre casetas apareció una pareja de policías municipales. Unos tosíamos por el canguelo y otros por no saber fumar, o porque en vez de apaleao se trataba de petroleao, un hachís que además de toses te daba un terrible dolor de cabeza y sabía a gasolina porque, según decían los entendidos, había sido transportado en el depósito de una moto.
Los pitufos nos regañaron con la candidez del que se cree que está haciendo algo bueno por la sociedad. No nos registraron y ni siquiera nos pidieron los deneís. Sin embargo, quisieron los números de teléfono de nuestras casas amenazando con que podría ser que llamaran a nuestros padres. Seguro que los llamarían si nos volvían a ver por el mal camino, insistieron. Todos sabíamos que aquella no era más que una de las pocas herramientas que entonces tenían los guardias para amedrentarnos sin complicarse la vida ellos ni truncárnosla a nosotros. Papá Pitufo apuntó los números de teléfono que inventábamos sobre la marcha y nos dejaron marchar. Era el tiempo de aquellos maravillosos años de la transición modélica y Objetivo 92.
“Mejor quisiera estar muerto
que verme pa toa mi vía
en este penal del Puerto,
Puerto de Santa María”
Versos de una carcelera (toná flamenca) de Joaquín de la Oliva.
Desde chiquitito le tengo miedo a la Guardia Civil. A la Guardia Civil en particular y a las fuerzas represivas del estado, de cualquier estado, en general. En España y en los aeropuertos de cualquier latitud no puedo evitar, cuando veo a una persona uniformada, meterme las manos compulsivamente en todos los bolsillos de la ropa, y los dedos en los zapatos y calcetines, buscando algún resto olvidado de costo, alguna colilla, quizás un pegajoso plastiquillo de envolver cannabis.
Creo que ese comportamiento refleja un trauma educativo de mi niñez. Recuerdo que fue antes del BUP, en la EGB, cuando en el colegio nos llevaron de excursión al antiguo penal del Puerto. Los jesuitas también nos llevaron al cine a ver a Robert de Niro y Jeremy Irons en La misión (1986); a Grazalema para aprender de la naturaleza gaditana; a una vaquería para descubrir de dónde sale la leche; a Bolonia a ver ruinas romanas, tetas y dunas de ensueño. Pero aquella visita al antiguo penal del Puerto me dejó una huella que no se puede orvidá.
Yo todavía no había leído ni a Marx ni a Bakunin, pero había escuchado muchas historias de terror sobre torturas a presos, políticos y comunes, que habían sucedido en aquel antiguo monasterio de la Victoria, que fue presidio infame entre 1888 y 1981. Algunos políticos de renombre condenados en el penal fueron, por ejemplo, el presidente del PSOE Ramón Rubial o el presidente de la Generalitat de Cataluña Lluís Companys.
No sé qué perversa intención tenían los jesuitas al llevarnos de excursión a aquella prisión abandonada y en ruinas. Algún maestro nos había contado que se sabía que en el penal del Puerto se había practicado durante años, no muy lejanos, la tortura de la gota de agua. El tormento consistía en inmovilizar a un reo boca arriba mientras una gota de agua le caía cada cinco segundos en la frente. A las pocas horas, la piel de la frente comenzaba a arrugarse y deteriorarse, como sucede con las yemas de los dedos cuando nos damos un baño largo. Pero antes de que el agua llegase al cráneo, el preso se había vuelto majara, primero, y solía fallecer de paro cardiaco.
Recuerdo que nos dejaron campar a nuestras anchas por los pabellones, celdas y patios desangelados de la prisión mientras buscábamos aterrorizados algún lugar del que gotease agua. Pero pronto empezamos a jugar a ser el Lute. Eleuterio Sánchez se había fugado de ese penal la Nochevieja de 1970 y, por supuesto, era nuestro héroe.
La prisión se había establecido en un antiguo convento construido a principios del xvi por los duques de Medinaceli, señores feudales de la entonces villa y los putos amos de media España en aquella época, exagerando solo un poco. Porto licencia poético-andalusí.
