Los narcopijos
La alta sociedad de Tijuana no salía de su asombro en 1997 al saber que Alejandro y Alfredo Hodoyán estaba detenidos por ser, presuntamente, sicarios del cártel de los Arellano Félix.
La alta sociedad de Tijuana no salía de su asombro en 1997 al saber que Alejandro y Alfredo Hodoyán estaba detenidos por ser, presuntamente, sicarios del cártel de los Arellano Félix.
Los dos hermanos cooperaron con las autoridades. Alfredo sigue preso acusado del asesinato de un fiscal; Alejandro fue liberado y desapareció tras rechazar el programa de protección de testigos que le ofrecía la DEA. Los Hodoyán no eran los únicos miembros de la élite tijuanense que se habían metido al narco. Los Arellano Félix reclutaron como sicarios a un grupo de catorce chicos que, por aburrimiento más que por necesidad, terminaron convirtiéndose en asesinos a sueldo. La prensa los llamaba los “narcojúniors”, algo así como “narcopijos”.
“Cuando todo pasó estábamos en shock. No lo habíamos siquiera sospechado”, relató Cristina Hodoyán, quien se convirtió en activista a favor de los derechos de las víctimas de los Arellano Félix. “En mi calle, la mayoría de los vecinos tenían hijos varones, eran como veinte de la misma edad. Crecieron juntos y hacían todo juntos, desde ir a la escuela hasta jugar en el equipo de baloncesto. Se juntaban en la esquina de mi casa”, contó Hodoyán a la BBC en el 2008. Allí fue donde sus hijos conocieron a Ramón Arellano Félix, a mediados de los ochenta. “Nadie sabía quién era. Solo sabían que era derrochador: llegaba con su baúl lleno de cervezas frías, y obviamente los muchachos se sentían atraídos”. Los once hermanos Arellano Félix eran sobrinos del capo máximo de la droga en México en la década de los setenta y ochenta: Miguel Ángel Félix Gallardo, que los envió a Tijuana para controlar el tráfico de drogas por la ciudad.
Tras la detención de Félix Gallardo, en 1989, los Arellano Félix se convirtieron en el cártel más poderoso, que, según la DEA, introducían una tercera parte de toda la cocaína que se consumía en Estados Unidos en los años noventa. Benjamín Arellano Félix, el segundo de los hermanos, era el cerebro de la organización, y su hermano Ramón, doce años menor que él, era el jefe de los sicarios. Ramón cumplía a la perfección el estereotipo de narcotraficante: impulsivo, violento y estrafalario. Solía conducir un Porsche rojo por las calles de Tijuana y, aunque el termómetro marcara cuarenta grados, vestía una chaqueta de armiño con pantalones cortos de piel, y en el cuello una cadena de oro con una cruz de esmeraldas.
“Conocí a Ramón en un cumpleaños. Mi amigo Federico me lo presentó cuando me llamó al pasillo y a todos nos invitaron a un ‘perico’ (una raya de coca). Qué curiosa es la vida, años después Ramón me encargaría matar a Federico por traidor”, relató a la DEA “El Kitty” Páez, uno de los narcojúniors que después se convertiría en testigo protegido. A los pocos días se encontró en una taquería a Ramón, que lo invitó a dar una vuelta. “Fuimos a una casa y comenzaron a practicar tiro al blanco. Ramón me prestó su escuadra para intentarlo, pero me temblaba el pulso y todos se burlaban. Me dio mucho coraje y apreté fuerte el gatillo y le empecé a atinar todos los tiros al centro. Tres días después me regaló una pistola 9 mm. Y así ya andábamos todos armados cuando salíamos a dar la vuelta”, contó El Kitty a la DEA.
El Chapo Guzmán (el presunto objetivo del atentado) fue detenido dos semanas después, mientras que los Arellano nunca fueron molestados.
Los narcojúniors de Ramón mataban para pasar la tarde. En su testimonio a la policía mexicana, Alejandro Hodoyán narró un episodio que había sucedido en 1989 o 90: “Estábamos en una esquina de Tijuana sin nada que hacer y Ramón nos dijo: ‘Vayamos a asesinar a alguien. ¿Quién tiene una cuenta pendiente?”. Los sicarios se sentaban a ver los coches pasar hasta que alguien señalaba a algún tripulante, y el señalado aparecía muerto. Los narcopijos fueron eliminando a sus rivales en el negocio pero también, por ejemplo, a quienes se habían burlado de ellos cuando estaban en el instituto.
