Han pasado nueve años y el caso aún está lejos de estar resuelto. De los cuarenta y tres estudiantes que supuestamente desaparecieron el 26 de septiembre de 2014, solo se han identificado los restos de tres de ellos. El juicio no ha concluido, dos de los detenidos probablemente serán liberados debido a la pobreza del expediente elaborado por la Fiscalía mexicana. El caso de Ayotzinapa ilustra la compleja relación simbiótica que existe entre el crimen organizado y la política; los responsables son, presuntamente, un alcalde corrupto, un cártel de la droga y la policía local. En otro cajón están el ejército y el servicio de inteligencia del gobierno federal, que observaron –aunque algunos elementos sí participaron– cómo los sicarios atacaban y desaparecían a los estudiantes sin hacer nada para protegerlos.
La Escuela Normal Rural de Ayotzinapa se ubica en Guerrero, una de las zonas más pobres de México. Desde su fundación, en los años veinte, se encarga de formar profesores que imparten clases en las zonas rurales. La Normal de Ayotzinapa tiene en torno a quinientos estudiantes y, además de formar a los futuros profesores de México, sus estudiantes –hijos de campesinos– suelen ser muy activos políticamente en la extrema izquierda. Por sus aulas, por ejemplo, pasaron Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, quienes durante la década de los sesenta y setenta fundaron movimientos guerrilleros en la región.
Una de las actividades en las que participa todos los años la Escuela Normal está el viajar a la Ciudad de México, el 2 de octubre, para marchar y exigir justicia por la matanza de estudiantes que se cometió en 1968. Para llegar a la capital deben viajar seis horas en coche y, como la mayoría de los estudiantes son de familias humildes, para hacer el viaje los alumnos acostumbran en las semanas previas al 2 de octubre a robar combustible y después secuestran autobuses con el chófer incluido. Es una labor que siempre llevan a cabo los alumnos de primer año, como un rito de iniciación normalista. Desde el 22 de septiembre, los estudiantes empezaron a acumular gasolina. El 26 por la mañana fueron a la ciudad de Chilpancingo, donde la policía frustró sus intentos. Así que por la tarde un grupo de ochenta normalistas viajó a la ciudad de Iguala en dos autobuses en busca de más medios de transporte.
Iguala era la boca del lobo del crimen organizado. La ciudad estaba gobernada por José Luis Abarca, un empresario que acababa de estrenarse como alcalde. Además de alcalde, Abarca estaba casado con María de los Ángeles Pineda, cuya familia trabajó para el cártel de Sinaloa (luego para los Beltrán Leyva hasta que fundaron Guerreros Unidos, que operaba en Iguala en el 2014). Cuando los normalistas llegaron a Iguala se fueron a la central de autobuses y se llevaron otros tres autobuses (cinco en total) hacia las nueve y media de la noche. Justo en ese momento, Abarca se encontraba en la verbena que había organizado su esposa. El alcalde, según la acusación de la Fiscalía, pensó que los normalistas habían asistido a Iguala a reventar la verbena y ordenó a sus policías que los frenaran. En total se cometieron siete ataques en un lapso de cuatro horas, entre las nueve y veinte y la una y media.
Los policías atacaron tres de los cinco autobuses de los estudiantes, y mataron a seis personas. Después detuvieron a cuarenta y cuatro de los estudiantes y se los entregaron a sicarios del cártel Guerreros Unidos. El porqué lo hicieron es uno de los grandes misterios del caso. Algunas hipótesis apuntan a que uno de los autobuses que secuestraron transportaba heroína. Otras hipótesis apuntan a que los confundieron con sicarios del cártel de los Rojos o que Abarca les quería dar un escarmiento. La mañana del 27 de septiembre apareció el cadáver de Juan Carlos Mondragón, estudiante de veintidós años a quien los sicarios le desollaron la cara. Ese día, la Fiscalía de Guerrero (el Estado donde se ubican Iguala y Ayotzinapa) anunció que iniciaba una investigación. A la mañana siguiente detuvieron a los veintidós policías municipales de Iguala. Abarca y su esposa huyeron cuatro días después y se ocultaron en la ciudad de México, donde los detuvieron el 4 de noviembre. Para ese momento, el caso había sido atraído por la Procuraduría General de la República (PGR), que tenía prisa por cerrarlo.
Verdad histórica
Los policías atacaron tres de los cinco autobuses de los estudiantes, y mataron a seis personas. Después detuvieron a cuarenta y cuatro de los estudiantes y se los entregaron a sicarios del cártel Guerreros Unidos.
La PGR asumió la hipótesis del fiscal de Guerrero y cerró el caso en cuatro meses. El 27 de enero de 2015, el fiscal Jesús Murillo Karam anunció el fin de la investigación. Explicó que los cuarenta y tres normalistas fueron asesinados, sus restos incinerados y arrojados al Río San Juan. “Esta es la verdad histórica de los hechos”, declaró ante los medios, una versión que no dejó conformes a los padres y familiares de los normalistas. La verdad histórica dejó muchas incógnitas. Toda la responsabilidad recae en el alcalde Abarca y su corrupta policía. Sin embargo, no investiga para nada el papel que desempeñaron instituciones del Gobierno federal como el Ejército, que tiene un cuartel a dos kilómetros de donde se cometieron los ataques, o el CISEN, el órgano de inteligencia del gobierno federal, cuyas oficinas están frente a uno de los lugares donde fue atacado uno de los autobuses.
A petición de los familiares de los desaparecidos, el Gobierno mexicano suscribió un acuerdo con la Corte Interamericana de Derechos Humanos para constituir un Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), entre los que estaba el español Carlos Beristain, para que investigaran lo sucedido. El GIEI fue el primero en rechazar la verdad histórica del Gobierno mexicano. En sus informes relata, por ejemplo, que tanto el Ejército como el CISEN siguieron lo que hacían los jóvenes desde las ocho y media. Desafortunadamente, toda la información de las comunicaciones de ambas instituciones posteriores a las nueve y media desapareció. Lo mismo sucedió con las grabaciones de las cámaras que el gobierno federal tiene instaladas por la ciudad. De las veinticinco cámaras, solo cuatro estaban funcionando esa noche. Y de esas cuatro cámaras, la grabación que les entregaron después de insistir durante años fue editada y se habían quitado fragmentos de la misma.
El GIEI terminó su mandato el pasado 31 de julio. En su último informe denunció la falta de colaboración del Ejército, que no ha entregado toda la información que se le solicitó. La declaración provocó una airada reacción del presidente López Obrador, quien recordó que hay veinte militares detenidos por el crimen, entre ellos, dos generales. También han sido detenidos el fiscal Murillo Karam, y hay una orden de aprehensión contra Tomás Zerón, el responsable de las investigaciones, quien está refugiado en Israel. Ambos funcionarios están acusados de desaparición forzada y tortura.
La tortura, de hecho, fue el método que utilizaron los investigadores para llegar a la verdad histórica en tiempo récord. Y esa decisión sigue teniendo consecuencias. El alcalde Abarca, por ejemplo, fue exonerado por un juez en mayo pasado, debido a que buena parte de los testimonios en los que se basó su detención fueron obtenidos mediante tortura. El GIEI también reconoce este hecho en sus informes. La decisión ha sido apelada por la Fiscalía. Nueve años después del crimen solo se han encontrado los restos de tres de los estudiantes. Los familiares de los otros cuarenta normalistas de Ayotzinapa siguen buscándolos. No son los únicos, en México hay oficialmente 112.000 desaparecidos.