Durante la guerra civil, ya en el siglo xx, fue campo de concentración de prisioneros de guerra republicanos. Con capacidad para mil reclusos, al final de la contienda llegó a albergar a cinco mil presos en condiciones tan horrorosas que solo en 1941 murieron casi doscientos reos de hambre o por el piojo verde (tifus exantemático).
Lo cerraron en 1981, pero para abrir en las afueras del Puerto de Santa María el complejo correccional más grande de Europa: Puerto I, Puerto II y Puerto III. El Robe, líder de Extremoduro, lo incluye en su canción “¿Dónde están mis amigos?”, junto a otros ilustres centros de acopio humano: “Carabanchel, La Modelo, Herrera de la Mancha, Cáceres Dos, Alcalá Meco, Puerto de Santa María, Santa María”.
El antiguo penal del Puerto ha sido restaurado y fue declarado, en el 2013, Lugar de la Memoria Histórica por las barbaridades que sucedieron entre sus muros durante la guerra civil y primeros años de la dictadura franquista. Desde su restauración, alberga actos culturales y oficiales, como la despedida a Rafael Alberti en 1999.
“Ella se durmió en la orilla,
tú en la cumbre de una rama”
Versos de La paloma, de Rafael Alberti
Pasé trece años, más o menos estudiando, siempre aprendiendo y jugando, desde los cinco a los dieciocho, en el jesuita Colegio San Luis Gonzaga del Puerto de Santa María. Casiná.
Sigo presumiendo de haberme educado en el mismo colegio al que asistieron Pedro Muñoz Seca, el de La venganza de Don Mendo; el nobel de literatura onubense Juan Ramón Jiménez; y el infravalorado rogelio, íntegro hasta la muerte, Rafael Alberti, poeta, dramaturgo, pintor y senador constituyente.
Me he fumado muchos porros pensando, rumiando versos de Rafael y cagándome en los Morancos de Triana por sus estúpidas imitaciones del aedo portuense. Atesoro, entre otros muchos, el recuerdo de un porro albertiano legendario de cuando murió el poeta. Regresaba a mi casa borracho, fumándome una cañita, pequeña para no pasarme y no llevarme luego dos horas tratando de controlar el mareo etílico pluscuamperfecto en la cama. De camino a casa tenía que pasar por la plaza del ayuntamiento donde todavía se puede admirar un busto de Alberti. Como el poeta acababa de morir, alrededor de la estatua se acumulaban coronas de flores funerarias llegadas de todo el mundo. En una de ellas, la orla rezaba: al compañero Rafael con el amor y agradecimiento del pueblo de Cuba y tu hermano Fidel.
Maté la cañita de una calada profunda, la tiré, la pisé y robé la orla con mi licencia poético-andalusí.
Algunos de los mejores porros que me he fumado han sido en la Arboleda Perdida.
“Quiero navegar sin prisas y que la brisa de la mar me lleve donde se cumplen los sueños”, de la bulería dedicada a El Puerto de Santa María por Manuel Carrasco
Alberti, quien fue expulsado del Colegio San Luis Gonzaga en 1916 por no adaptarse a la disciplina jesuita, escribió en 1959 sus memorias: La arboleda perdida. El Puerto de Santa María todavía conserva algunos de los pinares y dunas que Alberti consideraba su arcadia infantil. Uno de esos pinares está justo al frente del colegio. Cada cierto tiempo, en mi época de BUP y COU, hacíamos rabona y nos íbamos a fumar porros al pinar, desde el que podíamos ver las ventanas de los salones de clase sin ser vistos.
El único papel de fumar que había entonces en El Puerto era el de la libreta roja de Smoking. En ciudades más grandes, como Jerez o Cádiz, se podía encontrar el tochaco de 500 papeles de Abadie en los estancos. Comprábamos los porros allí mismo en el pinar por posturitas, triangulitos de chocolate apaleao a veinte duros (cien pesetas) que daban para un buen porro. Durante muchos años para nosotros, adolescentes de clase media urbana provinciana de los 80, solo existía el apaleao. El polen, el doble cero, el sputnik y esas formas de cannabis de calidad eran conceptos lejanos, casi míticos, para nosotros. Eso era cosa de hippies y viajeros, gente que había ido a Londres, a los Caños de Meca, o de atrevidos hermanos mayores que se bajaban al moro.