La guerra
La facilidad de Ramón Arellano para disparar terminó por romper la pax narca que había reinado durante los tiempos de Félix Gallardo. En 1989 llegó a Tijuana “El Rayo” López, un traficante amigo del Chapo Guzmán que quería hablar con los Arellano Félix. Se presentó al bautizo de la hija de Benjamín, pero no tenía invitación y no lo querían dejar entrar. Sin mediar palabra, Ramón salió de la fiesta y le metió un tiro en la cabeza. Luego envió a sus pistoleros a ejecutar a los familiares del Rayo para evitar venganzas.
El Chapo, que hasta entonces llamaba compadre a Benjamín Arellano Félix, les declaró la guerra y las calles de Baja California y Sinaloa se empezaron a llenar de cadáveres. En noviembre de 1992, Guzmán envió a sus sicarios a una discoteca en Puerto Vallarta donde estaban todos los hermanos Arellano Félix. Seis personas murieron y tres quedaron malheridas, pero los hermanos se escondieron en el baño y escaparon por las tuberías del aire acondicionado. Tras ese atentado juraron venganza y ofrecieron tres millones de dólares por la cabeza del Chapo.
La violencia siguió escalando hasta que llegó el 24 de mayo de 1993. Ese día, según la investigación oficial, los sicarios de los Arellano Félix creyeron ver el coche del Chapo en el parking del aeropuerto de Guadalajara. Se acercaron con sigilo y le vaciaron los cargadores de sus AK-47. Pero no era el Chapo, sino el arzobispo de Guadalajara, el cardenal Juan José Posadas Ocampo, que estaba en un coche idéntico al que conducía el Chapo, quien, a la hora del crimen, cruzaba el detector de metales del aeropuerto. El asesinato ha sido fruto de tres investigaciones oficiales (en 1993, 95 y 98) que confirman la versión de que el cardenal murió por una confusión. Aun así, en México siguen habiendo tantas teorías sobre su asesinato como casquillos dejaron los sicarios.
Una prueba del poder que tenían los Arellano Félix en el México de la década de los noventa es que el Chapo Guzmán (el presunto objetivo del atentado) fue detenido dos semanas después, mientras que los Arellano nunca fueron molestados. Benjamín era muy creyente y tenía buenas relaciones con varios curas, al grado que logró entrevistarse con el nuncio apostólico para explicarle su versión del crimen y darle dos cartas para el papa. El nuncio se terminó convirtiendo en el principal valedor de la inocencia de los Arellano Félix. Se reunieron varias veces, según declararía el propio Benjamín muchos años más tarde, e intentó que los narcos se reunieran con el presidente en la nunciatura de la Ciudad de México (si el presidente asistió o no es un tema que genera acalorados debates).
La suerte de los Arellano Félix cambió en diez días del 2002. El primero en caer fue Ramón, que estaba en Mazatlán con sus sicarios para asesinar a un narco rival, el Mayo Zambada. Fiel a su estilo, decidió ir a su encuentro por una avenida que era contra dirección hasta que se cruzó con unos policías que estaban a sueldo del Mayo y que lo mataron antes de que pudiera reaccionar. Sus sicarios secuestraron el cuerpo de la funeraria. Una semana después su hermano Benjamín fue detenido y extraditado a Estados Unidos en el 2011. Tras la caída de Benjamín y Ramón, algunos de sus hermanos, hermanas y sobrinos continúan al frente del cártel, aunque su poder nunca ha vuelto a ser el mismo.
Francisco Rafael Arellano Félix se ganó el apodo de “El Menso” –el tonto o el bobo, se diría aquí en España– tras intentar venderle 200 gramos de cocaína a un agente encubierto de la DEA en 1980. La verdadera pasión del mayor de los Arellano era la música y, de hecho, tenía una banda con algunos de sus hermanos llamada Los Escorpiones. A mediados de los ochenta se mudó a Mazatlán, un puerto turístico en el estado de Sinaloa, donde invirtió cinco millones de dólares para montar una discoteca, Frankie Oh –aunque la gente la llamaba Narco Oh–. Cabían 2.500 personas, la pista de baile estaba rodeada por un acuario y en el centro había una cascada de dos pisos de altura. La discoteca fue embargada en 1994, justo tras la detención de Francisco Rafael, que pasó los siguientes catorce años en cárceles de México y Estados Unidos. Al recuperar su libertad, en marzo del 2008, se alejó del narcotráfico. Pero la muerte lo alcanzó el 18 de octubre de 2013 en una fiesta infantil cuando un sicario disfrazado de payaso le disparó en la cabeza y el pecho.