Nuestro chocolate rajaba la garganta, te dejaba las manos negras y había que tener mucho cuidado para no acabar con la ropa llena de agujeros. Yo vine a comprar mi primera bellotita de polen cuando me fui a estudiar a la Universidad de Granada en 1992. Recuerdo que mi primera bellota de polen negro y elástico, de ese que crece y crece si se sabe trabajar con el tabaco, la pagué a mil duros (5.000 pesetas). Como para mí era raro poder pagar esa cantidad mientras estaba en la Universidad, lo que me acostumbré a pillar en Granada fueron unas balitas del mismo polen chicloso a dos talegos (2.000 pesetas) que me daban para cinco o seis porros, aunque mis compañeros sacaban más porritos de la bala.
Estos días he intentado comprar sin éxito apaleao en los pinares y las plazas de El Puerto en los que en mi época era habitual encontrar grupos de jóvenes fumando porros. Ahora, los niñatos, si te los encuentras, te ofrecen a cinco euros el gramo flores de marihuana por sus nombres específicos y concretando el porcentaje de THC. En cualquier kiosko encuentras una gran variedad de marcas y tamaños de papel de liar.
“Pasa la vida igual que pasa la corriente
cuando el río busca el mar
y yo camino indiferente donde me quieran llevar.
Y pasa la gloria, pasa la gloria…”
Pasa la vida, sevillanas bluseadas de Pata Negra
Una de esas plazas de El Puerto donde uno podía encontrar apaleao por posturitas es la del castillito, como llamábamos a la Plaza Alfonso X El Sabio, donde se encuentra el Castillo de San Marcos, hospedaje del genocida Cristóbal Colón mientras preparaba su segundo viaje al Nuevo Mundo. En ese castillo, el cartógrafo Juan de la Cosa, capitán de la Santa María y quien participó en los siete primeros viajes oficiales a América, dibujó el primer mapa conocido y conservado en el que aparece el nuevo continente. En aquellos primeros viajes, los aparejos y velas de los barcos estaban fabricados de cáñamo y en la carga llevaban semillas para plantar allí, me aseguraba hace unos años Fermín, un gitano muy culto, mientras sostenía una litrona de cerveza con una mano y un porro con la otra.
Pero esta vez no he encontrado a Fermín y los niñatos me vacilaron. Las últimas veces que había venido a El Puerto, ya de turista, hace cinco, siete y diez años, los muchachos de las plazas me habían tomado por policía secreta, supongo que porque yo todavía estaba en forma y en vacaciones siempre tenía el pelo corto y vestía ropa nueva. Ahora que luzco unas largas barbas descuidadas, más tipo náufrago que hipster, los niñatos me tomaron a cachondeo, así que decidí no comprarles nada.
Me fui para el vecino pueblo de mi madre, Chipiona, donde seguro que algún familiar me podría poner en contacto con algún camello local. Me cuenta mi primo X que desde hace un par de años, desde que las fuerzas de seguridad se están cebando con incautaciones de barcas cargadas de hachís e invernaderos de marihuana en las playas y campos, respectivamente, de Chipiona, los precios han aumentado considerablemente. En la actualidad, tanto la maría como el polen están a 3,5 o 4, aunque los camellos más careros venden a 5 euros el gramo.
"Pero estos precios son por la escasez debida a las redadas. Hace dos años estaba el gramo de polen aquí –en Chipiona es que siempre se ha encontrao esto muy barato–, a euro y medio el gramo, y la marihuana te la regalaban", asegura mi primo X, pequeño pero experimentado cultivador que explica que en Chipiona los que cultivan, como él, al aire libre, prefieren plantar índica porque en la provincia "florece a final de septiembre y así es más difícil que coja lluvia". La sativa florece en Chipiona más tarde y se pueden dañar los cogollos con las lluvias de octubre.
"Pero entonces hay que estar con mil ojos. A mí me las robaron un año. Son grupitos de niñatos que van en la época de cultivo con las motitos olfateando los campos para robar", lamenta mi primo X.